Camino al colapso. Julián Zícari
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Por supuesto, el apoyo financiero dado por los organismos internacionales al gobierno no fue gratuito, sino una pesada conquista. En principio porque este respaldo se basó en las duras medidas que aplicó la Alianza con tal de llevar tranquilidad a los mercados y en las que más de una vez el mismo gobierno estuvo dispuesto a arriesgar demasiado su propio capital político con tal de mostrar números en equilibrio. En este caso, porque cuando se hicieron las primeras estimaciones del impacto inicial del “impuestazo” se comprobó que ninguno de los objetivos buscados fue logrado: los ingresos no aumentaron lo suficiente, no tuvo el mínimo efecto redistributivo que intentó, aun cuando focalizó la suba de impuestos sobre todo en ganancias, ni tampoco logró hacer despegar la economía, a su vez que los salarios terminaron perjudicados mucho más de lo esperado (los datos hablaban de una baja general que iba desde el 1% al 14%) (Clarín 04/01/2000). Fue por eso que apenas dos meses después del “impuestazo”, el gobierno aplicó un segundo plan de ajuste, mucho más concreto que el anterior. Para ello el gobierno decidió en febrero no renovar los contratos de 18.000 empleados estatales, dar de baja a los que habían sido contratados durante el año anterior, ampliar el sistema de retiro voluntario hasta 90.000 personas y aplicar la jubilación forzosa para los que estuvieran en edad de hacerlo. Además, como una medida de austeridad y eficiencia, se pensó suprimir y fusionar organismos, lo que permitiría contar con otros 6.000 funcionarios públicos menos (Clarín 08/02/2000). Por su parte, y para terminar de congraciarse con las autoridades del FMI, el gobierno estuvo dispuesto a llevar adelante una de las reformas económicas “pendientes” de la era Menem cuando apostó por hacer aprobar una ley de reforma laboral exigida por dicho organismo y que implicaba una notoria “flexibilización” de los derechos de los trabajadores. El corazón de la nueva normativa era debilitar los acuerdos gremiales centralizados, extender los periodos de prueba sucesivamente, impulsar las negociaciones por empresa, crear nuevos convenios colectivos y subir la edad jubilatoria. Además, como señaló el Héctor Recalde, abogado laboralista ligado a la CGT de Moyano: “Durante el exagerado plazo de duración –hasta un año– priva al trabajador de la mínima estabilidad, ya que no tiene derecho a indemnización por preaviso ni tampoco por despido” (La Nación 28/04/2000), como también le permitía a los empleadores disminuir los aportes patronales y a la seguridad social casi sin control. A pesar de todos los retrocesos en materia de protección para los trabajadores, el ministro de Trabajo frepasista declaró que “esta es una ley muy progresista” (Clarín 27/04/2000) y fue defendida por el gobierno, especialmente por el vicepresidente Álvarez, como la mejor herramienta para luchar contra la desocupación. La ley se trató sin problemas en Diputados en febrero y fue aprobada por el Senado a fin de abril. Allí, cuando se aprobó finalmente, el jefe de asesores de Economía, Pablo Gerchunoff, celebró: “La ley de reforma laboral aprobada por el Senado es una bisagra en la historia del modelo sindical argentino. Es un golpe muy fuerte al régimen tradicional y un progreso fundamental en el camino hacia la modernización” (La Nación 28/04/2000). Sin embargo, el tratamiento de dicha ley fue una tarea mucho más dura de lo esperado. La CTA, que había intentado comportarse como el aliado sindical del gobierno, tuvo su primera tensión con este al lanzarse a una marcha al Congreso contra dicha ley en febrero, aunque sin adherir en conjunto a la marcha realizada en igual fecha por Moyano a Plaza de Mayo. Además, cuando se trató en Diputados toda la bancada peronista votó en contra, lo que hizo temer que el partido repitiera ese comportamiento en el Senado donde tenía mayoría y sin el cual no se podría hacer aprobar. De igual modo, cuando se quiso tratar el proyecto en el Senado, el primer intento de sesión debió levantarse y atrasar una semana dado los fuertes incidentes que se produjeron entre la CGT moyanista y la policía, los cuales dejaron casi 40 heridos, algunos con fracturas por la violenta represión –el líder del sindicato de judiciales, Julio Piumato, terminó con una bala de goma en los genitales–, que terminó desembocando luego en la detención de una veintena de policías acusados de abusos. Tanto el ministro de Interior Storani como el jefe de la policía federal –Rubén Santos– debieron reconocer que el uso de la fuerza fue “brutal y salvaje” (La Nación 20/04/2000). Sin embargo, el gobierno finalmente logró que el proyecto se aprobara, con lo cual pudo respirar aliviado. Como dijo Flamarique: “El Presidente está muy contento por el esfuerzo realizado para la aprobación de la ley. Pero, además, porque por fin se quebró el síndrome de la ley Mucci” (La Nación 28/04/2000), haciendo alusión al contraste entre el fallido intento de reforma sindical de Alfonsín en 1984 y el triunfo logrado por la Alianza. De esta manera, el ministro de Trabajo –principal operador a cargo del tratamiento de la ley– fue premiado por el presidente por su exitosa intervención y absorbió áreas de los ministerios de Salud, Educación y Desarrollo Social, con lo que ganó poder e influencia dentro del gobierno.
