Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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de alguna forma, y que era necesario detenerlo de una u otra manera. Entonces, formaron una patrulla armada de búsqueda que acabó convirtiéndose en pelotón del sheriff cuando uno de los, pocas veces bien recibidos, policías del estado descubrió por casualidad a los buscadores que fueron interrogados y que finalmente se unió a ellos.

      El tercer día hallaron a Slater inconsciente en el hueco de un árbol y fue llevado a la cárcel más cercana, donde médicos de Albany lo examinaron apenas recobró el sentido. Él les contó una historia muy simple. Dijo que había ido a dormir una tarde hacia el anochecer, después de ingerir grandes cantidades de alcohol, y que se había despertado para descubrirse de pie frente a su cabaña con las manos ensangrentadas y, en la nieve a sus pies, el cadáver mutilado de su vecino Peter Sladen. Horrorizado, huyó a los bosques haciendo un vano esfuerzo para escapar de la imagen de lo que debía tratarse de su propio crimen. Además de eso no parecía saber nada más y el experto examen de sus examinadores tampoco pudo aportar hechos adicionales. Esa noche Slater durmió tranquilo y despertó al día siguiente sin otros rasgos particulares que una pequeña alteración en el gesto. El doctor Barnard, que mantenía en observación a este paciente, creyó descubrir cierto brillo, con una cualidad peculiar, en sus ojos azul pálido y una real tirantez, aunque casi imperceptible, en los fláccidos labios, como de inteligente determinación. Pero cuando fue interrogado, Slater se refugió en el habitual vacío de los montañeses e insistía en lo que había dicho el día anterior.

      Tres días después tuvo lugar el primero de los ataques mentales de Slater. Tras algunas señales de intranquilidad durante el sueño, el hombre estalló en un ataque tan espantoso que fue necesaria la fuerza combinada de cuatro hombres para ponerle la camisa de fuerza. Los médicos escucharon con gran atención sus palabras, ya que su curiosidad era estimulada en alto grado por las sugestivas, aunque en su mayor parte contradictorias e incoherentes, historias de sus vecinos y familia. Slater deliró alrededor de unos quince minutos, hablando en su dialecto campesino acerca de grandes edificios de luz, océanos de espacio, músicas extrañas, sombrías montañas y valles. Pero sobre todo fue muy explícito acerca de una entidad misteriosa y brillante que se estremecía, reía y se burlaba de él. Esta extraña y vaga entidad, parecía haberle hecho un daño terrible, y su supremo y máximo deseo era matarla a manera de venganza triunfal. Decía que para lograrlo debía atravesar abismos de vacío, venciendo cuantos obstáculos se interpusieran a su paso. Su discurso era ese hasta que abruptamente guardó silencio. El fuego de la locura desapareció de sus ojos y con un turbio asombro vio a sus interrogadores y les preguntó por qué estaba inmovilizado. El doctor Barnard le retiró la camisa de fuerza y no se la colocó hasta la noche, cuando consiguió convencerlo de que la aceptara voluntariamente por su propio bien. Slater ya había admitido que, aunque no sabía por qué, a veces hablaba de forma muy extraña.

      Otros dos ataques se desencadenaron en el transcurso de una semana, pero los doctores no pudieron aprender mucho de ellos. Ampliamente especularon sobre el origen de las visiones de Slater, ya que al no saber ni leer ni escribir y, aparentemente, no habiendo escuchado nunca leyendas o cuentos de hadas, su prodigiosa imaginación resultaba inexplicable. Quedaba especialmente de manifiesto que esta no procedía de ningún mito o leyenda, ya que aquel desdichado hombre se expresaba acerca de sí mismo tan solo en su simple lenguaje. Alucinaba sobre temas que no entendía y no podía interpretar, y sobre situaciones que pretendía haber experimentado, pero que no podía haber aprendido por medio de alguna narración coherente o normal. Pronto, los médicos decidieron que la clave del problema estaba en esos sueños anormales. Sueños tan vívidos que durante algunos lapsos de tiempo podían dominar por completo la mente despierta de este ser humano, que era básicamente inferior. Siguiendo las debidas formalidades, Slater fue enjuiciado por homicidio, fue absuelto debido a su locura y recluido en la institución donde yo prestaba mis modestos servicios.

