Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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poderoso rayo que había alcanzado y estremecido a la montaña. No había causa visible de su muerte y la autopsia no arrojó ni una razón por la que Romero no estuviera vivo. Por algunas conversaciones me enteré que, sin duda alguna, ni Romero ni yo habíamos dejado el barracón en toda la noche y que nadie se había despertado cuando pasó la espantosa tormenta sobre la sierra Cactus. Esa tormenta había causado grandes derrumbes, dijeron los hombres que se habían aventurado hasta el pozo de la mina, que cegaron completamente el inmenso y profundo abismo que tanto malestar despertara el día anterior. Cuando pregunté al vigilante sobre qué sonidos habían precedido al poderoso trueno, mencionó a un coyote, un perro y el furioso viento de la montaña... nada más. Y yo, no tengo motivos para dudar de su palabra.

      Cuando se reanudó el trabajo, el supervisor Arthur llamó a algunos hombres de toda su confianza para investigar algunas cosas en el lugar donde surgiera el abismo. Estos obedecieron y se hizo un profundo sondeo, aunque sin gran entusiasmo. Los resultados fueron bastante curiosos. El techo del abismo no era grueso de ningún modo, tal como se comprobó cuando este se abrió, sin embargo, ahora los taladros de los investigadores se toparon con lo que parecía ser una inmensa extensión de roca sólida. No encontrando nada más, ni siquiera oro, el supervisor abandonó esos tanteos, aunque a veces una mirada de perplejidad asomaba en su expresión cuando se encontraba meditando sentado en su mesa.

      Hay otro hecho curioso. Al poco tiempo de haber despertado la mañana siguiente a la tormenta, descubrí la inexplicable falta del anillo hindú en mi dedo. Lo tenía en gran estima, sin embargo, experimenté una cierta sensación de alivio cuando desapareció. Si alguno de mis compañeros lo robó, fue bastante listo al librarse de él, ya que a pesar de los reclamos y de la búsqueda policial, el anillo no volvió a ser visto nunca más. Me enseñaron muchas cosas extrañas en la India, por lo que dudo que me fuera robado por manos mortales.

      De cuando en cuando, mi opinión sobre toda esta historia cambia. A plena luz del día y en casi todas las estaciones me siento inclinado a pensar que todo fue un intenso sueño, pero a veces cuando es otoño y son las dos de la madrugada y cuando los vientos y los animales aúllan quejumbrosamente, siento desde una inconcebible profundidad el indicio de un rítmico batir... entonces pienso que la transición de Juan Romero fue algo terrible.

       The Transition of Juan Romero: escrito en 1919 y publicado de manera póstuma 1944.

      Entonces, el sueño se desplegó ante mí.

      Shakespeare.

      Con frecuencia me pregunto si el común de los mortales se habrá detenido alguna vez a considerar la enorme importancia de algunos sueños, así como a reflexionar acerca del oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayoría de nuestras visiones nocturnas suelen resultar quizá poco más que débiles y fantásticos reflejos de nuestras experiencias durante la vigilia —a pesar de Freud y su infantil simbolismo—, existen también algunos sueños cuyo carácter etéreo y poco mundano no permiten una interpretación ordinaria y cuyos efectos ligeramente excitantes, además de inquietantes, sugieren posibles miradas fugaces a una esfera de la existencia mental que no es menos importante que la vida física, aunque esté separada de esta por una barrera inaccesible. Mi experiencia no me permite dudar de que el ser humano, al perder su conciencia terrenal, se ve de hecho albergado en otra vida incorpórea, cuya naturaleza es diferente y está muy lejos de la existencia que conocemos y que, tras despertar, solo se conservan de ella los recuerdos más leves y difusos. De estas turbias y segmentadas memorias es mucho lo que podemos concluir, pero muy poco lo que se puede probar. Podemos suponer que en la vida que hay en nuestros sueños, la materia y la vida, tal como se conocen aquí en la tierra, no resultan necesariamente constantes, y que el tiempo y el espacio no existen, tal como lo entienden nuestros organismos al estar despiertos. A veces creo que nuestra verdadera existencia es esa vida menos material y que nuestra breve estadía sobre el planeta resulta en sí un hecho secundario o meramente virtual.

