Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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ladrado o sonreído entre dientes... al menos eso habría disminuido mi abismal terror. Pero se mantuvo en silencio. Había dejado reposar un brazo —un miembro en todo caso— fatigosamente sobre mi pecho... Por supuesto, un ser vivo o lo había sido... Jan Martense, cuya habitación yo había invadido, estaba sepultado cerca de la mansión... Debía hallar a Bennett y a Tobey, si aún vivían... ¿Por qué se los llevó a ellos y me dejó a mí?... El adormecimiento es invencible y los sueños son aterradores...

      Al poco tiempo, vislumbré que debía confesarle a alguien mi historia, de lo contrario, me hundiría completamente. Ya había decidido no dejar la búsqueda del horror oculto, porque en mi alocada ignorancia, me parecía que esa duda era peor que poseer el conocimiento por terrible que este pudiera ser. Así que decidí, dentro de mí, qué camino seguir, a quién escoger para hacer cómplice de mis testimonios y cómo descubrir qué cosa había exterminado a los dos hombres y había proyectado su sombra aterradora. Principalmente, a quienes yo conocía en Lefferts Corners era a los periodistas, algunos de los cuales aún seguían investigando las últimas resonancias de la tragedia. Decidí elegir a uno de ellos como compañero y cuanto más lo analizaba, más inclinado me sentía por un tal Arthur Munroe, un personaje delgado y moreno de unos treinta y cinco años, cuya formación, gustos, inteligencia y conducta parecían diferenciarle como una persona que no se ataba a ideas y experimentos convencionales.

      Una tarde de principios de septiembre, Arthur Munroe oyó mi historia. Desde el inicio se mostró interesado y receptivo, y cuando terminé, analizó y enfocó el asunto con gran agudeza y juicio. Su consejo fue, además, especialmente práctico, ya que sugirió que demorásemos nuestra visita a la mansión Martense hasta haber obtenido mayor cantidad de datos históricos y geográficos. A sugerencia suya, fuimos en busca de información sobre la temible familia Martense y descubrimos a un hombre que poseía un ancestral diario magníficamente ilustrado. También, hablamos largamente con aquellos mestizos de la montaña que, a pesar del terror y la confusión, no habían escapado a laderas más lejanas y convenimos realizar antes de nuestra empresa final, un registro completo y definitivo de los sitios relacionados con las distintas tragedias de las leyendas de los colonos.

      Los resultados de esta investigación no fueron al principio muy alentadores, aunque una vez clasificados, parecieron mostrar un dato bastante significativo, a saber, que el número de tragedias registradas era mucho más elevado en las zonas relativamente cercanas a la casa o se conectaban con ella mediante líneas de matorrales anormalmente desarrollados. Ciertamente había excepciones, en efecto, el horror que había llegado a oídos del mundo había ocurrido en un lugar despejado, igualmente distante de la mansión y de cualquier bosque vecino a ella. En cuanto a la naturaleza y apariencia del horror oculto, nada pudimos lograr de los asustados y estúpidos habitantes de las chozas. Lo mismo decían que era una serpiente como que era un gigante, un demonio de los truenos, un murciélago, un buitre, o un árbol que caminaba. Nos pareció racional suponer, sin embargo, que se trataba de un ser vivo considerablemente sensible a las tormentas eléctricas y aunque muchas de las historias hablaban de alas, concluimos que su desprecio hacia los espacios abiertos hacía más factible que estuviese dotado de locomoción terrestre. Lo único realmente incompatible con esta hipótesis era la velocidad a la que tal criatura debía moverse para cometer todas las fechorías que se le imputaban.

      Al tratarlos más, descubrimos que los colonos eran excepcionalmente amables en muchos aspectos. Eran simples animales que bajaban poco a poco en la escala de la evolución debido a su desdichada ascendencia y a su embrutecedor aislamiento. Temían a los forasteros, pero poco a poco se fueron habituando a nosotros y al final nos ayudaron muchísimo cuando, en nuestra búsqueda del horror oculto, cortamos todos los grupos de árboles y derrumbamos todos los tabiques de la mansión. Cuando les pedimos que nos ayudasen a buscar a Bennett y a Tobey, se mostraron francamente afligidos, porque si bien querían ayudarnos, estaban seguros de que ambas víctimas habían desaparecido de este mundo tan completamente como las personas que ellos habían perdido. Por supuesto, sabíamos perfectamente que habían muerto o desaparecido gran cantidad de estas personas, así como que los animales salvajes habían sido aniquilados hacía mucho tiempo y temíamos que sucedieran nuevas tragedias. A mediados de octubre nos encontrábamos turbados debido a nuestra falta de progreso. Como las noches eran tranquilas, no se producían agresiones demoníacas de ningún género y la total carencia de resultados en el registro de la casa y en el campo casi nos hacía atribuirle al horror oculto una naturaleza inmaterial. Temíamos que llegara el tiempo frío y obstaculizara nuestras investigaciones, ya que todos coincidían en que, generalmente, el demonio permanecía sereno durante el invierno. El asunto es que nos oprimía una especie de desesperada prisa en la última indagación diurna de una aldea visitada por el horror. Aldea que ahora estaba abandonada, a causa del miedo de los colonos.