      Anteriormente, admití ser un incansable especulador acerca de la vida onírica, y eso puede dar una idea del nivel de impaciencia con que me arrojé al estudio del nuevo paciente apenas supe los hechos que rodeaban el caso. Slater parecía sentir algún tipo de simpatía hacia mí, sin duda estimulada por el interés que yo no podía ocultar, así como por la manera amable en que yo lo interrogaba. Nunca llegó a reconocerme en el transcurso de sus ataques, en los que yo lograba verme suspendido sin aliento sobre sus caóticas y cósmicas descripciones de su mundo. Él solo me reconocía en sus horas tranquilas, cuando solía sentarse junto a su ventana enrejada, mientras tejía cestos de paja y sauce, extrañando tal vez, la libertad en las montañas que nunca recobraría. Su familia jamás vino a verlo. Seguramente, según sus degeneradas costumbres, aquellos montañeses ya habían encontrado otro cabeza de familia.

      Poco a poco, las locas y fantásticas creaciones de Joe Slater, comenzaron a subyugarme y a despertar mi admiración. En sí mismo, él era un personaje patéticamente inferior, tanto en su forma de expresarse como su intelecto, pero tan magníficas y titánicas visiones, a pesar de ser explicadas en una jerga tan primitiva y bárbara, solo podían ser concebidas por una mente superior e inclusive excepcional. Yo me preguntaba a menudo ¿cómo podía la torpe imaginación de un degenerado de Catskill invocar tales visiones, cuya sola existencia indicaba que existía una chispa de genialidad oculta? ¿Cómo podía aquel ser primitivo de las lejanías tener siquiera una mísera idea de lugares como esos, resplandecientes de brillos y espacios sobrehumanos, sobre los que Slater hablaba durante sus arrebatados delirios? Cada día, iba haciéndome más a la idea de que en el interior de ese miserable individuo que se acurrucaba frente a mis ojos, estaba escondido el núcleo trastornado de algo que trascendía mi capacidad de comprensión. Era algo que estaba, definitivamente, más allá de la comprensión de mis colegas médicos y científicos, que eran más experimentados que yo pero menos imaginativos.

      Tampoco yo lograba obtener algo definitivo de aquel personaje. Toda mi investigación residía en que en un estado de vida onírica semiincorpórea, Slater viajaba o flotaba a través de resplandecientes y prodigiosos valles, jardines, praderas, ciudades y palacios de luz en una región desconocida y prohibida para el ser humano. En ese lugar, Slater, ya no era un labriego y un degenerado, sino un hombre de vida importante y activa que se movía de manera orgullosa y fuerte, y que tan solo se preocupaba por un enemigo mortal que daba la impresión de tratarse de un ser visible pero de estructura etérea, y que además, no parecía tener forma humana, ya que Slater jamás se refería a ese enemigo como un hombre, sino como un “ser”. Este ser le había causado a Slater algún daño terrible del que el maníaco, si es que podía llamarse maníaco, había jurado vengarse.

      Por la forma en que Slater se refería a su relación con ese ser, podría apostar a que el ser luminoso y el mismo Slater se habían encontrado en igualdad de condiciones y que en esa vida onírica el hombre era un ser luminoso de la misma especie que su enemigo. Las frecuentes referencias a viajes por el espacio y a calcinar todo aquello que se opusiera a su avance sustentaban esta impresión. Más estos conceptos eran expresados por medio de palabras torpes, totalmente inadecuadas para explicarlos, algo que me hizo deducir que, si realmente existía un mundo onírico, el lenguaje oral no era el mejor medio para transmitir esas ideas. ¿Podría pasar que el alma de algún ser durmiente que habitaba en ese primitivo cuerpo estuviera luchando desesperadamente, tratando de decir cosas que la simple y torpe lengua de los hombres no podía expresar? ¿Estaríamos, tal vez, frente a una cierta manifestación intelectual capaz de explicar tal misterio, a condición de ser capaces de aprender a descubrirlas e interpretarlas? No mencioné estas cosas con mis viejos colegas médicos, ya que la madurez puede resultar escéptica, cínica y poco predispuesta a las nuevas ideas. Por otro lado, el director de la institución, con sus maneras paternales, me había llamado la atención últimamente, diciéndome que yo estaba trabajando demasiado y que mi mente necesitaba reposo.

      Durante largo tiempo, yo había sostenido la creencia de que el pensamiento humano consistía fundamentalmente en movimientos atómicos y moleculares que se transformaban en ondas de energía etérea radiante, tales como el calor, la luz y la electricidad. Dicho postulado me había llevado a considerar muy pronto la posibilidad de una comunicación mental o telepática a través de los aparatos adecuados. Ya en mis días de Universidad,

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