Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Susurros subterráneos - Ben Aaronovitch страница 7
Esa fue la razón por la que, cuando vi el mar de luces azules a las afueras de la estación de metro de Baker Street, me sentí casi como si volviera a casa. Elevándose por encima de las luces se encontraba la estatua de tres metros de Sherlock Holmes, con su gorro de cazador y su pipa de hachís incluida, para supervisar nuestro trabajo policial y asegurarse de que alcanzaba los mayores estándares ficticios. Las verjas estaban abiertas hacia dentro y un par de agentes de la Policía Británica de Transporte se acurrucaban en el interior, como si se estuvieran escondiendo de la mirada austera de Sherlock, aunque era más probable que fuera porque hacía mucho frío. Apenas se fijaron en mis credenciales, me hicieron señas con las manos para que pasara, partiendo del hecho de que nadie, salvo un agente de policía, sería tan idiota como para estar en la calle tan temprano.
Bajé las escaleras hasta el vestíbulo principal, donde todos los tornos automáticos estaban abiertos en la posición de emergencia. Un grupo de gente con chaquetas reflectantes y botas pesadas deambulaba mientras bebía café, hablaba y jugaba en sus teléfonos. No cabía duda de que las labores de mantenimiento de aquella noche no se estaban llevando a cabo…; podéis esperar retrasos en la línea.
Baker Street abrió en 1863, pero la mayor parte de la estación está modernizada con azulejos color crema y paneles de madera y hierro forjado de los años veinte cubiertos con capas de cables, cajas de conexión, altavoces y cámaras de vigilancia.
No es tan difícil encontrar los cuerpos en un delito grave, ni siquiera en una escena del crimen tan complicada como lo es una estación de metro; solo tienes que buscar la mayor concentración de trajes Noddy* y tomar esa dirección. Cuando llegué al andén 3, parecía que en el extremo hubiera un brote de ántrax. Debía tratarse de un crimen, porque un suicidio o una de las cinco a diez personas que consiguen matarse accidentalmente al año en el metro no habrían llamado tanto la atención.
El andén 3 estaba construido con el viejo sistema de «trincheras cubiertas», en el que se ponía a unos dos mil peones de obra a cavar una puta zanja enorme, después se colocaba una vía de tren en la base y se volvía a cubrir todo. Por aquel entonces pasaban trenes de vapor, de manera que la mitad de la estación estaba al aire libre para que el vapor saliera y las inclemencias climáticas entraran.
Acercarse a una escena del crimen es como meterse en una discoteca: por lo que respecta al segurata, si no estás en la lista, no entras. En este caso, la lista era el registro de la escena del crimen, y el segurata era un agente de la Policía Británica de Transporte con un aspecto muy severo. Le dije mi nombre y mi rango y miró por encima de mí, hacia donde una mujer baja y fornida con un desafortunado corte de pelo a lo cepillo nos fulminaba con la mirada desde el fondo del andén. Era la recién nombrada inspectora Miriam Stephanopoulos y ese era, me di cuenta, su primer trabajo oficial como inspectora. Ya habíamos trabajado juntos antes, lo que puede que fuera la razón por la que dudó antes de hacerle un gesto con la cabeza al agente. Esa es la otra forma de acceder a una escena del crimen: si conoces a los que están al mando.
Firmé en el libro de registro y me agencié un traje Noddy que había sobre una silla plegable. Cuando me lo puse, me dirigí hacia donde estaba Stephanopoulos, que supervisaba al agente encargado de las pruebas mientras este supervisaba a su vez al equipo forense que pululaba por el extremo del andén.
—Buenos días, jefa —dije—. ¿Me llamó usted?
—Peter —dijo. Por Scotland Yard se rumorea que tiene una colección de testículos humanos en un tarro junto a la cama, recuerdos cortesía de los hombres lo bastante insensatos como para expresar una opinión cómica sobre su orientación sexual. Eso sí, también he oído que tiene una casa enorme pasada la carretera de North Circular donde su compañera y ella crían pollos, pero nunca me he atrevido a preguntárselo.
El tipo que estaba muerto al final del andén 3 había sido guapo en algún momento, pero ya no lo era. Estaba tumbado de costado, la cara le descansaba sobre el brazo extendido hacia fuera, tenía la espalda medio encorvada y las piernas dobladas por las rodillas. No estaba exactamente en lo que los patólogos llaman una posición pugilística, sino más bien en la posición de recuperación que me habían enseñado en primeros auxilios.
—¿Lo han movido? —pregunté.
—El jefe de la estación lo encontró así —dijo Stephanopoulos.
Llevaba puestos unos vaqueros desteñidos y una chaqueta de vestir azul marino sobre un jersey de cuello cisne negro de cachemir. La chaqueta estaba hecha con tela de buena calidad y estaba muy bien cortada, sin duda, hecha a medida. Sin embargo, lo extraño era que calzaba unas Doctor Martens, el modelo clásico 1460, es decir, botas de trabajo, no zapatos. Estaban manchadas de barro desde las suelas al tercer ojal. La piel por encima de la línea de barro era mate, flexible, sin dar de sí; prácticamente estaban nuevas.
Era blanco, tenía el rostro pálido, la nariz recta, la barbilla prominente. Como he dicho, probablemente había sido guapo. Tenía el pelo rubio y llevaba un flequillo emo y lacio que le cruzaba la frente. Tenía los ojos cerrados.
Stephanopoulos y su equipo ya habrían tomado nota de todos estos detalles. Incluso mientras me agachaba junto al cuerpo, media docena de técnicos forenses esperaban para coger muestras de cualquier cosa que no se hubiera precisado ya rigurosamente y, detrás de ellos, había otro grupo de técnicos con herramientas de cortar para recoger todo lo que hubiera. Mi trabajo era algo diferente.
Me puse una mascarilla y unas gafas protectoras, acerqué el rostro lo máximo que pude al cuerpo sin tocarlo y cerré los ojos. Los cuerpos humanos retienen los vestigia bastante mal, pero la magia que es lo suficientemente potente para matar a alguien de forma directa, si eso es lo que pasó, tiene la fuerza suficiente para dejar un rastro. Solo con hacer uso de mis sentidos normales, detecté sangre, polvo y un olor a orina que sin duda alguna esta vez no se debía a los zorros.
Hasta donde podía asegurar, los vestigia no estaban asociados con el cuerpo. Me alejé y me giré para mirar a Stephanopoulos. Frunció el ceño.
—¿Por qué me ha hecho venir? —pregunté.
—Hay algo extraño en este caso —dijo—. Pensé que sería mejor que vinieras a echar un vistazo ahora que tener que llamarte luego.
Como, por ejemplo, después de desayunar, cuando me hubiera despertado… Me callé. Eso no se dice. No cuando tener que salir a cualquier hora es prácticamente la definición del trabajo de un agente de policía.
—No encuentro nada —dije.
—¿No podrías…? —Stephanopoulos hizo un pequeño gesto con la mano. Normalmente no le explicamos cómo hacemos las cosas al resto de Scotland Yard, por no hablar de todo lo demás, porque solemos inventarnos los procedimientos a medida que los necesitamos. Como resultado, los superiores como Stephanopoulos saben que hacemos algo, pero no están completamente seguros de qué.
Me alejé del cuerpo y los forenses que estaban esperando se abalanzaron por delante de mí para terminar de procesar la escena.
—¿Quién es? —pregunté.
—Todavía no lo sabemos —respondió Stephanopoulos—. Tiene una sola puñalada en la zona lumbar y el rastro de sangre conduce al túnel. No podemos asegurar si lo arrastraron o si se tambaleó hasta aquí arriba él solo.
Miré