La fé que mueve montañas. Omraam Mikhaël Aïvanhov
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En fin, la tercera tentación, que concierne a la cabeza, sólo puede ser vencida por el amor. El diablo transportó a Jesús sobre una alta montaña. La cabeza representa en nosotros la cima de la montaña. Aquel que se ha elevado hasta la cima, posee la sabiduría, la autoridad, el poder. Pero la historia lo ha mostrado: en el momento en que un hombre llega al poder, difícilmente se resiste a todas las posibilidades que percibe instaladas frente a él: el dinero, el placer, la gloria, cree que a partir de ahora todo le está permitido. ¡Cuántos hombres muy notables terminaron por sucumbir, víctimas de su propio orgullo! Sólo el amor hacia el Ser de todos los seres puede salvarnos de estos peligros. Todas nuestras facultades, todos nuestros dones, provienen de Él, y si le amamos sinceramente, profundamente, este amor es el que nos preservará del orgullo.
La esperanza, la fe y el amor son pues las únicas fuerzas que nos permitirán atravesar la existencia en las mejores condiciones físicas, psíquicas y espirituales. Esperar en Dios, nos preserva de las angustias de la vida material. Tener fe en Él, nos priva de las ilusiones. Finalmente, amarle nos permite alcanzar la cima y mantenernos en ella sin riesgo de caída.
Estudiad la vida de los seres que poseen la fe, la esperanza y el amor, observad cómo trabajan, cómo se refuerzan, cómo se embellecen y se vuelven más vivos, cómo consiguen afrontar las dificultades, superar las pruebas, cómo encuentran en cada una de ellas la ocasión para enriquecerse. Estas tres virtudes os parecen lejanas, extrañas, porque las consideráis de forma muy abstracta, no sentís que constituyen los tres pilares de vuestra vida psíquica. Para ayudaros a comprender, a sentir su importancia, os daré un ejercicio para hacer.
Si la fe, la esperanza y el amor son llamadas virtudes “teologales”, es porque gracias a ellas podemos entrar en relación con Dios. Sólo que los humanos tienden, también aquí, a considerar a Dios como una abstracción. Cuando no lo imaginan como un anciano con una gran barba blanca, ocupado en anotar sus buenas acciones, y sobre todo sus malas acciones para recompensarles y castigarles, la mayoría no saben muy bien cómo imaginárselo. Y sin embargo, yo no he cesado de explicároslo; la mejor imagen de Dios, es el sol distribuidor de vida, de luz y de calor. Sólo la vida, la luz y el calor del sol pueden darnos una idea de lo que son el poder, la sabiduría y el amor de Dios.2 Nos corresponde ahora a nosotros entrar en relación con este poder, esta sabiduría y este amor divinos. Y ¿cómo podemos hacerlo? Mediante la esperanza, la fe y el amor. Es a través de nuestra esperanza, de nuestra fe y de nuestro amor que podemos alcanzar la quintaesencia de la Divinidad que es Sabiduría, Poder, Amor.
Entonces, os mostraré este ejercicio. Recitáis lentamente la siguiente oración concentrándoos en cada una de sus palabras: “Señor, amo tu sabiduría, tengo fe en tu amor, confío en tu poder...” Por nuestro amor, entramos en comunicación con la sabiduría divina, por nuestra fe, entramos en comunicación con el amor divino; y con nuestra esperanza, entramos en comunicación con el poder divino. Éstas son nociones muy simples pero que precisan algunas explicaciones.
“Señor, amo tu sabiduría...” La sabiduría tiene afinidades con el frío, y el amor con el calor. Nuestro corazón tiene mucho calor, mucho ímpetu, mucho entusiasmo, pero siente que es ignorante, que carece de discernimiento, de medida, lo cual le expone a cometer numerosos errores y a sufrir. Así pues, debe amar y buscar lo que le falta y tiene necesidad: la sabiduría.
