Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу Susurros subterráneos - Ben Aaronovitch страница 3
—¿Qué le ha pasado al Jaguar? —preguntó Abigail cuando le abrí la puerta de atrás.
Mi jefe tenía un Jaguar Mark 2 auténtico, con un motor en línea de 3,8 litros que había pasado a formar parte del folclore urbano porque, en una ocasión, lo dejé aparcado en la urbanización. Incluso los millennials consideraban que un Jaguar antiguo como ese molaba. Desgraciadamente, el Focus ST naranja fosforito que conducía ahora mismo solo era otro Ford Asbo del montón.
—Le han prohibido usarlo hasta que se saque el curso de conducción avanzada —dijo Lesley.
—¿Eso ha sido porque tiraste una ambulancia al río? —preguntó Abigail.
—No la tiré al río —la corregí. Saqué el Asbo a Leighton Road y volví al tema del fantasma—. ¿En qué parte del colegio está esa cosa?
—No está en el colegio —dijo—. Está debajo, donde las vías de tren. Y es un chico, no una cosa.
El colegio del que hablaba era el instituto público Acland Burghley, donde incontables generaciones del vecindario de Peckwater Estate habían estudiado, yo y Abigail incluidos. O, como Nightingale insiste en que debería ser, Abigail y yo. He dicho «incontables», pero en realidad se había construido a finales de los sesenta, de manera que no pudieron haber sido más de cuatro generaciones como mucho.
La mayor parte del edificio estaba asentada sobre Dartmouth Park Hill y no cabía duda de que lo había diseñado un auténtico admirador de Albert Speer, sobre todo de su último trabajo: las monumentales fortificaciones del Muro Atlántico. El instituto, con sus tres torres y sus anchos muros de hormigón, podría haber dominado sin problema el cruce estratégico de cinco calles de Tufnell Park y haber evitado que cualquier columna de voluntarios de la infantería ligera de Islington avanzara por la calle principal.
Encontré un hueco para aparcar en Ingestre Road, donde terminan los terrenos del instituto, y nos dirigimos hacia la pasarela que cruza las vías por detrás del colegio.
Había dos grupos de vías dobles, las del lado sur descendían por una zanja al menos dos metros por debajo de las del norte. Esto significaba que la vieja pasarela tenía dos escaleras independientes con escalones resbaladizos y que había que atravesarlos antes de que pudiéramos mirar por la valla.
El patio del colegio y el gimnasio se habían construido sobre una base de hormigón que tendía un puente sobre los dos grupos de vías. Vistos desde la pasarela, y aunque mantenían el diseño general, tenían un aspecto casi idéntico a la entrada de un par de búnkeres para submarinos.
—Ahí abajo —dijo Abigail, y señaló hacia el túnel de la izquierda.
—¿Has bajado a las vías? —preguntó Lesley.
—Tuve cuidado —le respondió Abigail.
A Lesley le hizo tan poca gracia como a mí. Las vías de tren eran letales. Sesenta personas al año saltaban a las vías y morían; la única ventaja es que, cuando esto ocurre, sus cuerpos pasan a ser propiedad de la Policía Británica de Transporte y no son mi problema.
Antes de hacer algo realmente estúpido como caminar por las vías del tren, un agente de policía bien entrenado debe hacer una evaluación de los riesgos. El procedimiento correcto habría sido llamar a la PBT para que enviaran a un equipo de búsqueda cualificado que pudiera, con suerte, interrumpir el tráfico de la línea como una precaución extra para que Abigail y yo pudiéramos ir a buscar al fantasma. El inconveniente de no llamarlos sería que, si le pasara algo a Abigail, supondría sin duda el final de mi carrera y, dado que su padre era un patriarca del oeste africano chapado a la antigua, también de mi vida.
El lado negativo de llamarlos sería tener que explicarles lo que andaba buscando y que se rieran de mí. Como cualquier joven desde los albores del tiempo, decidí arriesgarme a la muerte antes que a una posible humillación.
Lesley dijo que al menos deberíamos mirar los horarios.
—Es domingo —dijo Abigail—. Se tirarán todo el día haciendo trabajos de mantenimiento.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lesley.
—Porque lo he mirado —dijo Abigail—. ¿Por qué se te cayó la cara?
—Porque abrí demasiado la boca —respondió Lesley.
—¿Cómo llegamos ahí abajo? —pregunté rápidamente.
Había viviendas de protección oficial construidas en los terrenos baratos del ferrocarril que había a ambos lados de las vías. Detrás del bloque de pisos de los años cincuenta situado en el lado oriental había una parcela de césped empapado rodeada de arbustos y, detrás de estos, una valla metálica. Un túnel estrecho atravesaba los arbustos y conducía hasta un agujero en la valla y hacia las vías que había a lo lejos.
Nos agachamos y lo atravesamos detrás de Abigail. Lesley soltó una risita cuando un par de ramas húmedas me golpearon en la cara. Se detuvo para fijarse en el agujero de la valla.
—No lo han cortado —dijo—. Parece desgastado y rasgado…, quizá lo hicieron los zorros.
Había bolsas mojadas de patatas fritas esparcidas por el suelo y latas de Coca-Cola arrastradas contra la verja; Lesley las apartó con la punta del zapato.
—Los drogadictos todavía no han descubierto este lugar —dedujo—. No hay agujas. —Miró a Abigail—. ¿Cómo sabías que esto estaba aquí?
—Se puede ver el hueco desde la pasarela.
Manteniéndonos lo más alejados de las vías que nos fue posible, nos dirigimos bajo la pasarela y nos encaminamos hacia la boca de hormigón del túnel que había debajo del colegio. Los grafitis cubrían las paredes hasta la altura de la cabeza. Unos simples garabatos escritos con cualquier cosa, que incluían desde firmas a esvásticas que difícilmente habrían impresionado al almirante Dönitz, cubrían unas letras redondas de colores primarios difuminados pintadas con mucho más esmero.
El techo nos mantenía protegidos de la llovizna y todo el lugar olía a meados, aunque el olor era demasiado punzante para que fuera humano; «de zorro», pensé. El techo liso, los muros de hormigón y el espacio diáfano que ocupaba te hacían sentir que estabas en un almacén abandonado más que en un túnel.
—¿Dónde estaba? —pregunté.
—En el centro, donde está oscuro —dijo Abigail.
«Cómo no», pensé.
Para empezar, Lesley le preguntó a Abigail en qué estaba pensando al bajar allí.
—Quería ver el Expreso de Hogwarts —respondió.
«No el de verdad —aclaró Abigail con rapidez—. Porque es un tren inventado, ¿no?». Así que, obviamente, no era el auténtico Expreso de Hogwarts. Pero su amiga Kara, que vivía en un piso