La época de las pasiones tristes. François Dubet
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El estallido del régimen de clases abre el espacio de las desigualdades a la multiplicación de los grupos; de estos, ninguno puede definirse verdaderamente como una clase social. A la dualidad de proletarios y capitalistas y la tripartición de las clases altas, medias y bajas, se han sumado nuevos grupos: los ejecutivos y los creativos,[13] los cosmopolitas móviles y los locales inmóviles, los incluidos y los excluidos, los estables y los precarizados, los urbanos y los rurales, las clases populares y la underclass, etc. A esas dicotomías, definidas más a menudo por la relación con el cambio que por una posición jerárquica, conviene sumar la distinción cada vez más predominante entre los nacionales y los migrantes, los mayoritarios y los minoritarios, las edades y las generaciones, los hombres y las mujeres.
Ahora bien, todas estas distinciones afectan directamente el régimen de clases sociales. Por ejemplo, los trabajadores inmigrantes con vocación de ser trabajadores “como los demás” son gradualmente percibidos como minorías. Cuantas más minorías hay en las sociedades (o, en todo caso, cuanto más se ven), más restrictivas y reservadas a los semejantes son las solidaridades y más fuertes parecerían ser las desigualdades sociales.[14]
Clases populares, en plural
El tema de la sociedad de consumo parece haber pasado de moda. Sin embargo, pese a que el consumo masivo, como tal, no ha reducido las desigualdades, sí ha afectado profundamente las barreras entre las clases. Para valerme de las palabras de Edmond Goblot, los “niveles” han sucedido a las “barreras”. Antes unos estaban privados de los bienes de los cuales otros disponían –automóviles, electrodomésticos, televisores, vacaciones–; en cambio, desde los años sesenta todos o casi todos acceden a ellos.
Esto no engendra una vasta clase media informe y homogénea, porque una jerarquía fina de niveles de consumo sustituye a las viejas barreras de clase. Se distinguen menos los hogares con auto y los hogares sin auto que los tipos de auto, su precio y su categoría. Se distinguen menos quienes salen de vacaciones y quienes no salen que quienes acampan en sitios agrestes y quienes esquían o tienen una casa a orillas del mar.
Si bien esta gradación socava las barreras de clase y favorece la homogeneidad de los modos de vida, exacerba los procesos de distinción, cuando la posición social se expone sin cesar a través del consumo. Las clases altas buscan continuamente los signos de su distinción, mientras que las clases bajas tratan de apropiárselos. Así, como bien saben todos los “creativos” del negocio de la publicidad, lo que ayer era “distinguido” se torna “vulgar” hoy, no bien las categorías inferiores se lo apropian.
Con esos procesos, las desigualdades cambian de índole: ya no marcan una oposición entre “nosotros” y “ellos”, sino que se distribuyen a lo largo de una escala fina y sutil del prestigio asociado al consumo. Una escala que atraviesa las propias clases sociales, porque cada uno debe distinguirse tanto de su vecino como de los miembros de otra clase. Las clases populares, en plural, reemplazan a la clase obrera en singular.[15]
Se puede observar el mismo mecanismo en ámbitos a priori alejados del consumo. Si el mundo juvenil de las décadas de 1950 y 1960 estaba tenazmente escindido entre una juventud que trabajaba al final de los estudios obligatorios y una juventud que proseguía sus estudios en el lycée o la universidad, la masificación escolar trasladó las desigualdades al seno mismo de la escuela. Hoy en día, casi el 80% de los jóvenes de 20 años está escolarizado, pero las desigualdades oponen los establecimientos escolares, las especializaciones, las formaciones elegidas, las lenguas estudiadas: sin excepción, estos elementos disfrutan de un prestigio bien consolidado. Tal como en el consumo, la masificación puede exacerbar el sentimiento de desigualdad, porque uno no se compara con quienes están más alejados, sino con quienes están relativamente cerca.
Para retomar las palabras de Edgar Morin, constataremos que el consumo de masas desencadenó un “cracking cultural”. Donde había moléculas sociales integradas –las clases–, reveló una multitud de átomos cada vez más pequeños. En otros términos, el consumo multiplicó los públicos, sin que estos abarquen posiciones de clase: los jóvenes, los no tan jóvenes, los urbanos, los rurales, los aficionados al fútbol, los aficionados a la música, etc. Y dentro de esos públicos, en especial, se multiplican las tribus y subtribus en función de sus esparcimientos, sus gustos y sus estilos. Basta con observar a un grupo de estudiantes secundarios para calibrar la tiranía de las marcas y los looks, el peso del conformismo y la expansión de las tribus juveniles.[16] De igual manera, cuando las pantallas, las redes y los canales se multiplican, los públicos proliferan y, en gran medida, se individualizan, ya que cada cual compone su propio programa en afinidad con quienes le son cercanos.
Así, la teoría misma de la distinción cae en el descrédito. Si bien Bourdieu postuló que la escala de los gustos culturales era isomorfa con las jerarquías sociales, la sociología del consumo actual pone en evidencia lógicas “omnívoras”. Los individuos componen sus propios gustos con préstamos de los diversos registros de la cultura: a alguien pueden gustarle a la vez la ópera, el rap, el fútbol y los reality shows.[17] ¡Y lo chic que puede ser! Por eso, se busca una distinción respecto de una categoría social inferior, a la vez que se afirma una singularidad con respecto a la escala convencional de las distinciones.
Trastornos en la representación
Las clases existen y existirán mientras haya movimientos de clase, partidos de clase y electorados de clase. En la materia, las conductas individuales y las acciones colectivas nunca fueron tan claras como lo postulaba la teoría.
Sin embargo, incluso si se cree que los sindicatos son la expresión de intereses de clase, eso no exime de constatar (como es debido) que en la actualidad su base es sumamente reducida, a menudo replegada en el sector público, y que como, precisamente, sindicatos tienen peso porque la ley aún les asigna un papel importante. Hablan y actúan en nombre de trabajadores que por lo general no están sindicalizados o lo están dentro de empresas públicas y administraciones que les otorgan un gran papel en la gestión de las carreras, la organización del trabajo, el manejo del comité de empresa. Esta debilidad puede lamentarse, pero estamos lejos de una representación de clase, a excepción de las situaciones dramáticas de cierres de fábricas y planes de despidos masivos en que los sindicatos son la voz de asalariados desesperados.
Desde hace cincuenta años, las cuestiones expresadas por los nuevos movimientos sociales ocupan el espacio de las luchas y los debates públicos: las luchas de las mujeres, las reivindicaciones de los estudiantes, los motines de los jóvenes de los suburbios, los combates ecologistas, los movimientos antirracistas, las defensas de los derechos culturales e incluso las protestas de los grupos identitarios o tradicionalistas. Todas esas movilizaciones animan el debate público, imponen cuestiones políticas de suma importancia, suscitan la adhesión de grandes sectores de la opinión pública y no pocas aversiones.
Sin embargo, aun con la retórica de la “ampliación” de la lucha de clases, es difícil ver en ellos movimientos de clase. Sigue siendo grande la distancia entre los movimientos feministas y la condición de las obreras y empleadas, aun cuando estas estén dominadas a la vez como mujeres y como asalariadas poco calificadas. Familiarizados con un discurso de clase, los movimientos estudiantiles apenas ponen en entredicho el modo de selección escolar de las futuras clases dirigentes y parecen muy alejados de los principiantes y de los alumnos de los colegios técnicos y profesionales. Los ecologistas suelen ser hostiles a las instalaciones industriales que los obreros ven con buenos ojos, pero defienden a los osos que suscitan