Por último, debemos decir que aún a pesar del sacrificio y los costos políticos que se pudiera asumir frente a estas medidas, ellas no fueron suficientes para que el gobierno estuviera tranquilo con los números, puesto que estos continuaron sin repuntar. Así, en mayo se optó por aplicar un tercer paquete de ajuste, el cual fue el más duro de todos. Esta vez el recorte de gastos abarcó a todos los empleados estatales con sueldos superiores a los 1.000 pesos (con un descuento que iría entre el 8 y el 20%) y a lo que se sumaría la cesantía de 10.000 contratados más (los que se agregarían a los ya reducidos en febrero). Por su parte, también se instrumentaba con este nuevo recorte el fin de los subsidios para algunas economías regionales –sobre todo para el tabaco y combustibles–, una rebaja en las próximas jubilaciones y una poda en el presupuesto de las universidades públicas (Clarín 28/05/2000). Todo lo cual se completaría con un decreto que permitiría desregular las obras sociales y “alentar la competencia” de ellas con el sector privado, aunque solapadamente también se buscaba debilitar todavía más las bases del poder de los gremios.
Las reacciones por todas estas medidas fueron desparejas. Desde el sector financiero, las acciones del gobierno fueron celebradas apenas se hicieron los primeros anuncios al respecto, con lo que subió la Bolsa un 7,5% y disminuyó el riesgo país. El presidente del Banco Río, Enrique Cristofani, declaró: “El ajuste es una muy buena señal, porque indica que el gobierno va a cumplir con las metas fiscales y a diferencia del impuestazo, esta vez el ajuste va a caer sobre el Estado y no sobre el sector privado” (Clarín 31/05/2000). Como también recibió otro respaldo por parte del Fondo. Sin embargo, este ajuste fue muy costoso en términos políticos para el gobierno, puesto que permitió concretar el primer paro de total unidad sindical contra él, no solo entre ambos sectores de la CGT sino que también sumó a ellos a la CTA. Dicho paro de conjunto fue anunciado en una marcha convocada por Moyano contra la visita del FMI al país y en la que llamó “a la desobediencia fiscal” y a la que concurrieron –para sorpresa del gobierno– varios diputados oficialistas rebeldes (Elisa Carrió –UCR–, Alicia Castro –Frepaso–, Alfredo Bravo –Socialismo– entre otros), lo que tensó mucho las relaciones del gobierno no solo con la CTA sino con varios de sus legisladores (adhirieron también a la marcha un ecléctico conglomerado en el que estuvieron representantes de la Iglesia –y que hablaron desde el palco central–, Chiche Duhalde, Antonio Cafiero, Gustavo Belíz, Felipe Solá, Carlos “el perro” Santillán, exmenemistas y algunos diputados cavallistas) (La Nación 01/06/2000). La presencia de los legisladores aliancistas representó el malestar cada vez más profundo que venían acumulando contra su propio gobierno por varias de las medidas que este había tomado: el camino de haber realizado tres ajustes fiscales en apenas seis meses de gestión (diciembre, febrero y mayo), haber votado contra de Cuba en Naciones Unidas en abril y el haberles pedido que votaran una ley de flexibilización laboral imposible de digerir para muchos aliancistas era demasiado para ellos, sobre todo para los provenientes del ámbito gremial y para los socialistas. Es por ello que el presidente De la Rúa al lanzar el ajuste de mayo se mostró comprensivo y aclaró que “este es el último esfuerzo que se les pida a los argentinos” (Clarín 28/05/2000).