Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean

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Lady Felicity y el canalla - Sarah MacLean Romantica

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—dijo Dia­blo.

      Mar­wick se dio la vuel­ta.

      —Ha fun­cio­na­do.

      —No pue­de ha­ber he­re­de­ros, Ewan —de­cla­ró Dia­blo, in­ca­paz de usar el nom­bre del du­ca­do en su cara—. Ese fue el tra­to. ¿Re­cuer­das la úl­ti­ma vez que in­cum­plis­te un tra­to con­mi­go?

      Los ojos del du­que se os­cu­re­cie­ron.

      —Sí.

      Esa no­che, Dia­blo ha­bía to­ma­do todo lo que el du­que ama­ba y ha­bía hui­do.

      —¿Y qué te hace pen­sar que no lo haré de nue­vo?

      —Por­que esta vez soy el du­que —res­pon­dió Ewan—. Y mi po­der se ex­tien­de mu­cho más allá de Co­vent Gar­den. No im­por­ta lo du­ros que sean tus pu­ños en es­tos tiem­pos, De­von. Haré que el in­fierno cai­ga so­bre ti. Y no solo so­bre ti, sino tam­bién so­bre nues­tro her­mano. So­bre vues­tros hom­bres. So­bre vues­tro ne­go­cio. Lo per­de­rás todo.

      «Val­dría la pena».

      Dia­blo en­tre­ce­rró los ojos para mi­rar a su her­mano.

      —¿Qué es lo que quie­res?

      —Te dije que ven­dría a por ella.

      «Gra­ce». La cuar­ta de su ban­da, la mu­jer a la que Whit y Dia­blo lla­ma­ban her­ma­na, aun­que no com­par­tían la mis­ma san­gre. La chi­ca a la que Ewan ha­bía ama­do in­clu­so en­ton­ces, cuan­do eran ni­ños.

      Gra­ce, a quien los tres her­ma­nos ha­bían pro­me­ti­do pro­te­ger tan­tos años atrás, cuan­do eran jó­ve­nes e inocen­tes, an­tes de que la trai­ción rom­pie­ra su víncu­lo.

      Gra­ce, quien, ante la trai­ción de Ewan, se ha­bía con­ver­ti­do en el se­cre­to más pe­li­gro­so del du­ca­do. Por­que era Gra­ce quien re­pre­sen­ta­ba la ver­dad del du­ca­do. Gra­ce, na­ci­da del ma­tri­mo­nio del an­te­rior du­que y su es­po­sa, la du­que­sa. Gra­ce, bau­ti­za­da como su hija a pe­sar de ser, en cier­ta for­ma, ile­gí­ti­ma.

      Pero era Ewan quien, aho­ra, años des­pués, de­ten­ta­ba su nom­bre por bau­tis­mo. Quien os­ten­ta­ba el tí­tu­lo que no per­te­ne­cía a nin­guno de ellos por de­re­cho.

      Y Gra­ce era la prue­ba vi­vien­te de que Ewan le ha­bía usur­pa­do el tí­tu­lo, la for­tu­na y el fu­tu­ro; un robo que la Co­ro­na no se to­ma­ría a la li­ge­ra.

      Un robo que, de ser des­cu­bier­to, lle­va­ría a Ewan a re­tor­cer­se al fi­nal de una cuer­da en el ex­te­rior de New­ga­te.

      Dia­blo miró a su her­mano con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

      —Nun­ca la en­con­tra­rás.

      Los ojos de Ewan se os­cu­re­cie­ron.

      —No le haré daño.

      —Es­tás tan loco como va con­tan­do por ahí tu apre­cia­da aris­to­cra­cia si crees que nos va­mos a creer eso. ¿No re­cuer­das la no­che en que nos fui­mos? Yo sí lo hago, cada vez que me miro en el es­pe­jo.

      La mi­ra­da de Mar­wick se des­vió ha­cia la re­tor­ci­da ci­ca­triz de la me­ji­lla de Dia­blo, un po­de­ro­so re­cor­da­to­rio de lo poco que ha­bía sig­ni­fi­ca­do la her­man­dad cuan­do lle­gó el mo­men­to de re­cla­mar el po­der.

      —No tuve elec­ción.

