Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу Susurros subterráneos - Ben Aaronovitch страница 9
Kumar utilizó la linterna para señalar un conjunto de puertas modernas de acero situadas en un arco de ladrillo decididamente victoriano.
—Se me ocurrió que podría haber entrado por los antiguos accesos de los trabajadores, pero siguen cerrados. Aunque quizás quieras buscar huellas.
—¿Dónde estamos?
—Debajo de Marylebone Road, hacia el este —dijo Kumar—. Hay un par de respiraderos viejos más adelante que quiero comprobar. ¿Vienes?
Quedaban setecientos metros hasta Great Portland Street, la siguiente parada. No llegamos hasta el final, solo hasta donde se veía el andén. Kumar comprobó los puntos de acceso y dijo que si nuestro chico misterioso hubiera saltado allí desde el andén, lo habrían visto los siempre atentos operarios de las cámaras de seguridad.
—¿Por dónde coño entró a las vías? —preguntó Kumar.
—A lo mejor hay otra formar de entrar —dije—. Algún sitio que no aparezca en los planos, algo que se nos haya escapado.
—Voy a pedirle al agente que patrulla por aquí que venga —dijo Kumar—. Él lo sabrá.
Estos agentes se pasaban toda la noche recorriendo los túneles en busca de defectos y eran, según Kumar, los guardianes de los secretos del metro. «O algo así», dijo.
Dejé a Kumar esperando a su guía experto y retrocedí hacia Baker Street. Estaba a medio camino cuando me resbalé con un fragmento suelto de balasto y me caí de bruces. Lancé los brazos para protegerme de la caída, como es habitual, y no pasé por alto que la palma de mi mano izquierda golpeó sobre el tercer riel electrificado. Un policía achicharrado…, ¡encantador!
Estaba sudando para cuando volví a subir al andén. Me sequé el rostro y descubrí una capa fina de suciedad sobre mis mejillas, tenía las manos cubiertas de ella. «Polvo del balasto», supuse. O quizá hollín viejo de cuando las locomotoras de vapor tiraban de varios vagones tapizados y llenos de respetables ciudadanos victorianos a través de los túneles.
—Por el amor de Dios, que alguien le traiga a ese muchacho un pañuelo —dijo una voz pretenciosa con acento del norte—. Y después que alguien me explique qué coño hace aquí.
Seawoll, el inspector jefe del cuerpo de detectives, era un hombre corpulento de un pequeño pueblo a las afueras de Mánchester. La clase de sitio que, como dijo una vez Stephanopoulos, explicaba la actitud alegre frente a la vida de Morrissey.* Ya habíamos trabajado juntos antes: había intentado ahorcarme en el escenario del Teatro Real de la Ópera y yo le había inyectado cinco centímetros cúbicos de tranquilizante para elefantes… Todo tuvo sentido en su momento, lo digo en serio. Podría decirse que estábamos en paz; claro que él tuvo que estar cuatro meses de baja, algo que la mayoría de los policías con amor propio habría considerado un regalo.
Estaba claro que los meses de baja habían terminado y que Seawoll estaba de nuevo al frente de su equipo de la Brigada de Homicidios. Se había colocado en el andén de forma que pudiera vigilar a los forenses sin tener que quitarse el abrigo de piel de camello y sus zapatos Tim Little hechos a mano. Nos hizo señas con las manos a Stephanopoulos y a mí para que nos acercáramos.
—Me alegra ver que se encuentra mejor, señor —dije antes de que pudiera contenerme.
Seawoll miró a Stephanopoulos.
—¿Qué está haciendo él aquí?
—Había algo en el caso que no encajaba —dijo.
Seawoll suspiró.
—Has llevado a mi Miriam por el mal camino —añadió—. Pero ahora ya estoy de vuelta, así que espero que volvamos a la antigua y maravillosa práctica de mantener el orden público basándonos en las pruebas y que reduzcamos de forma notable las putas rarezas.
—Sí, señor —dije.
—Dicho esto, ¿en qué clase de jodida peculiaridad me has metido esta vez? —preguntó.
—No creo que la magia…
Seawoll me silenció con un gestó brusco de la mano.
—No quiero oírte decir la palabra que empieza con eme —contestó.
—Creo que no hay nada extraño en la forma en la que murió —dije—, salvo…
Seawoll volvió a cortarme.
—¿Cómo murió? —le preguntó a Stephanopoulos.
—Tiene una fea puñalada en la zona lumbar y posibles daños orgánicos, pero murió desangrado —respondió.
Seawoll preguntó por el arma homicida y Stephanopoulos le hizo señas al policía de la científica, que se acercó y nos ofreció una bolsa de plástico con las pruebas para que las inspeccionáramos. Era el triángulo color galleta que yo había encontrado en el túnel.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Seawoll.
—El fragmento de un plato roto —respondió Stephanopoulos, y retorció la bolsa para que pudiéramos ver que efectivamente era un pedazo triangular de un plato hecho añicos; tenía el reborde decorado—. Parece de cerámica —dijo.
—¿Están seguros de que eso es el arma homicida? —preguntó Seawoll.
Stephanopoulos dijo que la patóloga estaba tan segura como le era posible sin una autopsia.
No me apetecía nada tener que contarle a Seawoll lo del pequeño nudo concentrado de vestigia que se aferraba al arma homicida, pero supuse que solo provocaría más problemas si me callaba.
—Señor —dije—. Eso es la fuente de… las putas rarezas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Seawoll.
Me planteé explicarle qué eran los vestigia, pero Nightingale me había avisado de que a veces era mejor ofrecerles una explicación simple con la que pudieran sentirse identificados.
—Tiene una especie de brillo alrededor —dije.
—¿De brillo?
—Sí, de brillo.
—Que solo tú puedes ver, supuestamente con tus poderes místicos especiales—dijo.
Lo miré a los ojos.
—Sí —respondí—, mis poderes místicos especiales.
—Está bien —dijo Seawoll—. Así que a nuestra víctima la apuñalaron en el túnel con un pedazo de cerámica mágica, se tambaleó por las vías en busca de ayuda, subió al andén, se desplomó y se desangró.
Sabíamos la hora exacta de la muerte: la una y diecisiete minutos de la mañana, porque conseguimos todo el material de las cámaras de vigilancia. A la una y catorce minutos, las imágenes mostraban el borrón de su cara pálida mientras subía al andén, los bandazos que dio mientras intentaba ponerse