Una mujer en pedazos. Giselle Rumeau
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Me puse a cantar en voz baja. Siempre canto cuando me pongo nerviosa o algo se pone difícil. Pero la vieja no paraba de hablar y de perforarme la psiquis con su voz chillona.
— ¡Ay, Carlos! Fijate si me pueden atender ya. Me siento mal —le decía a uno de sus hijos, el que parecía mayor y más preocupado.
—Mamá, ya pregunté. Quedate tranquila, ya nos van a llamar.
—Ay, pero me duele. Debe ser algo malo. Estoy segura.
—Por favor, no empieces con eso ahora.
—Yo lo sé. Sé que es algo malo. Fijate si tengo fiebre.
—No, no tenés fiebre mamá. Quedate tranquila.
—No aguanto el dolor, Carlos. Fijate, andá a ver si me pueden atender ahora —insistía la mujer mientras se tomaba el pecho y se recostaba en la silla.
Carlos se alejó hacia la recepción y el otro se había corrido a un costado de la sala para hablar por teléfono. Alguien le reprochaba algo y él se disculpaba.
—Lo lamento, no pude comprarlo. Mamá se descompuso. Estamos en el Británico. No podemos dejarla sola —decía.
La situación me superó. De pronto me entraron unas nauseas horrendas por el líquido asqueroso y la queja sin pausa. Primero me mareé y después me perdí dentro de mi cabeza. Vi a la mujer en una cama del hospital, conectada a una maraña de cables, respirando con dificultad, con el cuerpo cansado y descompuesto de dolor. A su lado, sus hijos sonreían cada vez que ella abría los ojos. Definitivamente, morir es un momento importante en la vida de uno como para hacerlo solo, pensé. “¡¿Qué más quiere?!”.
No me acuerdo bien cómo pasó. Pero de golpe me encontré parada frente a la mujer, gritándole como una completa desquiciada. ¡¿Qué más quiere?! ¡¿Qué más quiere?!
Me llamaron justo cuando los hermanos se me venían encima. Entré a la sala descompuesta y confundida. Ahí adentro hacía un frío terrible.
VII
Hay temas de los que me cuesta hablar. No tanto de los días tristes y oscuros que pasé con Pato, o de su tremenda ausencia, sino de su indiferencia frente a mi dolor. Hace ya dos meses que no lo veo y recién ayer, a una semana de la cirugía en la que me extirparon el tumor, reapareció con un mensaje de texto breve, de una frialdad intolerable. “Me contó Naty que la operación salió mejor de lo esperado. Me alegro mucho, de verdad. No te llamo para no molestarte. Pero te deseo mucha suerte”. Suerte. ¿Puede haber algo menos comprometido que desearle suerte a alguien? Es la descarnada confirmación de que esa persona no estará ahí cuando todo se desmadre. Suerte. Que te vaya bien. Hasta nunca. Es igual.
Sentí al leer el mensaje una pena infinita, aún soy vulnerable a su recuerdo, y apenas pude responderle. Solo le agradecí y devolví las gentilezas. “Suerte para vos también” le dije. Puede parecerlo pero no fue una ironía. Estoy segura de que la necesitará. Acabo de enterarme de que su esposa, la sana y fértil mujer con la que vive desde hace diez años, está embarazada de mellizos. Me lo contó Nadia, que suele ser pertinazmente eficaz en los momentos más inoportunos. Mentiría si dijera que no duele hasta los huesos pero lo esperaba. Pato suele huir como un cobarde cada vez que la situación se le escapa de las manos. Ya lo hizo con Sandra, con quien se involucró hace seis años, doce meses antes de que naciera Ema. Y ahora volvía a utilizar el mismo recurso. Un hijo como un regalo, como un ramo de flores para expiar su falta, su desliz, su tropiezo.
Es difícil recordar los días con Pato pero la verdad es que no siento ninguna culpa. No traicioné a nadie, no engañé, jamás mentí. No soy la que tiene que dar explicaciones. Él era responsable, no yo. Pero Pato siempre puso toda su porquería en mi puerta. “Vos sabías que yo estaba casado”, disparaba cuando le reprochaba sus desplantes, sus humores variados. “Tendrías que haber dicho que no”, me censuraba, como si el amor no fuera un mazazo en la cabeza que te deja lelo y dando vueltas como un trompo. No tenía respuestas más que el llanto porque a esa altura yo lo adoraba como a una divinidad.
