Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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trabajaban sin parar. En aquel banquete se consumieron manjares exóticos y delicados: pavos reales de las lejanas colinas de Implan, talones de camello del desierto de Bnaz, nueces y especias de Sydathria y perlas de Mtal disueltas en vinagre de Thraa. Hubo un número incontable de salsas y manjares, preparados por los más sutiles cocineros de todo Mnar para satisfacer el paladar de los invitados más exigentes. Sin embargo, de todos los manjares, los más preciados eran los inmensos peces del lago que se servían en bandejas de oro incrustadas con rubíes y diamantes.

      Mientras el rey y los nobles celebraban el banquete dentro del palacio, y contemplaban con impaciencia el manjar principal que aún les aguardaba servido ya en las bandejas de oro, otros comían y festejaban fuera de él. En la torre más alta del gran templo, los sacerdotes celebraban la fiesta con alborozo y los príncipes de las tierras vecinas reían y cantaban en los pabellones que se encontraban fuera del recinto amurallado de la ciudad.

      El primero en observar las sombras que bajaban al lago desde el doble cuerno de la luna creciente fue el sumo sacerdote Gnai-Kah, así como las terribles nieblas verdes que al encuentro de las sombras se alzaban del lago. Estas envolvieron en terroríficas brumas las torres y cúpulas de Sarnath, cuyo destino ya había sido señalado. Más tarde, quienes se encontraban en las torres y afuera del recinto amurallado observaron luces muy extrañas en el agua y vieron que Akurión, la inmensa roca gris que se alzaba en la orilla a gran altura sobre ellas, estaba casi sumergida. Y el miedo, rápido aunque vago, comenzó a extenderse de tal manera que los príncipes de Ilarnek y de la lejana Rokol desmontaron y plegaron sus tiendas, huyendo veloces sin apenas saber la razón.

      Ya cerca de la medianoche, todas las puertas de bronce de Sarnath se abrieron de golpe y por ellas corría una multitud enloquecida que se extendió por la llanura como una gran ola negra, con tal fuerza que todos los visitantes, príncipes o viajeros, huyeron despavoridos. En los rostros de la muchedumbre se notaba la locura nacida de un desmedido horror y sus bocas articulaban palabras tan terribles que ninguno de quienes escucharon semejantes cosas quiso comprobar sin eran verdad. Algunos hombres que tenían la mirada alucinada producto del pánico gritaban a los cuatro vientos lo que habían visto a través de los ventanales del salón de banquetes del rey, donde ya no se hallaban Nargis-Hei ni sus nobles, ni sus esclavos, sino una turba de criaturas verdes indescriptibles, que tenían ojos protuberantes, labios fláccidos, extrañas orejas y carentes de voz. Que estos horribles seres danzaban con espantosas contorsiones, sosteniendo en sus garras las bandejas de oro y pedrería de las que se brotaban llamas de un fuego nunca visto. En su huida de la ciudad maldita de Sarnath, los príncipes y viajeros que iban a lomos de caballos, camellos y elefantes volvieron la mirada hacia atrás y vieron como el lago continuaba engendrando nieblas, y que Akurión, la gran roca gris, estaba casi sumergida.

      A través de toda la tierra de Mnar y de los países adyacentes se extendieron los relatos de quienes habían logrado huir de la ciudad de Sarnath. Las caravanas nunca más orientaron su rumbo hacia la ciudad maldita, ni tampoco desearon más sus metales preciosos. Transcurrió mucho tiempo antes de que algún viajero se dirigiese hacia allá y aún en ese momento solo se atrevieron a ir los jóvenes de cabellos rubios y ojos azules más valerosos y aventureros, que no tenían parentesco alguno con los pueblos de Mnar. Es verdad que estos hombres llegaron hasta el lago impulsados por el deseo de conocer la ciudad de Sarnath, pero aunque lograron ver el inmenso lago de aguas tranquilas y la gran Akurión, la roca que se elevaba en la orilla a gran altura sobre ellas, no pudieron observar la que fue maravilla del mundo y orgullo de la humanidad. En el lugar donde antes se habían levantado inmensas murallas de trescientos codos de altura y torres aún más altas, ahora tan solo se extendían riberas pantanosas. Donde antiguamente habían vivido cincuenta millones de hombres, ahora tan solo se arrastraba el detestable reptil acuático. Ni siquiera quedaban las minas de metales preciosos. La MALDICIÓN había caído sobre Sarnath.

