Una mujer en pedazos. Giselle Rumeau
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Ahora, a la distancia, me doy cuenta de que podría haber evitado el martirio ulterior. Cuando al otro día nos encontramos en un escondido restaurante de la Costanera Sur, dijo que estaba loco por mí y, al mismo tiempo, se sentía presa del pánico, porque tenía una familia a la que no pensaba abandonar. Una mujer inteligente se hubiera levantado en ese mismo momento y hubiera echado a correr sin pausa. Pero yo me quedé y lo hice con una sumisión espantosa.
“Mostrame tus tetas. Mostrámelas ahora”, ordenó antes de que trajeran la comida. Estábamos solos en una mesa al aire libre y obedecí como una autómata. Recuerdo que fui desabrochando lentamente mi camisa, jugando con mi escote, hasta dejar mis pechos expuestos. Pato se acercó y comenzó a lamerlos, primero con su lengua, y luego con toda su boca húmeda, ante los desorbitados ojos del mozo, que con los platos en la mano, improvisó un giro inmediato y se volvió a la cocina.
Sé que suena presuntuoso pero mis tetas siempre han enloquecido a los hombres. No por ser enormes, no miden más de 95 centímetros, sino porque son realmente lindas. Redondas, prominentes, pulposas, suaves. En los últimos años, me han hecho sentir poderosa. La gran tetona a la que todos se querían coger. Bastaba con enderezar la espalda en cualquier reunión multitudinaria para captar la atención inmediata de los varones y la envidia malsana de las mujeres. Érase una mujer a un par de tetas pegada, sería mi versión del poema de Quevedo. Aunque me cueste reconocerlo, mi cáncer de mama ha sido en ese punto un golpe a mi omnipotencia, a mi narcisismo infinito.
Pato gozó mis tetas como ninguno, esa noche en mi casa cuando finalmente nos dejamos arrastrar por la corriente. Creí entonces que había sido una noche gloriosa. Pero la dicha duró poco. Al día siguiente, Pato comenzó a ignorarme. Llegó a la revista convertido en otro. No me miraba cuando le hablaba, apenas sonreía. Se negaba a admitir mi existencia, como si negarme aliviara su culpa o reparara sus errores. Cuando ya no pude respirar por la angustia y la desilusión, le pregunté qué le pasaba. Nos fuimos a tomar un café al bar de la esquina y allí me dijo que me olvidara de todo, que dejemos las cosas así, que se había equivocado. Mi primera reacción fue el silencio. Después sentí frío y un profundo dolor en el vientre. Finalmente me enfurecí, le grité y reproché su irresponsabilidad. Pero no hubo caso. Insistía en que había sido un error porque no quería que su familia estalle en mil pedazos. Para mí ya no había retorno.
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