Aún hoy no puedo precisar qué lleva a una mujer a involucrarse con alguien que es de otra. Me lo he preguntado millones de veces y he escuchado innumerables argumentos relacionados con la falta de autoestima o la competencia edípica e inconsciente con la madre. Es probable que algo de eso sea cierto, pero a mí me pasó por boba. Así de simple. Sinceramente creí que si un hombre casado atravesaba esa frontera en su ámbito laboral con una compañera tenía que estar enamorado. O, en su defecto, loco. ¿Qué necesidad de sacarse la calentura con alguien a quien luego tendría que seguir viendo todos los larguísimos días siguientes? ¿Por qué no buscar una aventura afuera con una mujer a la que se podría abandonar sin remordimiento o conflicto alguno? Si se animaba a desafiar todas las reglas tenía que estar enamorado. No podía ser de otra manera. Y así, voluntariamente puse día tras día, durante dos años, la cabeza en la guillotina.
Lo más triste, lo más patético y tortuoso, es que ni siquiera fuimos amantes, en el sentido estricto de la palabra. Él nunca quiso. Nuestros encuentros amorosos sucedían sin planes y sin aviso, cuando la pasión, o la represión, eran ya inmanejables. “Si sigo acostándome con vos, voy a tener que dejar a mi mujer”, me decía cada vez que se iba de mi cama. “No quiero que me explote la vida”, repetía con desesperación culposa. Pero el carácter esporádico de esta relación no me salvó del calvario de amar al hombre equivocado. Por el contrario, su permanente rechazo laceraba mi vanidad y agigantaba mi angustia con el correr de los días.
Es verdad que cuando conocí a Pato sabía que estaba casado y tenía una hija. Pero ese maldito día de febrero en que llegó a la revista, la atracción fue fatal e inmediata. Me cautivó su sonrisa franca, su piel trigueña, el pelo enmarañado, su desprolijidad adolescente. Me enamoré de él, casi de manera infantil, al día siguiente, cuando lo escuché hablar por teléfono con Ema, su hija de cinco años. Su trato amoroso logró confundirme al principio y creí que era su mujer la destinataria de tanta ternura. Pero no. Cada vez que hablaba con su esposa lo hacía con un desapego indisimulable. En sus relatos de fin de semana, ella siempre se quedaba afuera. “Fuimos con Ema a la plaza”, decía. Y si por esas eventualidades no podía dejar de nombrarla, su mujer no era su mujer sino la madre de la nena. Todo eso me confundió en extremo, porque además no fui la única que perdió la cabeza. Desde que nos vimos por primera vez Pato se pegó a mi piel como un ungüento oleoso. No había un solo momento, ni siquiera de trabajo arduo, en que no me mirara. Se divertía como un loco con mis ocurrencias y exageraciones, tanto como se preocupaba por mis amarguras. Me esperaba cuando me retrasaba en el cierre de una nota e insistía en acompañarme a mi casa si era muy tarde. Fueron días de complicidad, de risas, de ardor acumulado. Pasaba mis noches en vela, soñándolo, imaginando cómo sería la vida juntos, añorando lo que no tenía, deseando haber sido yo la madre de su hija. Me engañaba a mí misma y a mis amigas jurando que no flaquearía en nombre del amor. Pero Pato conspiraba siempre contra mi voluntad trémula.
Una noche pasó lo que ya era inevitable. Habíamos tomado unas copas de más en un bar, al que fuimos para celebrar el cumpleaños de una compañera. Recuerdo que nos sentamos juntos, sin importarnos la mirada entre burlona e inquisidora que nos echaba el resto. Cuando las luces se fueron apagando, Pato insistió en llevarme hasta mi casa y yo acepté mansamente. El alcohol había barrido con mis últimas inhibiciones y durante el viaje le relaté, verborrágica, la intimidad bochornosa de mi primer encuentro amoroso. Pato se reía, me miraba con ternura, miraba al frente,