Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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De inmediato, aunque las aldeas se hallaban a más de tres kilómetros de distancia, los aterrorizados campesinos relacionaron esta monstruosidad con la embrujada mansión Martense. La patrulla de la policía se mostró incrédula, incluyó la mansión en sus investigaciones solo por rutina y la descartó totalmente al encontrarla deshabitada. Sin embargo, los habitantes del campo y de los pueblos registraron el lugar con minuciosidad. Voltearon todo cuanto encontraron en la casa, exploraron los estanques y las fuentes, inspeccionaron los matorrales e hicieron una búsqueda por el bosque de los alrededores, pero todo fue inútil. La muerte no había dejado otra huella que la propia destrucción. Al segundo día de investigación, después de invadir la Montaña de las Tempestades de reporteros, los periódicos narraron el caso extensamente. Lo describieron con mucho detalle e incluyeron variadas entrevistas que confirmaban la historia de terror que describían las abuelas de la comarca. Al principio leí las crónicas sin mucho entusiasmo, ya que soy versado en esta clase de turbaciones, pero una semana después, distinguí ciertos detalles que extrañamente despertaron mi atención, de modo que el 5 de agosto de 1921 me anoté entre los reporteros que llenaban el hotel de Lefferts Corners, el pueblo más cercano a la Montaña de las Tempestades y reconocido cuartel general de los investigadores. Tres semanas más tarde, la deserción de los reporteros me dejaba en libertad para comenzar una exhaustiva indagación de acuerdo con las pesquisas y detalladas averiguaciones que había ido recogiendo mientras tanto.
Así, que esa noche de verano, mientras la tormenta tronaba distante, dejé el silencioso vehículo y emprendí la marcha con mis dos acompañantes armados. Recorrí el último tramo llenó de montículos hasta la Montaña de las Tempestades, apuntando la luz de la linterna eléctrica hacia las paredes grises y espectrales que empezaban a verse entre los gigantescos robles. En esta desagradable soledad nocturna, bajo la oscilante iluminación, el gran edificio cuadrado mostraba oscuras señales de terror que el día no llegaba a mostrar, sin embargo, no sentí la menor vacilación, ya que me empujaba una indetenible decisión de demostrar cierta teoría. Estaba convencido de que los truenos hacían emerger de algún lugar secreto al demonio de la muerte y yo iba dispuesto a verificar si dicho demonio era una entidad corpórea o una emanación etérea. Previamente, había examinado a fondo las ruinas, de modo que tenía bien diseñado mi plan: escogería como lugar de observación la antigua habitación de Jan Martense, cuyo crimen juega un papel importante en las fábulas rurales de la región. Percibía vagamente que el cuarto de esta antigua víctima era el lugar más adecuado para mis intenciones. La habitación, que mediría unos veinte metros de lado, tenía al igual que las otras habitaciones, despojos de lo que en otro momento había sido mobiliario. Estaba en el segundo piso, en el sector sudeste del edificio, tenía un grandísimo ventanal orientado hacia el este y una estrecha ventana que daba al mediodía, ambos vanos desprovistos de cristales y de contraventanas. En el lado contrario al ventanal había una formidable chimenea holandesa —con azulejos que mostraban alegorías al hijo pródigo— y frente a la ventana estrecha, pegada a la pared, una gran cama.
Mientras los atenuados truenos iban en aumento, dispuse los pormenores de mi plan. Primero amarré en el antepecho del ventanal, una junto a otra, tres escaleras de cuerda que había traído conmigo. Sabía que alcanzaban una distancia conveniente respecto al jardín ya que las había probado. Luego, entre los tres trajimos, arrastrando, el armazón de una cama de otra habitación y lo pusimos de lado contra la ventana. Pusimos arriba ramas de abeto y nos acomodamos para descansar con nuestras automáticas preparadas, dormitando dos mientras el tercero vigilaba. Así teníamos la huida asegurada, fuera cual fuese el lugar por donde apareciera el demonio. Si nos embestía desde el interior de la casa, estaban las escaleras del ventanal y si venía desde fuera, podíamos salir por la puerta y la escalera. De acuerdo con lo que sabíamos, no nos acosaría mucho tiempo en el peor de los casos.