“Creo en tu amor…” No tenemos necesidad de amar el amor, pero tenemos necesidad de creer en él. El niño cree en el amor de su madre, y es por eso que se siente seguro junto a ella. El amor y la fe están unidos. Si creéis en alguien, os amará; amadle y creerá en vosotros. Y puesto que el amor del Creador es el fundamento del universo, es en él, y sólo en él, que podemos tener una confianza absoluta. Nuestra fe en los seres y en las cosas no descansa sobre bases estables si primero no hemos puesto nuestra fe en el amor divino.
“Confío en tu poder...” ¡Cuántas veces oímos decir que la esperanza hace vivir! Cada principio de año, todo el mundo intercambia deseos esperando que este nuevo año sea mejor que el precedente y aporte soluciones a todos los problemas. Sólo que, ¿sobre qué fundan sus esperanzas los humanos? Sobre el dinero, sobre las armas... sobre seres débiles, inestables. Por eso sus esperanzas siempre se frustran. En realidad, no podemos contar más que con la verdadera fuerza, la verdadera estabilidad: la omnipotencia divina.
Y observad ahora cómo esta oración establece lazos con el mundo divino. Cuando decís: “Señor, amo tu sabiduría”, vuestro amor y la sabiduría divina entran en relación, y Dios os otorga la posibilidad de ser más sabios a causa de vuestro amor. Cuando decís: “Señor, creo en tu amor”, vuestra fe atrae el amor de Dios, y Dios os ama porque creéis en Él. Cuando decís: “Señor, confío en tu poder”, vuestra esperanza apela al poder de Dios que empieza a protegeros debido a vuestra esperanza.
La esperanza, la fe y el amor corresponden respectivamente a la forma, al contenido y al sentido. La esperanza está unida a la forma (el cuerpo físico), la fe al contenido (el corazón) y el amor al sentido (el intelecto). La forma es la que prepara y preserva el contenido. El contenido aporta la fuerza, y la fuerza no tiene razón de ser si no posee un sentido.
Cuando el ser humano se siente decepcionado por los acontecimientos y las insatisfacciones de su suerte, tiende a proyectarse hacia el futuro: “Pronto, dentro de unos días, dentro de unos meses... mejorará...” Sin duda alguna, la esperanza es lo último que abandonamos, pero mientras esperamos la llegada de días mejores, tenemos necesidad de encontrar donde apoyarnos para resistir. Así pues, para resistir, no sólo es necesario tener fe, sino también mantener la vida en uno mismo, recibir un calor, un impulso, y gracias al amor guardamos este impulso. De lo contrario, la esperanza puede no ser más que una huida frente a la realidad, y entonces ella también, un día, nos abandona.
Para no perder jamás la esperanza, es preciso mantener en uno mismo la fe y el amor, y frente a cada dificultad que se presente, pedirles socorro. Ahora bien, generalmente los humanos hacen exactamente lo contrario. A la mínima decepción, al mínimo obstáculo, cierran su corazón, pierden la fe y la esperanza también les abandona... ¡salvo la esperanza del desquite, y mediante métodos que no son siempre recomendables! Pero esto no les perturba: encuentran toda clase de argumentos para justificar su actitud hostil y vengativa. ¿Cómo hacerles comprender que las dificultades son, por el contrario, vencidas por la fe, la esperanza y el amor? Sí, las dificultades nos son dadas precisamente para desarrollar estas tres virtudes, pero a condición de que Dios sea el objeto de esta fe, de esta esperanza y de este amor. Estas tres virtudes pueden compararse a los tres lados de un prisma de cristal, y la presencia divina es como el rayo de sol que cae sobre este prisma y se descompone en siete colores.
En una de las conferencias titulada Las tres grandes fuerzas, el Maestro Peter Deunov decía: “Los humanos se desalientan muy fácilmente, y para justificarse culpan a las condiciones en las que viven. No, la causa profunda de sus desalientos no está en las condiciones exteriores, está en la poca esperanza, en la poca fe y en el poco amor que poseen. Para andar firmemente por el camino de la vida, deberían reforzar en ellos mismos los tres manantiales de la fe, de la esperanza y del amor. ¿Dónde se encuentran esos manantiales? En el cerebro. Sí, en nuestro cerebro poseemos tres centros que son los conductores de la fe, de la esperanza y del amor, pues la fe, la esperanza y el amor son