La época de las pasiones tristes. François Dubet
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Por añadidura, cada uno de esos conjuntos está surcado por una multitud de criterios y deslindes, en función de los cuales uno es más o menos igual (o desigual) que los otros. Esa representación y esa experiencia de las desigualdades se alejan gradualmente de las que dominaban la sociedad industrial, en una época en que la posición de clase parecía asociada a un modo de vida, un destino y una conciencia.
La experiencia de las desigualdades
La multiplicación de las desigualdades, y más aún el hecho de que cada cual se ve enfrentado a desigualdades múltiples, transforman profundamente la experiencia al respecto. En primer lugar, las desigualdades se viven como una experiencia singular, una prueba individual, una puesta en entredicho del valor propio, una expresión de desprecio y una humillación. Hay un deslizamiento gradual de la desigualdad de las posiciones sociales a la sospecha de la desigualdad de los individuos, que se sienten más responsables de las desigualdades que los afectan en la medida en que se perciben como libres e iguales en derechos y sienten el deber de afirmarlo.
Por eso, no es sorprendente que el respeto sea la exigencia moral reivindicada con mayor vigor en nuestros días: no el respeto y el honor del rango, sino el respeto debido a la igualdad. Como había intuido Tocqueville, aunque se reduzcan, las desigualdades se viven cada vez más dolorosamente. Su multiplicación y su individualización amplían el espacio de las comparaciones y acentúan la tendencia a evaluarse respecto de quienes están más cerca de uno mismo. En efecto, en este nuevo régimen, las “pequeñas” desigualdades parecen mucho más pertinentes que las “grandes”.
Las grandes desigualdades, que oponen a la mayoría de nosotros al 1% más rico, son menos significativas y nos ponen menos en entredicho que las desigualdades que nos distinguen de las personas con quienes nos cruzamos todos los días. En especial, las desigualdades multiplicadas e individualizadas nunca se inscriben en “grandes relatos” capaces de darles sentido, señalar sus causas y sus responsables, y esbozar proyectos para combatirlas. Pruebas singulares e íntimas, están como disociadas de los marcos sociales y políticos que las explicaban, procuraban razones para luchar juntos y brindaban consuelo y perspectivas.
La distancia entre las pruebas individuales y las apuestas colectivas abre las puertas al resentimiento, las frustraciones, a veces el odio a los demás, para evitar el desprecio de uno mismo. Genera raptos de indignación, pero, por el momento, estas indignaciones no se transforman en movimientos sociales, programas políticos ni lecturas razonadas de la vida social. La experiencia de las desigualdades alimenta a los partidos y movimientos que, a falta de algo mejor, calificamos de “populistas”. Estos, en su esfuerzo por superar la dispersión de las desigualdades, oponen el pueblo a las élites, los franceses a los extranjeros, y establecen una economía moral en la cual el rechazo de los otros y la indignación devuelven al ciudadano desdichado su valor y su dignidad.
[1] Cecilia García-Peñalosa, “Les inégalités dans les modèles macroéconomiques”, Revue de l’OFCE, 153(4): 105-131, 2017.
[2] Thomas Piketty, Le capital au XXIe siècle, París, Seuil, 2013 [ed. cast.: El capital en el siglo XXI, México, FCE, 2014].
[3] Olivier Godechot, Working Rich. Salaires, bonus et appropriation du profit dans l’industrie financière, París, La Découverte, 2007.
[4] Alusión a la película La vida es un largo río tranquilo de Étienne Chatillez, de 1988, que presenta el contraste, en una ciudad del norte de Francia, entre la familia Groseille, padre, madre y seis hijos que viven de las ayudas sociales y en una vivienda social, y la familia Le Quesnoy, católicos practicantes de posición acomodada: el padre es director regional de Électricité de France y la madre divide su tiempo entre la crianza de cinco hijos y las actividades en la parroquia. [N. de T.]
1. El fin de la sociedad de clases
Es indispensable medir las desigualdades y denunciar aquellas que chocan con nuestros principios de justicia y amenazan la cohesión social, el sentimiento de vivir en una misma sociedad. Por regla general, la crítica de las desigualdades se concentra en las más “obscenas”, que oponen el 1 o el 0,1% de los más ricos al resto, o bien que marcan una separación entre los más pobres y el resto de la sociedad. Desde el punto de vista de la moral, las políticas económicas y la supervivencia del planeta, son decisivas las grandes desigualdades y la concentración de la riqueza, en la medida en que rigen las estrategias de las empresas muy grandes y eluden a los Estados. Desde el punto de vista sociológico y político, el conjunto de las desigualdades y su naturaleza importan mucho más.
En efecto, las grandes desigualdades no deben hacer olvidar las “pequeñas”, las que resultan importantes para los individuos que se cruzan o se evitan en el flujo banal de la vida social, en el trabajo, en la escuela, en la calle y en los transportes. Nos sentimos legítimamente escandalizados por las fortunas de Bernard Arnault o Bill Gates, pero es probable que esas desigualdades parezcan abstractas por su propia magnitud y nos irriten menos que aquellas que nos distinguen de nuestros colegas mejor pagos por igual trabajo, de los residentes de un barrio “demasiado chic” o de los trabajadores protegidos por algunos “privilegios”: todas esas “pequeñas” desigualdades que experimentamos directamente y que irrigan nuestras relaciones sociales.
En este caso, la amplitud de las desigualdades tiene menos importancia que su carácter, la manera en que nos llevan a definirnos y a definir al prójimo, la incubación o formación de la sensación de injusticia, las estrategias desplegadas para combatirlas y a menudo para defenderlas. En efecto, si las grandes desigualdades se combaten, las “pequeñas” se defienden de mejor grado, sobre todo cuando nos favorecen.
De los estamentos a las clases sociales
Hay que mencionar el régimen estamental y las castas porque en el seno de nuestra modernidad subsisten sus huellas. En ese régimen de desigualdades, las diversas posiciones sociales se atribuyen a los individuos en el momento de nacer y de manera definitiva. Se nace campesino o noble, como se nace libre o esclavo. Salvo que uno se convierta en sacerdote o compre un título de nobleza, la filiación dicta un destino totalmente programado.
En ese sistema, no solo son desiguales las posiciones sociales, también lo son (y fundamentalmente) los individuos que las ocupan. Estos no tienen la misma “naturaleza”, la misma “sangre”, la misma dignidad ni el mismo valor. Ese régimen de desigualdades es de carácter “holista”, ya que la posición ocupada en los estamentos y las castas rige por completo las conductas de los individuos: estos no eligen su trabajo, sus alianzas matrimoniales ni sus maneras de vestir y creer.[5] La sociedad decide por ellos.
Dado que los estamentos y las castas separan a individuos a quienes se considera ontológicamente desiguales, dentro de su marco los conflictos sociales siempre tienen una dimensión religiosa, ya que ponen en entredicho un orden querido por Dios. Son un desorden o la respuesta a un desorden. Para que la burguesía medieval rompiera el orden de las castas, hizo falta que la teología le hiciese un lugar en el cielo, que inventara el purgatorio, y luego, que la teología protestante inventara el ascetismo intramundano y la predestinación. La creación de una subcasta, como la de los indios de la América hispana reducidos a la esclavitud, fue una cuestión tanto teológica como económica: había que justificar esa esclavitud.
El régimen de castas y estamentos sufrió un proceso de erosión a causa