Tres modelos contemporáneos de agencia humana. Leticia Elena Naranjo Gálvez
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De este modo, se toma en consideración lo que puede hacer un observador que simplemente ‘ve’ que en determinadas situaciones de elección el individuo A suele simpatizar más con el resultado o el estado de cosas X que con el resultado o estado de cosas Y. Es decir, el observador puede concluir, a partir de la conducta desplegada por A, que A manifiesta una cierta preferencia por X antes que por Y. Ahora bien, ¿cómo medir qué tanto es que A prefiere X a Y, y cómo dar cuenta de dicha preferencia y de su relación con las demás preferencias de A? Aquí habría que hacer uso de otro supuesto: dicha medida vendría dada por el mayor peso que tendría para A su deseo de X si se lo compara con el peso que tiene su deseo de Y. Pero esto último, si se tiene en cuenta lo dicho respecto a la asepsia valorativa y metafísica, también envolvería dificultades, puesto que un término como ‘deseo’, o expresiones parecidas, que podrían ser utilizadas para designar aquello que explicaría que A suele preferir X a Y, expresiones tales como ‘atracción’, ‘necesidad’, ‘inclinación’, no designarían objetos directamente observables. Si antes se ha dicho que habría que deducir las preferencias de los agentes a partir de su conducta observable de elección, entonces ahora, de acuerdo con lo anterior, habría que también ‘deducir’, sin incurrir en falta de rigor, una cuantificación adecuada o una expresión cuantitativa o numérica adecuada del ‘mayor peso’ o la mayor ‘fuerza’ que tienen unos deseos de A, comparada con el peso o la fuerza que tienen otros de sus deseos.
Dicha cuantificación se hace necesaria si se va a efectuar algún tipo de cálculo o se intenta llegar a alguna forma de predicción. De modo que habría que ofrecer una expresión numérica o una cuantificación, a pesar, repito, de la dificultad que entraña el hecho de que tal fuerza/peso tampoco es directamente observable ni, por lo tanto, mensurable. Por tal razón, se requiere de nuevo alguna salida indirecta que, para el caso de la medición de ese peso/fuerza, implique dar cuenta no directamente de tal magnitud, sino de lo que pueda observarse y pueda atribuírsele como su efecto en la conducta observable de elección. La solución será acudir a una medida estadística: aquella que vendría proporcionada por la mayor probabilidad de que en aquellas situaciones en las cuales A pueda elegir entre X y Y, elija la primera antes que la segunda opción. Dicha medida probabilística/estadística es designada, precisamente, mediante un término clave: ‘utilidad’. Este vocablo tendría la ventaja de que, amén de que nos evita caer en los problemas presentados por expresiones tales como ‘deseo’, también podría designar la medida de aquello que intenta maximizar un agente racional con sus elecciones, las cuales, como se ha dicho, serían la expresión de sus preferencias. En conclusión, A es considerado un agente ‘racional’ en tanto que busca maximizar su utilidad, lo cual significa que en situaciones en las que se le presente la oportunidad de escoger entre X y Y, sabremos que efectivamente ocurre que A prefiere X a Y porque en dichas circunstancias el resultado más probable es que A termine por elegir X a Y. Las elecciones de A son racionales si se corresponden con sus preferencias, es decir, si A elige buscando maximizar su utilidad esperada. Esto puede ser deducido por el observador si este advierte cierta coherencia en la conducta de elección de A. Así, un individuo es considerado ‘racional’ en tanto que a sus elecciones se las puede calificar de coherentes, deduciéndose de ellas un sistema —también consistente— de preferencias y, por lo tanto, si puede afirmarse, en vista de su conducta recurrente de elección, que el agente busca satisfacer sus preferencias, i. e., maximizar su utilidad esperada. En otros términos, racionalidad es, justamente, maximización de utilidad.
Hasta acá, Gauthier suscribe estas nociones básicas de la teoría de la elección racional, aunque, como veremos, también se propone introducirle algunos cambios. Pero antes de continuar, en este punto me atrevo a señalar la coherencia que puede apreciarse entre la versión que hace nuestro autor de aquellos aspectos en los que dice coincidir con la teoría de la decisión y lo que anteriormente se comentó con respecto a cierto sesgo reduccionista en la propuesta de Gauthier, sesgo que en este aparte se vería reflejado en la asepsia metafísica y la neutralidad valorativa de los supuestos que el filósofo canadiense comparte con ciertas versiones de la teoría de elección racional. Creo que en Gauthier la aplicación de estos supuestos cuando se busca dar cuenta de los criterios para la racionalidad/irracionalidad de las decisiones y acciones humanas se traduce en un conductismo de fondo,24 desde el que se evita apelar a referentes que vayan más allá de la mera conducta observable de elección, referentes que tal vez permitirían hacer menos opacas nociones tales como ‘preferencia’ y ‘racionalidad’. De hecho, pienso que este conductismo de fondo puede verse en la utilización que hace nuestro autor tanto del concepto de preferencia revelada como, en general, del esquema y los supuestos que le atribuye a la teoría de la elección racional. En todo lo cual cabría advertir otro de los parentescos reduccionistas del filósofo canadiense que nos lleva a recordar la crítica que Brandom y Ripstein hacen de la propuesta de Gauthier. En breve se verá cómo dicho parentesco se puede apreciar también —e incluso a pesar suyo— en la centralidad que sigue teniendo, en el discurso del canadiense, la noción de preferencia tal y como la hereda de la teoría de la elección racional.
No obstante lo anterior, en algunos aspectos nuestro autor expresamente dice que intentará distanciarse de ciertos aspectos de dicha teoría, concretamente del hecho de que en ella puede acusarse la ausencia de un elemento normativo que vaya más allá de la mera consistencia lógica de los sistemas de preferencias. Gauthier considera que dicho elemento se hace necesario si se quiere dar cuenta de qué es lo que permite que tales sistemas sean evaluados como racionales/irracionales, en lo cual creo que no le falta razón. Empero, igualmente pienso que esta ausencia de lo normativo no debería sorprender, dado que, como ya se habrá hecho patente con lo dicho en lo que va de este aparte, los referentes normativos desaparecen si se iguala elección a conducta racional, y conducta racional a manifestación de preferencias. Si cualquier conducta de elección del agente A resulta siempre explicable —y sin necesidad de acudir a una complicada teoría de la mente— como la expresión de las preferencias de A, esto es, como la maximización de su utilidad esperada, entonces, para hacer un juicio evaluativo que busque establecer qué tan ‘racionales’ son la conducta de elección o las preferencias de A, bastaría simplemente con un único criterio normativo, y bastante débil, que permitiera evaluarlas en este sentido: la consistencia lógica del sistema de preferencias de A. Es importante señalar que aquí se habla de sistema, pues, como veremos, Gauthier también advierte que no se puede/debe evaluar la racionalidad de una preferencia considerada aisladamente. Así, cualquier conducta de elección y cualquier sistema de preferencias pueden ser considerados ‘racionales’ solo a condición de ser consistentes,25 y ninguna preferencia admitiría ser vista como racional ni como irracional de suyo sin que previamente se hayan examinado sus relaciones con el sistema de preferencias al que pertenece.