      —To­dos tu­vi­mos elec­ción esa no­che. Tú es­co­gis­te tu tí­tu­lo, tu di­ne­ro y tu po­der. Y los tres te lo per­mi­ti­mos, aun­que Whit qui­sie­ra bo­rrar­te del mapa an­tes de que la po­dre­dum­bre de nues­tro pro­ge­ni­tor te con­su­mie­ra. Te de­ja­mos vi­vir a pe­sar de que tú pre­fe­rías a las cla­ras ver­nos muer­tos. Con una con­di­ción: nues­tro pa­dre es­ta­ba loco por un he­re­de­ro y, aun­que pu­die­ra con­se­guir uno fal­so con­ti­go, no ten­dría la sa­tis­fac­ción de que su li­na­je se per­pe­tua­ra, ni si­quie­ra es­tan­do él muer­to. Siem­pre es­ta­re­mos en la­dos opues­tos de esta lu­cha, du­que. La re­gla era que no hu­bie­ra he­re­de­ros. La úni­ca re­gla. Te he­mos de­ja­do en paz to­dos es­tos años con tu tí­tu­lo ilí­ci­to de­bi­do a ello. Pero quie­ro que se­pas una cosa: si de­ci­des in­cum­plir­lo, te des­tro­za­ré y nun­ca en­con­tra­rás ni un ápi­ce de fe­li­ci­dad en esta vida.

      —¿Y crees que aho­ra es­toy ple­tó­ri­co?

      Mal­di­ción, Dia­blo es­pe­ra­ba que no. Es­pe­ra­ba que no hu­bie­ra nada que hi­cie­ra fe­liz al du­que. Se ha­bía ale­gra­do del le­gen­da­rio re­ti­ro de su her­mano, pues sa­bía que Ewan vi­vía en la casa en don­de los ha­bían obli­ga­do a com­pe­tir; los hi­jos bas­tar­dos su­mi­dos en una ba­ta­lla por la le­gi­ti­mi­dad, por el nom­bre, el tí­tu­lo y la for­tu­na. Se les en­se­ñó cómo bai­lar, cómo com­por­tar­se en la mesa y cómo ha­blar con elo­cuen­cia para ocul­tar la ver­gon­zo­sa for­ma en que los tres ha­bían na­ci­do.

      Es­pe­ra­ba que cada re­cuer­do de su ju­ven­tud con­su­mie­ra a su her­mano, y él mis­mo se con­su­mía de arre­pen­ti­mien­to por ha­ber­se per­mi­ti­do desem­pe­ñar el pa­pel de com­pla­cien­te hijo de un mal­di­to mons­truo.

      No obs­tan­te, Dia­blo min­tió.

      —No me im­por­ta.

      —Os he bus­ca­do du­ran­te más de una dé­ca­da, y aho­ra os he en­con­tra­do. Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle, ri­cos y des­pia­da­dos, que di­ri­gen Dios sabe qué cla­se de red cri­mi­nal en el co­ra­zón de Co­vent Gar­den, el lu­gar que me vio na­cer, debo aña­dir.

      —Te es­cu­pió en el mo­men­to en que lo trai­cio­nas­te. Y a no­so­tros —le res­pon­dió Dia­blo.

      —He he­cho la mis­ma pre­gun­ta de mil ma­ne­ras di­fe­ren­tes. —Ewan se giró y se pasó la mano, ner­vio­so, por su ru­bio ca­be­llo—. Na­die suel­ta pren­da, ¿dón­de está ella?

      Ha­bía pá­ni­co en sus pa­la­bras, como si pu­die­ra vol­ver­se loco si no re­ci­bía una res­pues­ta. Dia­blo ha­bía vi­vi­do en la os­cu­ri­dad lo su­fi­cien­te como para en­ten­der a los lo­cos y sus ob­se­sio­nes. Agi­tó la ca­be­za y agra­de­ció en si­len­cio a los dio­ses que la gen­te del Gar­den les fue­se fiel.

      —Siem­pre fue­ra de tu al­can­ce.

      —¡Me la qui­tas­te! —El pá­ni­co se con­vir­tió en ra­bia.

      —La ale­ja­mos del tí­tu­lo —le con­tes­tó Dia­blo—. El que hizo en­fer­mar a tu pa­dre.

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