      Sin embargo, lograron observar un curioso ídolo de piedra verdemar semienterrado entre los juncos, era el antiquísimo ídolo que representaba al gran reptil acuático, Bokrug. Tiempo después, este ídolo fue transportado al gran templo de Ilarnek y fue adorado en toda la tierra de Mnar el día que el doble cuerno de la luna creciente asoma en el cielo.

       The Doom that Came to Sarnath: escrito en 1919 y publicado en 1920.

      Mi nombre es Basil Elton, y soy el guardián del faro de Punta Norte que fue cuidado por mi padre y por mi abuelo antes de hacerlo yo. Alejado de la costa, la torre gris del faro se levanta sobre rocas hundidas que emergen cubiertas de limo al bajar la marea y que se vuelven invisibles cuando la misma sube. Desde hace un siglo, pasan delante de este faro las majestuosas naves que surcan los siete mares. Eran muchas en los tiempos de mi abuelo, no tantas en los tiempos de mi padre, y hoy son tan pocas, que por momentos me siento extrañamente solo, como si yo fuese el último hombre sobre la tierra.

      Aquellas grandes embarcaciones de blancas velas venían de costas muy lejanas. De las lejanas costas Orientales donde brilla un sol cálido y dulces fragancias perduran en los alegres templos y en los raros jardines. Mi abuelo era visitado a menudo por viejos capitanes de mar que le contaban estas cosas, que luego él le contaba a mi padre, y que mi padre me contaba a mí cuando el viento del este aullaba misterioso en las largas noches de otoño. Más tarde, cuando todavía era un niño y me entusiasmaba lo prodigioso, yo leí más sobre estas cosas, y sobre otras muchas, en los libros que me regalaron aquellos hombres.

      Sin embargo, más asombroso que el saber de los libros y de los ancianos es el saber secreto del océano. El océano nunca está en silencio, es azul, verde, gris, blanco o negro, tranquilo, agitado o montañoso. Toda mi vida lo he visto y escuchado y lo conozco bien. En un principio, solo me narraba historias sencillas acerca de playas serenas y puertos minúsculos, pero con el pasar del tiempo se volvió más amigo y me habló de otras cosas. Eran cosas más extrañas, más lejanas en el tiempo y en el espacio. Muchas veces, en horas de la tarde, los vapores grises del horizonte se abren para permitirme fugaces visiones de las rutas que hay más allá. Otras veces, durante la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes y me han permitido observar las rutas que hay debajo de ellas. Estas visiones eran de las rutas que existieron o pudieron existir, así como de las que aún existen, porque el océano es más antiguo que las montañas y lleva y trae los recuerdos y los sueños del Tiempo.

      La Nave Blanca navegaba serena y silenciosamente sobre el mar cuando la luna llena se encontraba muy alta en el cielo. Solía venir del sur, y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, o el viento fuese contrario o favorable, la nave se deslizaba serena y silenciosamente con sus grandes velas distantes y su larga y extraña fila de remos de rítmico movimiento. Una noche logré observar a un hombre de barba y muy ataviado en la cubierta que parecía hacerme señas para que navegara con él rumbo a costas desconocidas. Lo volví a ver muchas veces en las noches de luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.

      La noche en que respondí a su llamado la luna brillaba en todo su esplendor y yo crucé hasta la Nave Blanca por el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas. El hombre que me había llamado dijo unas palabras de bienvenida en una lengua que me era familiar y las horas transcurrieron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos silenciosamente rumbo al misterioso sur que aquella tierna luna llena iluminaba con su esplendor.

      Cuando despertó el nuevo día, sonrosado y luminoso, pude ver la verde costa de unas desconocidas tierras lejanas, hermosas y radiantes. Orgullosas terrazas salpicadas de árboles se elevaban desde el mar, entre los que asomaban de un lado y del otro los brillantes tejados y las blancas columnatas de unos exóticos templos. Cuando nos acercábamos a esa exuberante costa, el hombre de barba habló de esa tierra donde moran los sueños y los bellos pensamientos que ocupan a los hombres algunas veces y que luego estos olvidan, la tierra de Zar. Cuando me giré para contemplar las terrazas una vez más, comprobé que lo que decía era cierto, pues entre las visiones que tenía frente

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