Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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que nos llegaron las primeras noticias que tuvimos de los extraordinarios pormenores. La carga, seguramente más potente de lo esperado, pareció estremecer toda la montaña. En los barracones de la ladera, las ventanas saltaron en pedazos con la onda de choque, mientras que en los pasadizos cercanos los mineros fueron derribados al suelo. Muy cerca al lugar del estallido, el lago Joya se levantó como azotado por una tempestad. Al investigar, un nuevo abismo abierto sin fin se descubrió bajo el lugar de la explosión. Era una sima tan profunda que no había sonda de mano que pudiera medirla, ni lámpara alguna que pudiera iluminarla.

      Sorprendidos, los picadores sostuvieron una reunión con el supervisor, que mandó grandes tramos de cuerda al inmenso hoyo, ordenando que esta fuera empalmada y se bajara sin descanso hasta tocar fondo. Los empalidecidos mineros no tardaron en informar al supervisor de su fracaso. Muy respetuosamente le informaron de su firme negativa a volver a descender en el abismo, y de ni siquiera volver trabajar en la mina, hasta que este fuese cegado. Era innegable que se encontraban ante algo que sobrepasaba sus expectativas, ya que hasta donde ellos habían experimentado, aquel abismo era infinito.

      El supervisor no les hizo ningún reproche. Más bien, comenzó a reflexionar e hizo una gran cantidad de planes para el día siguiente y el turno de la noche no fue a trabajar esa tarde. Hacia las dos de la mañana, un coyote solitario comenzó a aullar en la montaña muy quejumbrosamente y en algún lugar dentro del terreno un perro, en respuesta al coyote o a lo que fuese, comenzó a ladrar. Sobre la serranía estaba formándose una tormenta y nubes con formas extrañas se veían correr espantosamente por un turbio camino de luz celeste que mostraba los intentos de una luna saliente por brillar a través de la multitud de capas de cirrostratos. La voz de Juan Romero, que se encontraba en la litera superior, me despertó. Tenía la voz tensa y alterada a causa de una indeterminada expectativa que yo no lograba comprender.

      —¡Santo Dios!... ese sonido... ese sonido... ¡oiga usted!... ¿lo oye?... ¡Señor, ESE SONIDO!

      Presté atención, sin dejar de preguntarme a qué sonido podría referirse. El coyote, el perro, la tormenta, todo eso era audible. La tormenta ahora cobraba fuerza, mientras el viento aullaba más y más furiosamente. Por las ventanas del barracón se veían los relámpagos y, enumerando los sonidos escuchados, le pregunté al nervioso mejicano:

      —¡El coyote?... ¿el perro?... ¿el viento?

      Pero Romero no contestaba. Luego, muy asustado, comenzó a murmurar:

      —El ritmo, señor... el ritmo de la tierra... ¡ESA VIBRACIÓN BAJO LA TIERRA!

      En ese momento yo también lo escuché. Escuché el sonido y sin saber por qué me estremecí. Abajo, muy por debajo de nosotros había un sonido —más bien un ritmo, tal como dijera Romero— que, aunque era débil, se imponía a los sonidos del perro, del coyote y de la tormenta que arreciaba. Tratar de describirlo no tiene sentido, ya que es imposible de describir. De todas sus características, fue su profundidad lo que más me impresionó. Podría decirse que era como el latido de la maquinaria debajo de los grandes buques, tal como se siente cuando se está en cubierta, aunque este sonido no era tan mecánico, tan desprovisto de vida y de consciencia. Algunos fragmentos de un pasaje de Joseph Glanvill que Edgar Allan Poe ha citado con tremendo efecto, regresaron a mi memoria...

      “La amplitud y profundidad insondable de Su creación tienen una hondura mayor que la del pozo de Demócrito”.

      De pronto, Romero saltó de su litera, y se detuvo ante mí para observar el raro anillo que estaba en mi mano, el cual brillaba de manera muy extraña ante cada relámpago y luego observaba intensamente en dirección a la boca de la mina. Yo también me levanté y durante un rato estuvimos quietos, afinábamos el oído mientras el sorprendente ritmo parecía cobrar más y más vida. Entonces, aparentemente, como sin voluntad, comenzamos a dirigirnos hacia la puerta que se batía a causa del temporal, dando una reconfortante sensación de realidad tangible. El canto que brotaba de las profundidades de las que emergía el sonido, aumentaba su volumen y su definición, y nos sentimos irresistiblemente urgidos a salir hacia la tormenta y hacia la hueca negrura de la mina.

