Una mujer en pedazos. Giselle Rumeau

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Una mujer en pedazos - Giselle Rumeau

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fe?

      No quiero tener malos pensamientos, pero ¡tengo tanto miedo! Desde ayer que no puedo parar de llorar, con esta puntada en el pecho que apenas me deja respirar, yo no sé cómo voy a hacer para que no me vea así. Ella está entera ¡si tardó una semana en contarnos la noticia para no preocuparnos! Durante varios días soportó esto sola porque no quería amargarnos y darle un disgusto a los viejos que ya están cansados de lucharla. Algo de razón tenía porque ver llorar a mi papá como un chico me partió el alma, cuando me pasó a buscar hoy temprano como siempre para ir a la fábrica. Apenas me subí al auto, me miró unos segundos y se quebró sin decir nada. Nunca lo había visto así, tan duro siempre, tan incapaz de manifestar sus sentimientos porque es de los que piensan que los hombres no lloran. Se ve que andaba con el llanto atragantado desde ayer, cuando mi hermana llamó a mi madre después que a mí para contarles que algo no estaba bien con la mamografía, que había grandes posibilidades de que sea un cáncer, pobrecita, se los dijo así, ella no quiso confirmarles lo que ya sabía, para que la noticia no sea un mazazo. Y yo, que ya no sé qué pensar, al ver llorar a mi padre como un chico no pude más que abrazarlo, no recuerdo haberlo hecho nunca de ese modo, y contenerlo como pude, todo va a salir bien, papá, no te aflijas tanto, es una prueba de vida, lo sé, ella es fuerte, repetí varias veces para que también yo pueda creerlo. Va a ser duro esto, me dijo, porque su hermano, que es médico, a quien él obedece como palabra santa, ya los preparó para una pelea feroz. Que aún no hay nada perdido, que es probable que lo pueda vencer, que es joven y fuerte, pero les dejó bien clarito que será un tratamiento terrible. Él sabe de lo que habla no tanto por ser doctor sino porque su esposa también padeció la enfermedad en un pecho, aunque a mi tía tuvieron que sacárselo. La quimio es como un veneno que circula por las venas y la va a destrozar, dijo, hay que ser fuertes cuando se descomponga y vomite por horas sin poder parar o cuando no se pueda levantar de la cama durante días. Será lo más parecido a una agonía, anunció, será lo más parecido a verla morir.

      Dice papá que mi madre está destrozada. ¡Ay mamita!, yo también estoy mal, tengo el corazón tan dolorido que ni siquiera puedo rezar. No me sale, no sé por qué... Lo intenté pero me ahogo, Julián lo vio, se me cierra la garganta, se me estrangulan las palabras y no sale nada más que lágrimas. De tan llorona metí la pata con mi Santi, qué pasa mamá, por qué lloras, y tuve que decirle la verdad, aunque pensé en mentirle, en evitarle ese sufrimiento por su tía adorada, inventarle cualquier historia con tal de que no tenga que pasar por esto. Pero siempre es mejor decir la verdad, aunque sea una verdad a medias. ¿La tía se va a morir? No, la tía se va a curar. Quiero verla, mamá, quiero darle un abrazo fuerte. Yo también quiero abrazarla, hijo, abrazarla y consolarla.

      En un rato la vamos a ver. Giselle quiere venir a Quilmes, ella que tanto le gusta la Capital dice que prefiere quedarse en la casa de los viejos, para estar con su familia y con nadie más, al menos hasta que la operen en unos días. Le dije a Julián, es como un animal herido que busca refugiarse en la cueva. Por eso tengo que reponerme antes de verla, para que no se dé cuenta del miedo que tengo, de este dolor que siento en las entrañas, porque tengo que contagiarle mi fe, mi esperanza. La pobre no cree en nada y eso no es bueno para la salud. Voy a decirle que nada malo le va a pasar, te lo juro hermanita linda, yo estoy acá para cuidarte como cuando te pasabas a mi cama de noche. Si puedo verla ahora mismo, parada al lado de mi cama, desamparada entre la oscuridad de la piecita que compartíamos con Mariano porque la casa era chica y el dinero no sobraba, la veo ahora mismo ahí parada con sus contradicciones que me volvían loca, pidiéndome protección desesperada y al mismo tiempo empujándome de la cama porque no le dejaba espacio. La veo ahora mismo sacándome la lengua cuando mamá nos ponía en penitencia a cada una en una silla de la cocina, y guay con bajarse ¿eh?, ni se les ocurra, se quedan ahí hasta que yo lo diga. Puedo escuchar cómo sorbía la sopa con ruido, a propósito, tan solo para exasperarme, o la forma en que hacía renegar a mamá cuando se quejaba porque la leche tenía nata, que no, que no la tomo nada porque me da asco. Puedo verla ahora mismo riéndose sin parar, y haciéndonos reír a carcajadas a Mariano y a mí con sus payasadas, imitando al chapulín colorado y rompiendo la lámpara del comedor con su torpeza. Cómo no quererla cuando se pegaba cinta scotch en la cara, hagámonos cirugía estética, decía, y aparecía con la nariz respingada haciendo ruido como un chanchito. Cómo no odiarla cuando nos enamoramos del mismo chico en el mar, Alfredo se llamaba, nos pasamos las vacaciones compitiendo por su atención, que me miró a mí, ¡no! ¡si me ayudó a mí a llevar la sombrilla! Cómo no entender su dolor y su culpa, el día que un colectivo atropelló y mató a su perrito pequinés porque ella lo venía corriendo para alcanzarlo. No llores, no fue tu culpa, hermanita linda, no es tu culpa, no es nuestra culpa. Vos no tenés fe pero nunca le hiciste mal a nadie. ¿Por qué te tuviste que enfermar?

