Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу Susurros subterráneos - Ben Aaronovitch страница 8
—Hacia el este —dijo Stephanopoulos. De vuelta a Euston y King’s Cross—. Y la cosa empeora mucho más que eso. —Señaló hacia donde el túnel giraba a la izquierda—. Pasada la curva está la intersección de District y Hammersmith, así que tendremos que cerrar todo el intercambiador.
—Al Servicio de Transportes de Londres le va a encantar —dije.
Stephanopoulos soltó una risa escueta.
—Ya están encantados —dijo.
El metro tenía que reabrir su servicio normal en menos de tres horas, y si las vías de Baker Street estaban cerradas, entonces todo el sistema iba a bloquearse el lunes de la última semana de compras antes de Navidad.
Aunque Stephanopoulos tenía razón; había algo raro en la escena del crimen. Algo más aparte del muerto. Cuando miré hacia el túnel, me llegó desde arriba un destello, no de vestigia, sino de algo más antiguo: ese instinto que todos heredamos del lapso evolutivo en el que pasamos de estar en los árboles a inventar el garrote. De cuando solo éramos un puñado de simios delgados y bípedos en un mundo lleno de grandes depredadores. Por la época en la que éramos un almuerzo con patas. Esa alerta que te indica que algo te está vigilando.
—¿Quiere que mire en el túnel? —pregunté.
—Pensé que nunca lo preguntarías —respondió Stephanopoulos.
Las personas tienen una concepción graciosa de los agentes de policía. Por un lado parecen pensar que nos encanta ir corriendo a cualquier emergencia sin pensar en nuestra propia seguridad. Y es verdad que somos como los bomberos y los soldados, pero eso no significa que no pensemos. Una cosa en la que pensamos es en el tercer riel electrificado y en lo fácil que es matarse si lo tocas. La sesión informativa de seguridad sobre los placeres de electrificarse nos la ofreció, a mí y a los distintos forenses que se mantenían a la espera, un sargento de la Policía Británica de Transporte que se llamaba Jaget Kumar. Pertenecía al grupo de los raritos: un agente de la PBT que había hecho el curso de cinco semanas sobre seguridad ferroviaria que te permite deambular por entre la maquinaria pesada incluso cuando las vías están funcionando.
—No es que alguien quiera hacer eso —dijo Kumar—. Para empezar, el principal consejo sobre seguridad cuando estás tratando con vías con corriente eléctrica es no estar en ellas.
Seguí a Kumar mientras el resto del grupo de los forenses se quedaba en el sitio. Puede que no estuvieran seguros de cuál era mi función, pero entienden la norma de no contaminar una escena del crimen. Además, de esa forma podían quedarse esperando y ver si Kumar y yo nos electrocutábamos o no antes de ponerse ellos mismos en peligro.
Kumar esperó hasta que estuvimos fuera del alcance de sus oídos para preguntarme si de verdad formaba parte de los Cazafantasmas.
—¿Cómo? —pregunté.
—La ECD 9 —respondió Kumar—. La unidad de los monstruos que acechan por la noche.
—Algo así —dije.
—¿Es verdad que investigas… —Kumar se detuvo y buscó el término adecuado—… fenómenos fuera de lo común?
—No nos dedicamos a los ovnis ni a las abducciones alienígenas —contesté, porque esa solía ser la segunda pregunta que me hacían.
—¿Quién se encarga de los temas de los alienígenas? —preguntó Kumar. Lo miré y vi que se estaba cachondeando.
—¿Podemos concentrarnos en nuestra tarea? —pregunté.
Era fácil seguir el rastro de sangre.
—Se mantuvo a uno de los lados, lejos del raíl central.
—Alumbró con la linterna la perfecta huella de una pisada que había sobre el balasto—. No se acercaba a las traviesas, lo que me lleva a pensar que tenía ciertos conocimientos de seguridad.
—¿Por qué? —pregunté.
—Si tienes que andar por las vías cuando están electrificadas, te mantienes alejado de las traviesas. Son resbaladizas. Si te resbalas, caes, extiendes las manos y te quedas frito.
—Te quedas frito —repetí—. Esa es la expresión técnica, ¿no? ¿Cómo llamáis de verdad a alguien que se ha quedado frito?
—Don Tostado —dijo Kumar.
—¿Eso es lo mejor que se os ha ocurrido?
Kumar se encogió de hombros.
—No es precisamente una de nuestras prioridades más importantes.
Ya habíamos girado en la curva y habíamos desaparecido de la vista del andén cuando llegamos al sitio en el que empezaba el rastro de sangre. Hasta entonces, el balasto y la tierra de la vía habían hecho un buen trabajo al absorber la sangre, pero ahí conseguí iluminar con la linterna un charco de color rojo oscuro brillante e irregular.
—Voy más adelante a comprobar las vías para ver si consigo encontrar por dónde entró —dijo Kumar—. ¿Estarás bien aquí solo?
—No te preocupes por mí —dije—. Estoy bien.
Me agaché y dividí la zona metódicamente en cuartos alrededor del charco de sangre con la luz de la linterna. A menos de medio metro de vuelta hacia el andén encontré un rectángulo marrón de cuero y la luz de la linterna reflejó la parte resplandeciente de un teléfono muerto o apagado. Estuve a punto de recogerlo, pero me detuve.
Llevaba puestos unos guantes y tenía un bolsillo lleno de bolsas para pruebas y etiquetas, y si esto hubiera sido una agresión, un robo o cualquier otro delito menos grave, lo habría metido en las bolsas y etiquetado yo mismo. Pero se trataba de una investigación de asesinato, y pobre del agente que rompiera la cadena de las pruebas, ya que lo harían tomar asiento para explicarle con pelos y señales lo que salió mal en el juicio de O. J. Simpson por asesinato. Con una presentación de PowerPoint incluida.
Saqué mi airwave del bolsillo, volví a ponerle las pilas, llamé a un policía de la científica y le dije que tenía algunas pruebas para él. Estaba volviendo a revisar la zona mientras esperaba cuando me di cuenta de que había algo extraño en el charco de sangre. La sangre es más espesa que el agua, sobre todo cuando ha empezado a coagularse, por lo que, en un charco, no se esparce del mismo modo. Y me di cuenta de que puede ocultar lo que tenga debajo. Me incliné todo lo que pude sin arriesgarme a contaminarlo con mi respiración. Según lo hacía, noté un fogonazo de calor, polvo de carbón y un olor a mierda que te humedecía los ojos y que era como caerse de bruces dentro de un corral. La verdad es que me hizo estornudar. Eso sí que eran vestigia.
Me agaché hacia delante para ver si podía averiguar qué había debajo de toda aquella sangre. Era triangular y tenía el color de las galletas. Al principio pensé que era una piedra, pero vi que tenía los bordes afilados y me di cuenta de que era un fragmento de cerámica.
—¿Algo más? —preguntó una voz detrás de mí; un técnico forense.
Le señalé las cosas que había