Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean

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Lady Felicity y el canalla - Sarah MacLean Romantica

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nun­ca la en­con­tra­rás.

      Su man­dí­bu­la, tan pa­re­ci­da a la de su pa­dre, se ten­só. Su mi­ra­da ad­qui­rió una som­bra de lo­cu­ra y des­pués vol­vió a tor­nar­se inex­pre­si­va.

      —En­ton­ces en­tien­de, Dia­blo, que no ten­go in­te­rés en cum­plir mi par­te del tra­to. Ten­dré he­re­de­ros. Soy un du­que. Ten­dré es­po­sa y un hijo den­tro de un año. Re­ne­ga­ré de nues­tro tra­to, a me­nos que me di­gas dón­de está.

      La ra­bia de Dia­blo se en­cen­dió y aga­rró con más fuer­za la ca­be­za pla­tea­da de su bas­tón. De­be­ría ma­tar a su her­mano aho­ra. De­jar que se de­san­gra­ra en el mal­di­to sue­lo y dar­le al fin su me­re­ci­do a la lí­nea su­ce­so­ria Mar­wick.

      Co­men­zó a gol­pear­se la pun­ta de su bota ne­gra con el bas­tón.

      —Ha­rías bien en re­cor­dar la in­for­ma­ción que ten­go so­bre ti, du­que. Una pa­la­bra mía ha­ría que te col­ga­ran.

      —¿Y por qué no la usas?

      La pre­gun­ta no era desafian­te, como Dia­blo ha­bría es­pe­ra­do. Era más bien tris­te, como si Ewan fue­ra a acep­tar la muer­te. Como si la desea­ra.

      Dia­blo ig­no­ró aquel pen­sa­mien­to.

      —Por­que ju­gar con­ti­go es más en­tre­te­ni­do.

      Era men­ti­ra. Dia­blo ha­bría des­trui­do fe­liz­men­te a este hom­bre, a quien una vez con­si­de­ró su her­mano. Pero to­dos esos años atrás, cuan­do él y Whit es­ca­pa­ron de la re­si­den­cia de Mar­wick y se di­ri­gie­ron a Lon­dres y a su te­rri­ble fu­tu­ro, pro­me­tien­do man­te­ner a Gra­ce sana y sal­va, ha­bían he­cho otra pro­me­sa, y esta era a la pro­pia Gra­ce.

      No ma­ta­rían a Ewan.

      —Sí, creo que ju­ga­ré a tu es­tú­pi­do jue­go —pro­si­guió Dia­blo, tras le­van­tar­se y dar dos gol­pes con su bas­tón en el sue­lo—. Sub­es­ti­mas el po­der del hijo bas­tar­do, her­mano. Las da­mas ado­ran a los hom­bres dis­pues­tos a lle­var­las a pa­sear por la os­cu­ri­dad. Es­ta­ré en­can­ta­do de arrui­nar a tus fu­tu­ras es­po­sas. Una tras otra, has­ta el fin de los tiem­pos. Sin pen­sár­me­lo dos ve­ces. Nun­ca en­gen­dra­rás un he­re­de­ro. —Se acer­có a su her­mano has­ta que­dar fren­te a fren­te con él—. Te qui­té a Gra­ce de­lan­te de tus na­ri­ces —su­su­rró—. ¿Crees que no po­dré ha­cer­lo con otras?

      La man­dí­bu­la de Ewan se apre­tó en un arre­ba­to de fu­ria.

      —Te arre­pen­ti­rás de ha­ber­la ale­ja­do de mí.

      —Na­die ale­ja a Gra­ce de na­die. Ella fue quien de­ci­dió aban­do­nar­te. Eli­gió huir. No con­fia­ba en que la man­tu­vie­ras a sal­vo. No cuan­do ella era la prue­ba de tu más os­cu­ro se­cre­to. —Hizo una pau­sa—. Ro­bert Matt­hew Ca­rrick.

      La mi­ra­da del du­que se nu­bló al es­cu­char ese nom­bre, y Dia­blo se pre­gun­tó si era po­si­ble que los ru­mo­res fue­ran cier­tos. Si Ewan es­ta­ría loco de ver­dad.

      No se­ría una sor­pre­sa, dado el pa­sa­do que lo ator­men­ta­ba. Que los ator­men­ta­ba a to­dos.