      Si hay algo que me fastidia en esta vida es la gente que vive para quejarse. Me pasa desde hace tiempo, desde que tengo memoria, pero en los últimos días la molestia se convirtió en un odio visceral. Cuando escucho a alguien quejarse trivialmente por su infortunio, me lleva el demonio. Me pongo tan mal que hasta me da dolor de estómago. La intolerancia es tal que puedo abandonar sin vacilar un instante a la quejosa persona que me está atosigando e irme dando portazos como una desquiciada. Escuchar esas letanías de lamentos inacabables ya no lo soporto.

      Mi amiga Nadia es un ejemplo perfecto de lo que digo. Apenas una la saluda, entorna los parpados, te mira con ojitos de perro abandonado y comienza a desplegar su espectacular talento para ese rollo burgués. “Estoy bien pero... me siento tan sola”. “Estoy bien pero... hace tanto tiempo que no me abrazan”. “Estoy bien pero... la vida es tan aburrida sin amor”. “Estoy bien... pero”. ¡Me enferma! Pareciera que llevara en la frente la marca de la desesperación. Como si alguien fuera a quererla tan solo por generar lástima. Le digo que resulta patética pero ni me escucha.

      Hace apenas una semana estuvo moqueando una hora en el teléfono porque la manicura le había cortado mal una uña provocándole una fenomenal hinchazón en el dedo gordo de la mano derecha. Se lamentaba porque le dolía muchísimo y estaba sola, obvio. Creí que me descomponía. Le grité, no me acuerdo que cosa, y corté la comunicación. ¡Llorar porque se le encarnó una puta uña! ¿Cómo se le ocurre?

      Luis suele decirme que cuando me enojo así, con tanta violencia, es porque estoy muerta de miedo. Que si saco la daga del golpe y quiero arrancarle a alguien el corazón seguro llegué al límite de mi vulnerabilidad. Luis es mi psicólogo desde que me enfermé. Sé que es un buen terapeuta pero en ese punto no estoy nada de acuerdo.

      El caso es que mi carácter me está trayendo problemas. La semana pasada descubrí en la sala de espera del segundo piso del Hospital Británico que había perdido definitivamente mi amabilidad. Estaba leyendo La maravillosa vida breve de Óscar Wao de Junot Díaz, un autor dominicano que me sugirió Pato. No quiero hablar de Pato. Solo diré que lo odio y deseo su infelicidad de por vida. Pero tengo que reconocer que es un experto en literatura. El libro relata la historia de un traga obeso y desastroso que sueña con ser escritor pero está condenado al desamor y a toda clase de trágicos accidentes por el fukú, una extraña maldición que desde hace varias generaciones persigue a todos los miembros de su familia. Fui feliz apenas lo tuve en mis manos pero esa tarde no podía salir de la misma página debido al líquido espantoso que se usa como contraste para las tomografías computadas. Por más que me esforzaba, no había manera de pasarlo por la garganta. Intenté una y mil formas de tragarlo. Incluso hasta deje de respirar. ¡Ya no sabía qué hacer para distraerme! Mientras sostenía el vaso con una mano, tapaba mi nariz con la otra y comenzaba a preguntarme qué clase de calamidad habría caído sobre la cabeza de mis antepasados, me di cuenta de que el cuadro de la reina Isabel de Inglaterra, uno en el que se la veía con un sombrero feísimo, había sido reemplazado por otro del general San Martín con la bandera celeste y blanca de fondo. Me imagine una situación rarísima y desopilante. Un delegado de la Casa Rosada llamando al director del Hospital Británico para invitarlo cordialmente a sumarse al reclamo nacional y popular por la soberanía de las Islas Malvinas. Isabel go home.

      Lamentablemente

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