Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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href="#ulink_dbdb4ac5-c5f0-5ae7-a350-022c284244dc"/> Old Bugs: escrito en 1919 y publicado de manera póstuma en 1959.

      Hago estas líneas en un momento terrible y de mucha tensión mental, al caer la noche sé que mi vida llegará a su ineludible final. Sin dinero, y ya acabada por completo la reserva de droga que lograba que mis días valieran un poco la pena, soy incapaz de soportar más este sufrimiento y volaré por la ventana de este ático hasta que mis huesos den contra el miserable suelo. No quiero que tengáis en mente que soy un cobarde o un salvaje por mi adicción a la morfina. Al terminar de leer estas líneas que hice tan súbitamente, quizá podáis entender, ojalá en toda su extensión, el motivo por el que debo morir y olvidar.

      Fue en uno de los sitios más abiertos y desolados del océano Pacífico donde la embarcación de la que yo era tripulante fue alcanzada por el cazador de barcos alemán. Por ese entonces la gran guerra se hallaba en sus inicios y las fuerzas marítimas de los hunos aun no habían alcanzado su decadencia posterior; así que nuestro navío fue capturado según las convenciones, y su tripulación tratada con la consideración y el respeto debidos a cualquier prisionero de guerra. En efecto, la disciplina de nuestros captores era tan laxa que una semana más tarde logré escapar en una pequeña embarcación con provisiones y agua para varios días.

      Cuando al fin estaba libre y con las ataduras cortadas, no sabía mucho dónde me encontraba. No siendo un navegante experimentado, tan solo podía suponer someramente, por el sol y las estrellas, que estaba debajo de la línea del ecuador. No sabía mi longitud, y no había tierra a la vista, ni costas ni islas. El tiempo permanecía sereno y durante una innumerable cantidad de días divagué bajo el sol ardiente y sin rumbo, deseando el paso de un barco o la llegada a las playas de una tierra habitada. Pero ni tierra ni barcos aparecían, y yo empecé a perder la compostura en mi soledad, en medio de aquella inmensidad pendular de azul eterno.

      Todo cambió mientras aún estaba dormido. Jamás supe los detalles, ya que mi sueño, aunque intranquilo y lleno de ilusiones, fue constante. Cuando desperté, lo hice para hallarme medio hundido en una pantanosa extensión de infernal barro negro que me rodeaba en olas repetitivas hasta tan lejos como llegaba el ojo, y en el que mi embarcación se hallaba encallado a lo lejos.

      Si bien podría esperarse que mi primera reacción ante esa transformación asombrosa e inesperada del paisaje fuese la sorpresa, en realidad me hallaba más horrorizado que extrañado; ya que había en el aire y en el suelo podrido una atmósfera siniestra que me helaba hasta lo más profundo. La zona era un vertedero de cadáveres de peces corrompidos, así como de otras cosas menos descriptibles que pude ver asomándome entre el fango asqueroso de aquella llanura interminable. Tal vez no debiera tratar de describir con simples palabras la terrible abominación que parecía adueñarse del silencio absoluto y la estéril inmensidad. No había absolutamente nada al alcance del oído, ni de la vista, excepto una eternidad de limo negro; y, a pesar de todo, la total quietud y la monotonía del paisaje me llenaban de un pánico indescriptible. El sol ardía en un firmamento que se me hizo casi negro en su maligna ausencia de nubes, como reflejando los pantanos de tinta que había bajo mis pies. Mientras me arrastraba hacia el bote encallado, entendí que solo había una teoría que podía explicar mi situación. Debido a alguna catástrofe volcánica sin igual, parte del lecho marino debía haber emergido, revelando áreas que habían permanecido ocultas durante millones de años en las imposibles profundidades del océano. Tan enorme era la amplitud de esa tierra nueva alzada bajo mis pies que, por más que forzara el oído, no se oía el menor murmullo de oleaje. Tampoco se encontraba allí ninguna ave marina para alimentarse de los animales muertos.

      Durante varias horas permanecí pensando y reflexionando en el bote, que yacía de lado y prestaba una sombra ligera según el sol recorría el cielo. Al transcurrir el día, el suelo fue perdiendo poco a poco algo de fluidez, tornándose rápidamente lo bastante seco como para permitir viajar a través de él. Esa noche dormí, aunque muy poco, y al día siguiente preparé un paquete con provisiones, necesario para un viaje en busca del mar escondido, así como de un rescate factible.

