Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch

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Susurros subterráneos - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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eso no podías verlo desde el puente? —preguntó Lesley.

      —Pasa demasiado rápido —dijo—. Tengo que contar las ruedas, porque en las películas es un tren GWR 4900 clase 5972 que tiene una configuración 4-6-0.

      —No sabía que fueras una apasionada de los trenes —dije.

      —No lo soy —dijo Abigail, y me dio un puñetazo en el brazo—. Eso va de apuntar números mientras que lo mío era para verificar una teoría.

      —¿Viste el tren? —preguntó Lesley.

      —No —respondió—, vi al fantasma. Por eso fui en busca de Peter.

      Le pregunté dónde había visto al fantasma y nos enseñó las líneas de tiza que había dibujado.

      —¿Estás segura de que es aquí donde apareció esa cosa? —pregunté.

      —Donde apareció él —insistió Abigail—. No dejo de decirte que era un chico.

      —Ahora no está aquí —dije.

      —Pues claro que no —dijo Abigail—. Si estuviera aquí todo el rato, alguien más lo habría denunciado ya.

      Era una buena observación, y me dije a mí mismo que tenía que comprobar los informes cuando volviera a La Locura. Había descubierto un cuarto de servicio fuera de la biblioteca mundana con archivos repletos de papeles de antes de la Segunda Guerra Mundial. Entre ellos, unos cuadernos llenos de avistamientos de fantasmas anotados a mano; hasta donde podía decir, avistar fantasmas había sido el pasatiempo favorito entre los aprendices a mago adolescentes.

      —¿Le hiciste una foto? —preguntó Lesley.

      —Tenía el teléfono a punto para cuando pasara el tren —dijo Abigail—, pero, cuando fui a hacer la foto, había desaparecido.

      —¿Notas algo? —me preguntó Lesley.

      Había sentido un escalofrío cuando llegué al sitio en el que había estado el fantasma, un olorcillo a gas butano que interrumpió el de la orina de zorro y el de hormigón húmedo; una risita como la de Patán y el rugido hueco de un motor diésel bien grande.

      La magia deja una huella allá donde ha estado. El nombre técnico que usamos es vestigium. Las piedras son las que mejor los absorben y los seres vivos, los que peor. El hormigón es casi tan bueno como la piedra, pero, incluso así, los indicios pueden ser vagos y casi idénticos a los artificios de la propia imaginación. Aprender a diferenciar unos de otros es una habilidad clave si quieres hacer magia. Es muy probable que el escalofrío se deba al tiempo, y la risita, real o imaginaria, podría venir de Abigail. El olor a propano y el rugido del diésel apuntaban hacia una tragedia familiar.

      —¿Y bien? —preguntó Lesley. Se me da mejor percibir los vestigia que a ella, y no solo porque lleve más tiempo siendo aprendiz que ella.

      —Aquí hay algo —dije—. ¿Puedes alumbrar un poco?

      Lesley le sacó la batería a su móvil y le dijo a Abigail que hiciera lo mismo.

      —Porque la magia destrozará los chips si están conectados —le aclaré al verla dudar—. No tienes que hacerlo si no quieres, es tu teléfono.

      Abigail sacó un Ericsson del año anterior, lo abrió con bastante facilidad y le quitó la batería. Le hice un gesto con la cabeza a Lesley, mi teléfono tenía un botón manual que yo mismo había instalado con la ayuda de uno de mis primos, que llevaba desmontando móviles desde que tenía doce años.

      Lesley extendió la mano, dijo la palabra mágica y conjuró un globo de luz del tamaño de una pelota de golf que flotó sobre la palma abierta. La palabra mágica era en este caso Lux, y el nombre coloquial del hechizo era luz mágica; es el primero que aprendes. La luz mágica de Lesley arrojó una luz perlada que producía sombras tenues sobre los muros de hormigón del túnel.

      —¡Guau! —dijo Abigail—. Podéis hacer magia.

      —Ahí está el chico —dijo Lesley.

      Un joven apareció junto a la pared. Era blanco, de entre diecisiete y veintipocos años y llevaba su mata de pelo rubio teñido peinada con pinchos engominados. Iba vestido con unas deportivas blancas baratas, vaqueros y un chaquetón de trabajo con tela impermeable en los hombros. Tenía un espray de pintura en la mano que movía delicadamente para trazar un arco en el hormigón. El siseo apenas era audible, y no había ninguna muestra de que la pintura fresca se estuviera aplicando de nuevo. Cuando se detuvo para agitar el espray, el tintineo fue sordo.

      La luz mágica de Lesley se atenuó y se puso más roja.

      —Dame más luz —le dije.

      Se concentró y la luz brilló antes de atenuarse de nuevo. El siseo se escuchó más alto y por fin pude ver lo que el chico estaba dibujando. Había mostrado ambición: estaba escribiendo una frase que empezaba cerca de la entrada.

      —Sed buenos con… —leyó Abigail—. ¿Qué se supone que significa eso?

      Me llevé un dedo a los labios y miré a Lesley, que inclinó la cabeza para demostrar que podía seguir con el hechizo todo el día si hiciera falta…, aunque yo no iba a permitírselo. Saqué mi sencilla libreta policial y preparé el bolígrafo.

      —Perdone —dije con el mejor tono policial que pude adoptar—. ¿Podríamos hablar un momento?

      En realidad, te enseñan a hablar así en Hendon. El objetivo es conseguir un tono que atraviese cualquier halo de alcohol, agresividad o culpabilidad aleatoria en el que se encuentre algún ciudadano.

      El joven me ignoró. Sacó un segundo espray del bolsillo de la chaqueta y empezó a sombrear las líneas de una C mayúscula. Lo intenté un par de veces más, pero parecía resuelto a terminar la palabra «CADA».

      —Eh, cariño —dijo Lesley—. Deja eso, date la vuelta y habla con nosotros.

      El siseo se detuvo, los aerosoles volvieron al bolsillo y el joven se volvió. Tenía el rostro pálido y anguloso y llevaba los ojos ocultos tras un par de gafas oscuras a lo Ozzy Osbourne.

      —Estoy ocupado —dijo.

      —Ya lo vemos —dije, y le mostré mis credenciales—. ¿Cómo te llamas?

      —Macky —murmuró mientras volvía a concentrarse en su tarea—. Estoy ocupado.

      —¿Qué estás haciendo? —preguntó Lesley.

      —Estoy haciendo del mundo un lugar mejor —respondió Macky.

      —Es un fantasma —interrumpió Abigail con incredulidad.

      —Fuiste tú la que nos trajo aquí —dije.

      —Ya, pero cuando lo vi estaba más delgado —dijo Abigail—. Mucho más delgado.

      Le expliqué que se estaba alimentando de la magia que generaba Lesley, lo que nos llevó a la inevitable pregunta:

      —¿Y qué es la magia entonces? —preguntó Abigail.

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