      La triste aldea ni siquiera tenía nombre y estaba situada en un barranco protegido, aunque sin árboles, entre dos colinas llamadas respectivamente Cone Mountain y Maple Hill. Se encontraba más cerca de Maple Hill que de Cone Mountain, y algunas de las torpes viviendas eran simples cuevas talladas en la falda de la primera de las elevaciones. Geográficamente, se encontraba a unos dos kilómetros al noroeste de la Montaña de las Tempestades, y a tres de la mansión rodeada de robles. El espacio entre la aldea y la mansión, unos dos kilómetros y cuarto desde el borde de la aldea, era enteramente campo abierto y consistía en una llanura casi horizontal, salvo algunos montículos de escasa elevación y aspecto sinuoso y cuya vegetación la constituía casi exclusivamente monte y unos cuantos matorrales muy dispersos. Tras estudiar la topografía de este lugar, concluimos finalmente que el demonio debió llegar por Cone Mountain, cuya prolongación hacia el sur, cubierta de bosque, llegaba a poca distancia de la ramificación más occidental de la Montaña de las Tempestades. Atribuimos de forma concluyente la elevación del terreno a un corrimiento de tierra desde Maple Hill, en cuya pendiente destacaba un árbol fuerte y solitario, rasgado por el rayo que había hecho surgir al demonio.

      Después de repasar escrupulosamente por vigésima vez, o más, cada pulgada del desolado pueblo, experimentamos un desánimo unido a nuevos e indefinidos temores. Resultaba muy extraño, aun cuando lo extraño y lo espantoso eran cosas corrientes, encontrarnos con un escenario tan totalmente carente de huellas después de tan espeluznantes sucesos y caminábamos bajo un cielo cada vez más oscuro y grisáceo, con ese ardor trágico y sin rumbo que es consecuencia de un sentimiento de futilidad y, a la vez, la necesidad de hacer algo. Marchábamos atentos a los más pequeños detalles, entramos de nuevo en cada una de las casas, examinamos otra vez las cuevas, exploramos el pie de las laderas adyacentes, entre los arbustos, buscamos madrigueras y cuevas, pero sin resultado. Sin embargo, como digo, sentíamos alrededor nuestro un temor impreciso y absolutamente nuevo, como si unos grifos gigantescos y alados nos vieran desde los abismos transcósmicos. A medida que avanzaba la tarde, se hacía más difícil diferenciar los objetos y escuchamos el murmullo de una tormenta que se estaba formando sobre la Montaña de las Tempestades. Naturalmente ese murmullo, producido en ese lugar, nos animó, pero no tanto como si hubiese sido de noche, y con esta esperanza renunciamos a la búsqueda sin rumbo y nos orientamos hacia la aldea habitada más cercana, a fin de congregar un grupo de colonos para que nos ayudasen con nuestros registros. Aunque tímidamente, algunos de los más jóvenes se sintieron suficientemente motivados por nuestra protectora orientación como para ofrecernos su ayuda.

      Pero no habíamos hecho más que dar media vuelta, cuando empezó a caer una lluvia tan fuerte y torrencial, que no tuvimos más remedio que buscar refugio. La extraña y casi nocturna oscuridad del cielo nos hacía caer continuamente, pero iluminados por los frecuentes relámpagos y nuestro preciso conocimiento de la aldea llegamos en seguida a la última choza del lugar: una híbrida combinación de troncos y tablas llena de goteras, cuya puerta y ventanilla abrían hacia Maple Hill. Aseguramos la puerta contra la furia del viento y de la lluvia y colocamos el tosco postigo de la ventana que nuestros frecuentes registros nos habían enseñado dónde encontrar. Resultaba sombrío estar sentados allí sobre unos cajones estropeados en la más imperiosa oscuridad, pero encendimos nuestras pipas y nos iluminamos a veces con las linternas de bolsillo que transportábamos. De vez en cuando, distinguíamos los relámpagos a través de las grietas

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