Camino al colapso. Julián Zícari

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Camino al colapso - Julián Zícari

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escenario, la transformación en el discurso aliancista arribó pronto y en él comenzó a relegarse el tono esperanzador con respecto a la economía que había aflorado durante la campaña para abrazar un espíritu más bien de cautela y moderación, lindante con la resignación y el pesimismo de la austeridad. Como afirmó Fernández Meijide, un mes después de haber asumido como ministra de Desarrollo Social, “No sé cuánto tiempo tiene esta sociedad de tolerancia y paciencia. Ni cuánto demorará la recuperación […] [pero] comparto con Chacho Álvarez que no se puede ser epopéyico y decir que este es un nuevo ciclo”, presentando otro tipo de expectativas a las anteriores y terminar por sincerar que, ante un clima incierto, la pobreza y el desempleo se iban a quedar por mucho tiempo en el país (Clarín 24/01/2000)40.

      En un escenario como este, no era fácil augurar entonces una buena relación con el sindicalismo. En este caso, porque la central sindical mayoritaria del país, la CGT, era un actor con una vinculación política indeleble con el peronismo y solía ser fuertemente impiadosa con las autoridades de otro signo partidario cuando estos gobernaban, con propensión fácil a las huelgas, paros y movilizaciones, además de poco proclive al diálogo o la paciencia, lo que hacía recordar la repetición del ciclo de conflictos de los años 80 con Alfonsín. La cuestión todavía podría volverse más grave si se considera que durante su último mes de mandato, Menem le transfirió por decreto a la CGT el Fondo Solidario de Obras Sociales –el cual contaba con 360 millones de pesos/dólares–, una medida que desde la Alianza inmediatamente buscaron anular y que despertó los primeros enfrentamientos. Del mismo modo, las diferencias internas en la CGT también agrietaron el panorama, puesto que la central terminó por dividirse en dos apenas se produjo el cambio de gobierno: un sector mayoritario y denominado CGT “oficial” o “dialoguista” a cargo de Rodolfo Daer y otro más combativo a cargo de Hugo Moyano, denominado CGT “rebelde” o “intransigente”. Esta separación le impediría al gobierno contar con un interlocutor único en el ámbito gremial y le daba incentivos a las diferentes centrales para la competencia entre sí con el fin de ver cuál sería la más dura con el gobierno, embarrando las perspectivas de paz social. La opción con la que contó inicialmente el gobierno para sobrellevar sus inevitables duelos con la CGT fue recostarse en la CTA, ya que varios de los principales líderes de esta o bien eran parte del Frepaso o bien simpatizaban públicamente con la Alianza. Por ejemplo, Víctor De Gennaro, secretario general de la CTA, había asistido a la presentación de la “Carta a los argentinos” y coqueteó en más de una oportunidad con que su central se convirtiera en “la pata sindical” de la Alianza; sin embargo, esta última opción fue apenas contemplada41.

      De igual modo, la oposición política estaba en camino a la fragmentación, puesto que el peronismo al dejar el gobierno perdió su verticalidad, sin contar con un liderazgo unificado, lo que lo hizo tender a la multiplicación de actores y estrategias para actuar. El partido no solo mantenía la clásica rivalidad entre Menem y Duhalde que había caracterizado la segunda mitad de la década del 90, sino que el nuevo gobierno fue también protagonista de espacios emergentes. El más importante de ellos fue la conformación del “Frente Federal y Solidario”, el cual buscó darle articulación orgánica a los once gobernadores de las provincias denominadas “chicas” que deseaban un lugar equidistante entre los demás líderes y facciones del partido –para evitar así quedar devorados por alguno– y ganar autonomía para poder negociar con voz propia y en mejores condiciones con el gobierno. Ya que separadas dichas provincias no sumaban muchos recursos, pero en conjunto lograban sumar 40 diputados y 22 senadores del peronismo (La Nación 13/03/2000). Por su parte, los tres gobernadores de las provincias “grandes” tendrían en Ruckauf, De la Sota y Reutemann tres candidatos en ascenso, con proyecciones de volverse los próximos presidenciales del PJ con miras a 2003. Por lo que estos se verían empujados a competir entre sí, ganar autonomía y formar alianzas con otros miembros del PJ (legisladores, senadores, sindicalistas, gobernadores e intendentes) para construir sus proyectos de poder y trazar las estrategias para volver a ser gobierno. Todos estos elementos si bien le daban al nuevo gobierno la oportunidad de enfrentar a una oposición dividida y con tendencia a la atomización –y por ende, la facilidad de dominar la escena sin sobresaltos–, también representaban un peligro por la multiplicidad de rivales que implicaban, puesto que esto podría llevar a la Alianza a atender a cada uno de ellos para negociar y ver envuelta así sus acciones en un mar de contradicciones sin llegar con eso a ningún puerto firme. De este modo, lo que podría ganar al acercarse a algunos, podría perderlo también al tener que enfrentarse entonces abiertamente a otros, acrecentando los frentes en conflicto y finalmente pudiendo ser devorado por todos. De allí que el manejo del campo opositor fuera un delicado terreno para actuar.

