Camino al colapso. Julián Zícari
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No obstante esto último, pasada más de la mitad del año y realizando un balance, si bien el recorrido del gobierno no había tenido un brillo espectacular ni era una fiesta, tampoco tenía frente a sí un horizonte excesivamente complicado, crítico o negativo. Más bien había logrado llevar adelante objetivos difíciles de implementar como eran los recortes presupuestarios, aprobar la ley de flexibilización laboral, al mismo tiempo que mantener buenos niveles de aceptación en las encuestas, imponerse con comodidad en las elecciones de la Capital Federal y hacer crecer la recaudación gracias a la moratoria fiscal. El resultado limpio de su primer tramo de gestión parecía entonces positivo en más de un aspecto –sobre todo por el fuerte respaldo que le daba el FMI y los préstamos que obtuvo de este–. Además, si bien se habían despertado tensiones internas con algunos sectores y legisladores aliancistas –que consideraban que se había llegado al límite del apoyo que podía perdérseles–, la situación con estos no pareció haber llegado a un punto sin retorno. Por su parte, los partidos políticos y los grupos opositores al gobierno parecían empantanados y en su hora más difícil, lo que sentaba un resultado todavía mejor para la Alianza: Cavallo debió replegarse de la política nacional por un tiempo luego de su derrota electoral en la Capital, el peronismo no lograba definir un rumbo claro y estaba hundido en su propia crisis interna, sin un liderazgo que lo unificara, mientras que los sindicalistas no habían logrado ni siquiera asustar al gobierno a pesar de las sucesivas marchas y paros generales decretados, siendo incluso abandonados por algunos gobernadores del PJ que estaban también enfrentándose a los gremios –sobre todo a los estatales– en sus provincias y habían comenzado a descontar los días de huelgas48. Por lo que el gobierno parecía más armado que débil frente a la oposición. A su vez, cierto repunte de las exportaciones hacia Brasil, las cuentas fiscales con tendencia a equilibrarse y los apoyos del FMI brindaron la sensación de que lo peor ya había pasado y que hacia adelante se abriría indefectiblemente la hora de las “buenas noticias”: en agosto fueron anunciados el lanzamiento de nuevos planes sociales y también un demorado programa de obras públicas que alentarían el consumo y permitirían que por fin la reactivación se pusiera en marcha. Con todo ello, la distención arribaría de un momento a otro bajo un mar de tranquilidad económica. Es revelador al respecto que cuando Alfonsín fue consultado a mediados de julio sobre cómo calificaba la acción de gobierno hasta entonces, este dijo que se merecía “7 puntos por su gestión” y no más nota solo “por ser un poco lento” (Clarín 13/07/2000), mientras que Duhalde admiraba el invento electoral de aquel y se maravillaba de sus logros, augurando que algún día él podría convertirse en “el Alfonsín del justicialismo” para que este pueda volver al gobierno en 2003 (Clarín 08/07/2000). Solo algunos estallidos sociales en el interior del país habían despertado alarmas por el nivel de violencia y protesta que generaron, aunque rápidamente fueron minimizados por el gobierno al presentarlos como hechos aislados, asegurando De la Rúa que “no hay peligro de que haya nuevos estallidos sociales” (Clarín 16/05/2000) y que no habría entonces de qué preocuparse. En fin, durante los primeros tiempos de la Alianza su camino pareció estar despejado y sin grandes nubes sobre sí.
Sospechas de sobornos en el Senado y la renuncia de Álvarez
El entramado político con el que se había conformado la Alianza, según pudimos ver, estaba lejos de ser simple. Los equipos, cuadros y objetivos eran bien dispares en las diferentes áreas de gobierno. Casi desde su hora cero la Alianza había demostrado estar lejos de funcionar como una unidad articulada y actuaba más bien como una yuxtaposición de miembros heterogéneos que representaban las más diversas orientaciones, muchas veces enfrentadas entre sí. Aunque si bien inicialmente se buscó revolver con gestos de cordialidad los conflictos y diferencias dentro del gabinete, los ministerios y secretarias, los choques fueron frecuentes y despertaron tensiones, rispideces y desconexión en los planes a llevar a cabo, con lo que predominó la falta de coherencia programática y el desorden, cuando no la más absoluta parálisis49. A su vez, si este tipo de problemas no es algo que ningún gobierno se pueda permitir si desea llevar adelante una gestión exitosa, el asunto cobraba mucha más gravedad si consideramos el cuadro de situación que debían enfrentar los miembros de la Alianza dado el “empate institucional” que le habían dado las urnas. Con lo que, el nuevo gobierno debía buscar primero acuerdos necesariamente en su seno para luego salir a trazar alianzas con otros partidos y espacios, puesto que –de no hacerlo– resultaría muy fácil caer en el atasco y la dispersión. No obstante, si estas dificultades permeaban las áreas de gobierno casi in toto, era más claramente en el vértice gubernamental donde se encontraban los mayores problemas de coordinación.