Yo estaba vigilando de las doce a la una de la noche cuando, a pesar del ambiente fatídico de la casa, la ventana sin seguridad y los truenos y relámpagos cada vez más cercanos, me sentí dominado por una somnolencia invencible. Estaba entre mis dos compañeros, George Bennett se hallaba al lado de la ventana y William Tobey al lado de la chimenea. Bennett se había dormido, derrotado por la misma extraña somnolencia que sentía yo, de forma que destiné a Tobey para la siguiente guardia a pesar de que dormitaba. Era sorprendente la fijeza con la que yo observaba la chimenea. La progresiva tormenta debió influir en mis alucinaciones, pues en el corto instante que me dormí sufrí visiones apocalípticas. Una de las veces casi me desperté, seguramente porque el hombre que dormía al lado de la ventana había alargado su brazo sobre mi pecho. No me hallaba lo bastante despierto como para verificar si Tobey efectuaba su trabajo como centinela, aunque sentía un manifiesto malestar a este respecto. Nunca había experimentado una sensación tan claramente opresiva de la presencia del mal. Después, debí quedarme dormido de nuevo, porque mi mente salió de un caos fantasmal cuando la noche se volvió aterradora, inundada de alaridos que sobrepasaban todos mis delirios y experiencias anteriores.
En aquellos alaridos, el pánico y el sufrimiento humanos más profundos rasgaban loca y desesperadamente las puertas de ébano del olvido. Desperté para descubrirme ante la roja locura y la burla diabólica, mientras aquella angustia fóbica y cristalina vibraba y se alejaba cada vez más hacia lugares inconcebibles. No había luz, pero por el vacío que observé a mi derecha, comprendí que Tobey se había marchado, solo Dios sabía adónde. Sobre mi pecho, aún sentía el brazo del durmiente a mi izquierda. Luego se produjo otro relámpago y el rayo agitó la montaña entera, iluminó las criptas más tenebrosas de la antigua arboleda y desgarró al más anciano de los retorcidos árboles. Ante el destello demoníaco del rayo, el durmiente se levantó de repente y en ese momento la luz que entró por la ventana proyectó su sombra vívidamente contra la chimenea de la que yo no lograba apartar la vista ni un momento. No entiendo cómo me encuentro aún vivo y en mi sano juicio. No me lo puedo explicar, porque la sombra que vi en la chimenea no era la de George Bennett, tampoco de ninguna criatura humana, sino una maldiciente anormalidad de los más recónditos agujeros del infierno, una abominación innombrable y deforme que mi mente no llegó a registrar por completo y que no hay pluma que la pueda describir. Un instante después, me encontraba totalmente solo en la mansión maldita, temblando y balbuceando. George Bennett y William Tobey habían desaparecido sin dejar rastro ni siquiera de lucha. No volvió a saberse de ellos nunca más.
II. Un muerto en la tormenta
Después de aquella espantosa experiencia, en la mansión escondida en la espesura, tuve que guardar reposo en el hotel de Lefferts Corners, agotado de los nervios. No sé exactamente cómo me las ingenié para llegar hasta el coche, ponerlo en marcha y volver al pueblo en secreto. No tengo clara conciencia de nada, solo de unos árboles de ramas gigantescas, el sonido diabólico de los truenos y las pavorosas sombras entre los bajos montículos que señalaban y demarcaban la región. Mientras tiritaba y recapacitaba sobre lo que proyectaba aquella terrorífica sombra, entendí que finalmente había apreciado uno de los máximos horrores de la tierra, uno de esos males sin nombre de los vacíos exteriores cuyos endebles y satánicos zarpazos escuchamos a veces en el límite más lejano del espacio, contra los que la compasiva limitación de nuestra vista finita nos tiene piadosamente inmunizados. No me atrevía a considerar o identificar la sombra que había