      Cabe decir, igualmente, que aun teniendo en cuenta todas las limitaciones repasadas y de que el terreno con el cual se encontraba la Alianza al asumir no era el ideal, sus condiciones eran, sorpresivamente, las mejores si se las coteja con las recibidas por los cinco primeros gobiernos argentinos desde el retorno de la democracia en términos económicos, políticos, institucionales, fiscales o sociales. Los casos de los dos presidentes anteriores a De la Rúa (Raúl Alfonsín en 1983 y Carlos Menem en 1989) como de los dos posteriores (Eduardo Duhalde en 2002 y Néstor Kirchner en 2003) fueron infinitamente peores al respecto, mostrándose la transición aliancista como la más ordenada y mejor lograda de todas. Los condicionamientos hallados y los problemas al hacerse cargo del gobierno no eran en sí determinantes para temer alguna explosión virtual futura, sino elementos a considerar para que la coalición actuara de forma unida y acorde al escenario.

      En este sentido, desde la Alianza se debía dejar atrás el faccionalismo que pudiera contener dentro de sí y abrazar una estrategia de gobierno que favoreciera la cooperación, la disciplina interna y se decidiera por ejecutar un plan integral que se ocupara de todos los frentes. Aunque por supuesto, declamar posturas de este tipo es mucho más fácil que realizarlas, sobre todo cuando la heterogeneidad inicial es la regla y porque los dos socios de la Alianza cargaban con sus propias limitaciones. En el radicalismo, que era el partido mayor, se debía hallar una forma en la cual integrar su dispersa vida interna con el gobierno y articular así la presidencia de la Nación –en cabeza de una persona con escaza gravitación dentro de la UCR como era De la Rúa– con el liderazgo confederado que ejercía Raúl Alfonsín (quién no dudó en formalizar su poder filas adentro del radicalismo asumiendo la presidencia del partido una semana antes de que De la Rúa se hiciera cargo del gobierno, lo que señalaba una distancia entre uno y otro) (Clarín 03/12/1999)42. A su vez, porque el peso de los cargos dentro del partido, como la relevancia de varios de sus dirigentes y de sus líneas internas en perpetua competencia entre sí, no permitía que a estos se los pudiera marginar con facilidad de los cargos de gobierno o de su rumbo, pero tampoco armonizar con él, especialmente cuando las ideas políticas y económicas de De la Rúa fueran contrarias a las del grueso de la estructura partidaria. Porque mientras el presidente era un cultor del pensamiento conservador y de la ideología neoliberal, Alfonsín e importantes cuadros radicales eran propensos al keynesianismo, la intervención estatal y al resguardo del mercado interno en sus concepciones –y anhelaban al Estado de Bienestar como modelo–, contraste que en más de una oportunidad podría despertar ciertas tensiones. En las designaciones de gabinete se sintieron ya algunos resquemores cuando los grupos del sindicalismo docente –como los que lideraba Marta Maffei en el Frepaso–, académicos –pertenecientes a ambos partidos– y de la militancia universitaria radical –estos últimos agrupados en Franja Morada– debieron ver desembarcar a Juan José Llach como ministro de Educación (un economista liberal y de concepciones privatistas, ex viceministro de Economía de Menem) que parecía diametralmente opuesto a las concepciones de aquellos de fortalecer la educación pública; del mismo modo, el presidente debió darles lugar casi sin entusiasmo a dos de sus históricos competidores internos (Rodolfo Terragno y Federico Storani, nada menos que en los puestos de vital importancia como eran la jefatura de gabinete y el ministerio del Interior, respectivamente), así como también al alfonsinismo tradicional en Ricardo Gil Lavedra (ministro de Justicia), mientras que el resto de los puestos –aparte de los dos ministerios a cargo del Frepaso– recayeron exclusivamente en el núcleo de amigos íntimos, familiares y del entorno de más confianza de De la Rúa, con un

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