En efecto, el núcleo duro de la toma de decisiones de la Alianza había ido mutando su composición desde la conformación de la coalición hasta su llegada al gobierno, desplazando a algunos de sus actores. Desde el inicio de la gestión la máxima dirección ya no estaba a cargo del “grupo de los cinco” como antes sino que dicho agrupamiento decantó finalmente a solo tres figuras: De la Rúa, Álvarez y Alfonsín (sobre todo porque Terragno y Fernández Meijide habían perdido mucha gravitación interna y no estaban en condiciones de imponer nada), con lo que se perdió cierto carácter de equilibrio confederal originario y la “troika” remanente estaba lejos de ser horizontal, siendo bastante despareja en varios sentidos. Por un lado, porque De la Rúa había asumido la presidencia del país por la unión de dos partidos a los cuales no controlaba pero con los que debía convivir, ya que ellos eran sus auténticos respaldos y las plataformas con las que había ascendido, más allá de que su carrera política personal se hubiera trazado por fuera de las estructuras partidarias, y que lo habían sostenido en el alto grado de aceptación de las encuestas. Por su parte, los dos líderes partidarios, tanto Álvarez como Alfonsín, debían actuar como figuras concertadoras entre presidente y partidos, y donde sus preferencias no podrían ser de ninguna manera excluídas, puesto que De la Rúa no tenía un cheque en blanco para gobernar, sino tan solo la conducción formal de la coalición. Así, por más que las campañas electorales se hubieran centrado en la persona de De la Rúa como síntesis y emblema de la Alianza, una cosa eran las publicidades y otra la realidad. Igualmente, y a pesar de todo esto, los roles que tácitamente debían respetarse como primer mandamiento de acción en poco tiempo fueron relegados lentamente, en lo que cada miembro de la troika fue asumiendo estrategias y objetivos diferentes, muchas veces cercanos a la colisión. Por parte de Alfonsín, en principio, debemos decir que no se había mostrado exigente, sino que había dado bastante aire político y solo atinó a funcionar como el catalizador de algunos sectores del radicalismo con respecto al gobierno. Sin embargo, a poco de andar empezó a ensayar posiciones cada vez más revisionistas de los objetivos iniciales de la Alianza, considerando que la acción del gobierno no debería estar centrada únicamente en las denuncias de corrupción –puesto que entendía que esto era una forma de “judicializar la política” (La Nación 27/06/2000) –, amén de que los gobernadores y legisladores del partido le habían trasmitido que no se encontraban cómodos con las querellas permanentes sobre ese tema o las sospechas que pudiera recaer sobre ellos, sus entornos o –incluso– en la misma oposición peronista de sus distritos. Del mismo modo, Alfonsín había empezado a mostrarse como la figura más heterodoxa dentro de la Alianza en función de los postulados económicos que se fijaron. Según el viejo líder radical, el gobierno “se estaba poniendo un poquito a la derecha” (Clarín 07/06/2000) cuando la realidad demostraba, al contrario de la ortodoxia hasta allí ensayada, que era indispensable comenzar a replantear los componentes básicos del modelo económico vigente, en los cuales veía un lastre demasiado pesado que más temprano que tarde habría que atacar y abordar de otro modo al fijado: continuar con la convertibilidad tal cual esta funcionaba, sostener el peso cada vez más grande de la deuda sobre las finanzas públicas, permitir el rol del FMI en la diagramación del programa de gobierno y los sucesivos ajustes