      Fue una tarde del invierno de 1900 o 1901, tras despertar de un juvenil ensueño plagado de especulaciones de este tipo, cuando ingresó en la clínica psiquiátrica en la que yo trabajaba como interno un hombre cuyo caso me ha vuelto a la memoria una y otra vez. Según consta en el registro, su nombre era Joe Slater o Slaader y su apariencia era como la del típico habitante de la zona montañosa de Catskill. Era uno de esos personajes extraños y desagradables de los antiguos pobladores campesinos, cuyo asentamiento, durante tres siglos en ese lugar poco transitado de la montaña, los ha hundido en una especie de salvaje decadencia, en vez de avanzar a la par de sus iguales más afortunados asentados en distritos más poblados. Entre esa peculiar gente, que de manera precisa pertenecen a los decadentes miembros de la “basura blanca” del Sur, no existe ni moral ni ley y, seguramente, su nivel intelectual se encuentra por debajo del nivel de cualquier otro grupo de la población nativa americana.

      Joe Slater, llegó a la institución bajo la cuidadosa vigilancia de cuatro policías del estado y fue descrito como de un carácter altamente peligroso, sin embargo, la primera vez que lo vi no dio muestras de tal peligrosidad. Mostraba una absurda apariencia de inofensiva estupidez debido a sus ojillos acuosos y somnolientos de color azul pálido; a su rala, desatendida y jamás afeitada barba amarillenta y a la apatía con que colgaba su grueso labio inferior, aunque estaba muy por encima de la talla media y era de constitución fornida. Su edad se desconocía, ya que entre su gente no existen ni registros familiares ni lazos estables, pero el cirujano lo inscribió como hombre de unos cuarenta años por su calvicie frontal y por el mal estado de su dentadura.

      Supimos cuanto se había recopilado acerca de su caso por los documentos médicos y jurídicos. Este hombre, vagabundo, trampero y cazador, siempre había sido considerado un ser extraño a los ojos de sus básicos paisanos. Durante las noches, solía dormir más de lo normal, y al despertar acostumbraba a mencionar palabras desconocidas en una forma tan extraña que inspiraba miedo en los corazones de aquella gente carente de imaginación. No era solo que su forma de hablar era completamente diferente, ya que aquellas personas solo hablaban en la decadente jerga de su entorno, sino que el tono y el tenor de sus expresiones tenían un carácter de exótico y misterioso que nadie era capaz de escucharlas sin sentir rechazo. El mismo Slater se sentía tan aterrado y confuso como quienes lo escuchaban, pero una hora después de despertar ya había olvidado todo lo dicho, o aquello que lo había llevado a decirlo, regresando a la campestre, y más o menos amigable, normalidad del resto de los montañeses.

      Al parecer, las aberraciones matutinas de Slater fueron aumentando en frecuencia e intensidad según envejecía, hasta que cerca de un mes antes de su ingreso en la clínica, un día cerca del mediodía ocurrió la terrible tragedia que hizo que fuera arrestado por parte de las autoridades. Tras un profundo sueño en el que se hallaba sumergido después de una borrachera de güisqui, la tarde del día anterior cerca de las cinco de la tarde, Slater se había levantado con gran brusquedad, lanzando aullidos tan terribles y ultraterrenos que atrajeron a varios vecinos hasta su cabaña... una inmunda pocilga donde habitaba con una familia tan poco presentable como él mismo. Lanzándose hacia la nieve, en el exterior de la cabaña, alzó los brazos y comenzó a dar una serie de saltos hacia el aire, al mismo tiempo que gritaba su decisión de alcanzar una “gran cabaña con resplandores en el techo, los muros y el suelo, y la sonora y extraña música de allá a lo lejos”. Cuando dos hombres de gran tamaño intentaron detenerlo, luchó con furia y con fuerza maníaca, gritando su deseo y necesidad de encontrar y matar al “ser que brilla, se estremece y ríe”. Finalmente, tras derribar con un súbito golpe a uno de quienes le sujetaban en ese momento, se lanzó sobre el otro con una demoníaca necesidad de sangre gritando de manera infernal que “saltaría alto en el aire y se abriría paso a sangre y fuego entre quienes trataran de detenerlo”. Entonces, familia y vecinos huyeron presas del pánico y, cuando regresaron algunos más valientes, Slater se había ido, dejando detrás de él una masa irreconocible del que fuera un hombre vivo una hora antes. Ningún montañés había tenido el valor de

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