      Ningún ser viviente se cruzó en nuestro camino, ya que los hombres del turno nocturno habían sido liberados del trabajo y, sin duda, ahora se encontraban en el poblado de Dry Gulch, regando siniestros rumores al oído de los taberneros semidormidos. Sin embargo, en la caseta del vigilante, brillaba un pequeño cuadrado de luz amarilla igual que un ojo guardián. Al pasar me pregunté cómo habría afectado el rítmico sonido al vigilante, pero Romero tenía prisa y yo le seguí sin detenerme.

      Aquel sonido profundo se convirtió, definitivamente, en algo compuesto según entrábamos en el pozo. Yo estuve mucho tiempo en la India como bien saben, por lo que pensaba que era terriblemente parecido a una especie de ceremonia oriental, con sonar de tambores y cánticos de incontables voces. Romero y yo, sin vacilar, cruzábamos túneles y bajábamos escaleras, dirigiéndonos todo el tiempo hacia aquello que nos atraía aunque con cierta resistencia y presos de un cierto temor. En algún momento creí haber perdido la razón... fue cuando me di cuenta de que el camino estaba iluminado sin hacer uso de lámparas ni velas, entonces descubrí con asombro, que en mi dedo el viejo anillo resplandecía con una gran radiación, iluminando todo con su pálido brillo a través del aire húmedo y pesado en el que estábamos inmersos.

      Sin previo aviso, tras bajar por una de las abundantes y rústicas escaleras, Romero echó a correr dejándome solo. Una nueva y extraña nota en aquellos cánticos y redobles, la cual era muy sutilmente perceptible solo para mí, lo habían impulsado a hacerlo. Lanzando un grito salvaje, Juan entró en las tinieblas de la caverna totalmente a ciegas. Yo escuché que me gritaba repetidamente, delante de mí, mientras trastabillaba torpemente en los sitios nivelados y bajaba con cierta locura las desvencijadas escaleras. Me encontraba aterrado, sin embargo, aún poseía la suficiente cordura como para notar que su habla, cuando estaba articulada, no se parecía a nada que yo conociera. Duros e impresionantes polisílabos habían suplantado a la acostumbrada mezcla de mal español y peor inglés, y de ellos solo me resultaba algo familiar el “Huitzilopotchli”, frecuentemente repetido por Romero. Más tarde, pude ubicar la palabra entre los trabajos de un gran historiador y al establecer las asociaciones, me estremecí.

      Al llegar a la última caverna de aquel periplo, comenzó el complejo y breve final de aquella espantosa noche. De la oscuridad, que estaba inmediatamente frente a mí, surgió un último grito del mejicano, acompañado por un coro de terribles sonidos que yo no podría escuchar nuevamente y seguir con vida. Era como si en ese instante todos los terrores y monstruosidades ocultas de la tierra hubieran cobrado vida en un esfuerzo por aplastar a la humanidad. Al mismo tiempo, la luz de mi anillo se apagó y pude ver el resplandor de una nueva luz que se originaba en algún espacio inferior, aunque solo se hallaba a unos metros delante de mí. Había alcanzado el abismo que ahora brillaba rojizo, y que, evidentemente, había atrapado al infeliz Romero.

      Cautelosamente, me asomé al borde de aquel precipicio que ninguna sonda alcanzaba a medir y que ahora era un pandemónium de fuego y llamas que saltaban rugiendo espantosamente. Al principio, solo distinguí el turbulento hervidero de luminosidad, pero luego vi algunas sombras, todas muy, muy lejanas que comenzaron a dibujarse entre la confusión y pude ver... eso... ¿eso era Juan Romero?... ¡Pero, Dios mío! ¡no tengo valor para decir lo que vi! Un poder celestial vino en mi ayuda y ocultó las imágenes y los sonidos en una especie de explosión, como la que debe escucharse cuando dos planetas chocan en el espacio y la paz de la inconsciencia me fue otorgada cuando se desató el caos.

      No tengo idea de cómo continuar, ya que se sucedieron unas situaciones muy particulares, pero debo intentar llegar hasta el final sin tratar de diferenciar lo que fue real y lo que fue ilusión. Cuando desperté, estaba sano y salvo en mi barraca y el rojo resplandor del amanecer se divisaba desde la ventana. Más allá se encontraba sobre una mesa, el cuerpo sin vida de Juan Romero, rodeado por un grupo de hombres

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