      Al tercer día descubrí que el suelo estaba lo suficientemente seco como para transitar con tranquilidad. El hedor a pescado era penetrante, pero me hallaba demasiado distraído en asuntos mucho más importantes como para preocuparme por aquello, y, decidido, me puse a andar hacia una meta invisible. Durante toda la jornada avancé siempre hacia el oeste, guiado por un montículo lejano que sobresalía sobre los demás salientes de aquel desierto ondulado. Aquella noche hice campamento, y a la mañana siguiente todavía estaba enfilado hacia el montículo, aunque parecía solo un poco más cercano que cuando le había visto por vez primera. El cuarto día alcancé el pie del saliente al caer la tarde, que resultó ser mucho más elevado de lo que parecía a lo lejos; tenía un valle delante que hacía aun más hondo su relieve sobre la superficie. Infinitamente cansado para subir, me dormí a la sombra del promontorio.

      No tengo idea de por qué mis sueños fueron tan extravagantes esa noche; pero antes de que la luna menguante, maravillosamente deforme, se hubiese elevado demasiado sobre la llanura de oriente, me encontraba desvelado, empapado en frío sudor, decidido a no dormir más. Las ilusiones vividas resultaban demasiado fuertes como para intentar resistirlas nuevamente. Y al brillo de la luna entendí cuán idiota había sido al viajar durante el día. Sin el resplandor del sol ardiente, mi viaje hubiera sido menos agotador; de hecho, me sentí de nuevo lo suficientemente fuerte como para retomar la escalada que había descartado al atardecer. Recogiendo mis cosas, empecé a subir hacia la cima del promontorio.

      Ya he dicho que la monotonía eterna de la llanura ondulante producía un leve miedo en mí, pero creo que mi horror se vio acentuado cuando alcancé la cumbre del montículo y vi al otro lado un inmenso cañón o despeñadero cuyas oscuras profundidades aun no iluminaba la luna. Me sentí como en el fin del mundo, mirando al borde de un caos impenetrable de eterna oscuridad. En mi pánico me venían curiosos recuerdos del Paraíso perdido y del terrible ascenso de Satán a través de lejanos territorios de tinieblas.

      Al elevarse más la luna, empecé a discernir que las cuestas del valle no resultaban tan rectas como había previsto. Protuberancias y afloramientos de roca formaban apoyos seguros y fáciles para el descenso, además de que a partir de unos cuantos cientos de metros la cuesta se hacía más benigna. Motivado por un impulso que me resulta difícil de explicar completamente, descendí con dificultad sobre las piedras y alcancé la más blanda ladera de abajo, ojeando aquel abismo sombrío que la luz aun no había colonizado.

      Sobre todo, captó mi atención un objeto gigante y particular de la opuesta ladera, que se erguía en vertical un centenar de metros más adelante; un objeto que brillaba blancuzco gracias a los recién llegados rayos de la luna en alza. Era solamente una enorme pieza rocosa, como pronto pude comprobar; pero yo había tenido una clara noción de que su forma y ubicación no eran totalmente obra de la naturaleza. Un análisis más detallado me llenó de sensaciones indescriptibles; ya que a pesar de su gigantesco tamaño y de que se encontraba ubicado en un cañón abierto en el fondo de los océanos desde la infancia del planeta tierra, vi más allá de cualquier duda posible que el misterioso objeto era un monolito tallado a la perfección, cuya titánica mole había conocido la mano de obra y quizás la adoración de criaturas racionales y vivas.

      Confuso y lleno de miedo, aunque no sin cierto estremecimiento de placer propio de un aventurero o científico, estudié los alrededores con mayor detalle. La luna, ahora cercana al cenit, resplandecía de manera misteriosa y vívida sobre los peldaños colosales que rodeaban el abismo, revelando un pequeño riachuelo de agua que fluía al fondo, desvaneciéndose en ambos sentidos y casi llegando a tocar mis pies cuando me detuve al pie de la ladera. Al otro lado del despeñadero, las minúsculas olas golpeteaban la base del gigantesco monolito, en cuya superficie pude ver entonces inscripciones talladas y relieves toscos. La escritura estaba basada en un sistema de jeroglíficos nunca antes visto por mí, diferente a cuanto hubiera visto en los libros; consistía en su mayoría de

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