Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch
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—No lo creo —dije—. Porque eso sería electroquímico, y seguiría estando relacionada con alguna clase de manifestación física si tuviera que salir de tu cabeza.
Así que atribuyámoslo al polvo de hadas o al entrelazamiento cuántico, que es lo mismo que el polvo de hadas solo que contiene la palabra «cuántico».
—¿Vamos a hablar con este tío o no? —preguntó Lesley—. Porque, de lo contrario, apagaré esto. —La luz mágica osciló sobre la palma de su mano.
—Eh, Macky —lo llamé—. Me gustaría hablar contigo.
Macky había vuelto con su arte; estaba terminando de sombrear la última A de «CADA».
—Estoy ocupado —dijo—. Estoy haciendo del mundo un lugar mejor.
—¿Y cómo piensas conseguirlo? —pregunté.
Macky dejó la «A» a su gusto y se alejó unos pasos para admirar su obra. Todos habíamos tenido el máximo cuidado posible en mantenernos alejados de las vías, pero o Macky se estaba arriesgando o, lo que era más probable, se le había olvidado. Vi que Abigail pronunciaba «Oh, mierda» con los labios al darse cuenta de lo que iba a pasar.
—Porque sí —dijo Macky, y entonces lo golpeó el tren fantasma.
Pasó por delante de nosotros, invisible y silencioso salvo por la ráfaga de calor y el olor a diésel. Macky salió volando de la vía y aterrizó en un pliegue justo debajo de la U de «BUENO». Se escuchó un gorjeo y su pierna sufrió un par de espasmos antes de quedarse prácticamente inmóvil. Entonces se desvaneció y, con él, su grafiti.
—¿Puedo dejarlo ya? —preguntó Lesley. La luz mágica seguía siendo tenue; Macky continuaba absorbiendo su poder.
—Aguanta un poco más —dije.
Escuché un traqueteo leve y, al mirar hacia la boca del túnel, distinguí una figura borrosa y transparente que empezaba a dibujar el contorno de una S redonda con espray.
«Cíclico —anoté en mi libreta—, repetitivo…, ¿insensible?».
Le dije a Lesley que podía apagar la luz mágica y Macky desapareció. Abigail, que se había espachurrado precavidamente contra la pared del túnel, nos observó mientras Lesley y yo hacíamos una rápida búsqueda a lo largo de la franja de tierra que había junto a la vía. Hacia la entrada, a mitad de camino, recogí los restos rotos y polvorientos de las gafas de Macky de entre la arena y el balasto. Las sostuve en mi mano y cerré los ojos. En lo referente a los vestigia, el metal y el vidrio son impredecibles, pero sentí vagamente un par de compases de un solo de guitarra de rock.
Tomé nota de lo de las gafas —una prueba física de la existencia del fantasma— y pensé en si debería llevármelas a casa. ¿Tendría algún efecto en el fantasma que me llevara algo tan esencial de su paradero? Y si al llevármelas hería o destruía al fantasma, ¿importaba? ¿Era un fantasma una persona?
No me he leído ni un diez por ciento de los libros de fantasmas de la biblioteca mundana. De hecho, había leído sobre todo los libros de texto que Nightingale me había mandado y cosas como Wolfe y Polidori, con los que me había topado durante una investigación. Por lo que he leído, está claro que las posturas con respecto a los fantasmas entre los magos oficiales habían cambiado a lo largo del tiempo.
Sir Isaac Newton, fundador de la magia moderna, parecía considerarlos una molesta distracción que enturbiaba la belleza de su precioso y limpio universo. Hubo una corriente durante el siglo xvii que los clasificaba como si se tratara de plantas o animales y, durante la Ilustración, hubo muchas discusiones serias sobre el libre albedrío. Los victorianos se dividían claramente entre los que consideraban que los fantasmas eran almas a las que había que salvar y los que pensaban que era una forma de corrupción espiritual… a la que había que exorcizar. En la década de los treinta, cuando la relatividad y la teoría cuántica aparecieron para perturbar el antiguo tapizado de cuero de La Locura, las conjeturas se volvieron emocionantes y se consideró que los pobres espíritus de los difuntos eran los sujetos más oportunos para el estudio de toda clase de experimentos mágicos. El consenso fue que no eran más que grabaciones de gramófono de vidas pasadas y que, por tanto, tenían el mismo estatus ético que las moscas de fruta en un laboratorio genético.
Le había preguntado a Nightingale por esto, ya que él había estado allí, pero no había pasado mucho tiempo en La Locura durante esos días. «Estuve de un lado para otro, recorriendo el Imperio y ultramar», había dicho. Le pregunté qué había estado haciendo.
—Recuerdo haber escrito un montón de informes, pero ¿con qué propósito? Nunca estuve completamente seguro.
Yo no creía que fueran «almas», pero, hasta que supiera lo que eran, decidí equivocarme y eligir el lado del comportamiento ético. Cavé un surco poco profundo en el balasto, justo donde Abigail había dibujado la marca, y enterré las gafas. Anoté la hora y el sitio para pasarlos a los ficheros cuando volviera a La Locura. Lesley apuntó la localización del agujero en la valla, pero fui yo el que tuvo que llamar a la PBT, puesto que ella, legalmente, aún estaba de baja.
Le compramos a Abigail un Twix y una Coca-Cola y le hicimos prometer que se mantendría alejada de las vías del tren, pasara o no el Expreso de Hogwarts. Esperaba que la desaparición fantasmal de Macky fuera suficiente por sí sola para que no se acercara. Después la dejamos en la urbanización y volvimos a Russell Square.
—Ese abrigo era demasiado pequeño para ella —dijo Lesley—. ¿Y qué clase de adolescente va en busca de trenes de vapor?
—¿Crees que tiene problemas en casa? —pregunté.
Lesley metió a la fuerza el dedo índice por debajo del borde de su máscara y se rascó.
—Esta mierda no es hipoalergénica —dijo.
—Puedes quitártela —contesté—. Ya casi hemos llegado.
—Creo que deberías dejar constancia de tus preocupaciones en los servicios sociales —dijo Lesley.
—¿Ya has tomado nota de los minutos que llevas?
—Solo porque conozcas a su familia —empezó Lesley—, no significa que le estés haciendo un favor a la chica por ignorar el problema.
—Hablaré con mi madre —dije—. ¿Cuántos minutos?
—Cinco —dijo.
—Más bien diez.
Se supone que Lesley no puede hacer magia durante mucho tiempo al día. Era una de las condiciones impuestas por el doctor Walid cuando dio su autorización para que empezara como aprendiz. Además, tiene que anotar la magia que hace y, una vez a la semana, tiene que estar yendo y viniendo del Hospital Universitario para meter la cabeza en un escáner de resonancias magnéticas y que el doctor Walid le eche un vistazo a su cerebro en busca de las lesiones que muestran señales prematuras de una degradación hipertaumatúrgica. El precio que hay que pagar por utilizar demasiado la magia es un infarto masivo, si tienes suerte, o un fatídico aneurisma cerebral, si no la tienes. El hecho de que, antes de la llegada de las resonancias magnéticas, la primera señal de alarma de un uso excesivo fuera morirse de repente es una de las muchas razones por las que la magia no ha llegado nunca a considerarse un pasatiempo.
—Cinco