Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean

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Lady Felicity y el canalla - Sarah MacLean Romantica

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algo que nun­ca se veía en el or­fa­na­to des­pués de os­cu­re­cer. Tra­tó de es­ca­par es­cu­rrién­do­se en­tre dos per­so­nas y lle­gó has­ta la mi­tad del ves­tí­bu­lo an­tes de que una mano fuer­te se po­sa­ra so­bre su hom­bro y lo le­van­ta­ra del sue­lo.

      Pa­ta­leó, gri­tó y se re­tor­ció tra­tan­do de mor­der aque­lla mano hi­rien­te.

      —Dios mío, este sí que es sal­va­je —dijo una pro­fun­da voz de ba­rí­tono, y Dia­blo se que­dó com­ple­ta­men­te quie­to al es­cu­char­la.

      Nun­ca ha­bía oído a na­die ha­blar un in­glés tan per­fec­to y co­me­di­do. Dejó de tra­tar de mor­der­le para gi­rar­se a mi­rar al hom­bre que lo sos­te­nía: era alto como un ár­bol, es­ta­ba más lim­pio que na­die que él hu­bie­se vis­to ja­más, y sus ojos eran del co­lor de las ta­blas del sue­lo de la sala don­de se su­po­nía que de­bían re­zar.

      Aun­que él no era muy bueno re­zan­do.

      Al­guien le­van­tó la vela a la al­tu­ra de la cara de Dia­blo, y la bri­llan­te lla­ma le hizo en­co­ger­se.

      —Es él —dijo el rec­tor.

      Dia­blo se giró de nue­vo para en­fren­tar­se a su cap­tor.

      —No voy a ir a la fá­bri­ca.

      —Por su­pues­to que no —le res­pon­dió el ex­tra­ño.

      Le qui­tó el pa­que­te a Dia­blo y lo abrió.

      —¡Oye! ¡Son mis co­sas!

      El hom­bre lo ig­no­ró, arro­jó las me­dias y la ga­lle­ta a un lado y le­van­tó el al­fi­ler para co­lo­car­lo jun­to a la luz. Dia­blo se en­fu­re­ció ante la idea de que ese hom­bre, ese ex­tra­ño, to­ca­ra lo úni­co que te­nía de su ma­dre. Lo úni­co que te­nía de su pa­sa­do. Sus pe­que­ñas ma­nos se ce­rra­ron en pu­ños y lan­zó un gol­pe que fue a dar con­tra la ca­de­ra del hom­bre ele­gan­te.

      —¡Eso es mío! ¡No te lo pue­des que­dar!

      El hom­bre si­seó de do­lor.

      —Je­sús. Este de­mo­nio sí que sabe dar pu­ñe­ta­zos.

      El rec­tor se acer­có, ner­vio­so.

      —Eso no lo ha apren­di­do de no­so­tros.

      Dia­blo frun­ció el ceño. ¿En qué otro lu­gar lo iba a apren­der?

      —De­vuél­ve­me­lo.

      El hom­bre bien ves­ti­do se acer­có más a él y agi­tó el te­so­ro de Dia­blo en el aire.

      —Tu ma­dre te dio esto.

      Dia­blo ex­ten­dió la mano y le arre­ba­tó el pa­que­te al hom­bre, pero odió la ver­güen­za que le pro­vo­ca­ron aque­llas pa­la­bras. Ver­güen­za y an­he­lo.

      —Sí.

      El hom­bre asin­tió.

      —Te he es­ta­do bus­can­do.

      La es­pe­ran­za es­ta­lló, cá­li­da y casi do­lo­ro­sa, en el pe­cho de Dia­blo.

      El hom­bre con­ti­nuó.

      —¿Sa­bes lo que es un du­que?

      —No, se­ñor.

      —Lo sa­brás —pro­me­tió.

      Los re­cuer­dos eran una mier­da.

      Dia­blo se des­li­zó por el lar­go pa­si­llo de la plan­ta su­pe­rior de Mar­wick Hou­se mien­tras los acor­des de la or­ques­ta se co­la­ban des­de el piso in­fe­rior e inun­da­ban la os­cu­ri­dad. No ha­bía vuel­to a pen­sar en la no­che en que su pa­dre lo en­con­tró des­de ha­cía más de una dé­ca­da. Tal vez más tiem­po.

      Pero en ese ins­tan­te, en esa casa que, de al­gu­na ma­ne­ra, con­ser­va­ba su olor, re­cor­dó cada mo­men­to de aque­lla pri­me­ra no­che. El baño, la co­mi­da ca­lien­te, la cama blan­da. Como si se hu­bie­ra dor­mi­do y des­per­ta­do de un sue­ño.

      Y es que aque­lla no­che ha­bía sido un sue­ño.

      La pe­sa­di­lla ha­bía co­men­za­do poco des­pués.

      Con­si­guió sa­car aquel re­cuer­do de su men­te al lle­gar al dor­mi­to­rio prin­ci­pal. Puso la mano en el pi­ca­por­te, lo giró rá­pi­da y si­len­cio­sa­men­te, y en­tró.

      Su her­mano es­ta­ba de pie jun­to a la ven­ta­na con un vaso en la mano y el pelo ru­bio bri­llan­do bajo la luz de las ve­las. Ewan no se giró para en­fren­tar­se a Dia­blo. En vez de eso, dijo:

      —Me pre­gun­ta­ba si ven­drías esta no­che.

      La voz era la mis­ma. Cul­ti­va­da, cal­cu­la­da y pro­fun­da, como la de su pa­dre.

      —Sue­nas igual que el du­que.

      —Soy el du­que.

      Dia­blo dejó que la puer­ta se ce­rra­ra tras él.

      —Eso no es lo que que­ría de­cir.

      —Sé lo que que­rías de­cir.

      Dia­blo gol­peó el sue­lo dos ve­ces con el bas­tón.

      —¿No hi­ci­mos un pac­to hace años?

      Mar­wick se giró para de­jar ver un lado de su cara.

      —Os he es­ta­do bus­can­do du­ran­te doce años.

      Dia­blo se dejó caer en el si­llón bajo jun­to al fue­go y ex­ten­dió las pier­nas ha­cia el lu­gar don­de es­ta­ba el du­que.

      —Oja­lá lo hu­bie­ra sa­bi­do.

      —Creo que sí lo sa­bíais.

      Por su­pues­to que lo sa­bían. En el mo­men­to en que al­can­za­ron la ma­yo­ría de edad, un re­gue­ro de hom­bres ha­bía ve­ni­do a hus­mear al ba­rrio pre­gun­tan­do por un trío de huér­fa­nos que po­drían ha­ber lle­ga­do a Lon­dres años an­tes. Dos va­ro­nes y una mu­jer, cu­yos nom­bres na­die co­no­cía en Co­vent Gar­den… Na­die apar­te de los mis­mos bas­tar­dos.

      Na­die apar­te de los mis­mos bas­tar­dos y Ewan, el jo­ven du­que de Mar­wick, rico como un rey y con la edad su­fi­cien­te para sa­ber cómo uti­li­zar bien el di­ne­ro.

      Pero ocho años en aquel su­bur­bio

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