      Pero a Dia­blo no le im­por­tó, y con­ti­nuó con su dis­cur­so.

      —Ella nos eli­gió, Ewan. Y me ase­gu­ra­ré de que to­das las mu­je­res a las que cor­te­jes ha­gan lo mis­mo. Dis­fru­ta­ré arrui­nan­do a cada una de ellas. Y al ha­cer­lo, las es­ta­ré sal­van­do de tu ob­se­sión por el po­der.

      —¿Crees que tú no tie­nes la mis­ma ob­se­sión? ¿Crees que tú no la he­re­das­te de nues­tro pa­dre? Os lla­man «los re­yes de Co­vent Gar­den», y todo lo que os ro­dea es po­der, di­ne­ro y pe­ca­do.

      Dia­blo son­rió con su­fi­cien­cia.

      —Ga­na­do a pul­so, Ewan.

      —Ro­ba­do, que­rrás de­cir.

      —Tú sí que de­bes de sa­ber mu­cho so­bre fu­tu­ros ro­ba­dos. So­bre nom­bres ro­ba­dos. Ro­bert Matt­hew Ca­rrick, du­que de Mar­wick. Un bo­ni­to nom­bre para un niño na­ci­do en un bur­del de Co­vent Gar­den.

      El du­que frun­ció el ceño y sus ojos se os­cu­re­cie­ron.

      —En­ton­ces, que em­pie­ce el jue­go, her­mano, ya que pa­re­ce que me han re­ga­la­do una pro­me­ti­da. lady Fe­li­cia Fair­ha­ven o Fio­na Fart­hing o al­gún otro nom­bre es­tú­pi­do.

      «Fe­li­city Fair­cloth».

      Así es como la ha­bían lla­ma­do aque­llos as­nos en el bal­cón an­tes de des­tro­zar­la en pe­da­zos y ha­cer que se sin­tie­ra obli­ga­da a pro­me­ter­se al du­que en un arre­ba­to de in­so­len­cia. Dia­blo ha­bía sido tes­ti­go de cómo su­ce­día el desas­tre, pero ha­bía sido in­ca­paz de evi­tar que se vie­ra en­vuel­ta en los asun­tos de su her­mano. En sus pro­pios asun­tos.

      —Si pien­sas con­ven­cer­me de que no es­tás en el mer­ca­do para he­rir a las mu­je­res, in­vo­lu­crar a una jo­ven inocen­te en esto no es la for­ma de ha­cer­lo.

      La mi­ra­da de Ewan en­con­tró la suya al ins­tan­te, y Dia­blo la­men­tó ha­ber di­cho aque­llo. Lo que Ewan pa­re­cía pen­sar que ha­bía in­si­nua­do.

      —No le haré daño —anun­ció Ewan—. Me voy a ca­sar con ella.

      Aque­lla afir­ma­ción le mo­les­tó, pero Dia­blo hizo lo po­si­ble por ig­no­rar aquel sen­ti­mien­to. Fe­li­city Fair­cloth, la del nom­bre es­tú­pi­do, ya es­ta­ba in­vo­lu­cra­da has­ta las ce­jas. Lo cual sig­ni­fi­ca­ba que no te­nía otro re­me­dio que com­pro­me­ter­la.

      Ewan si­guió pre­sio­nan­do.

      —Su fa­mi­lia pa­re­ce de­ses­pe­ra­da por ca­zar a un du­que, tan de­ses­pe­ra­da que la mis­ma dama nos ha de­cla­ra­do com­pro­me­ti­dos esta no­che. Y que yo sepa, ni si­quie­ra nos he­mos co­no­ci­do. Evi­den­te­men­te, es una bo­ba­li­co­na, pero no me im­por­ta. Los he­re­de­ros son he­re­de­ros.

      No era una bo­ba­li­co­na. Era fas­ci­nan­te. In­ge­nio­sa, cu­rio­sa y se sen­tía más có­mo­da en la os­cu­ri­dad de lo que él ha­bría ima­gi­na­do. Y con una son­ri­sa que ha­cía que los hom­bres se fi­ja­sen en ella.

      Era una lás­ti­ma que tu­vie­ra que arrui­nar­la.

      —En­con­tra­ré a la fa­mi­lia de la jo­ven y les ofre­ce­ré for­tu­na,

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