Camino al colapso. Julián Zícari
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Por parte del Frepaso, los problemas eran otros, ya que los dos núcleos de identidad del partido –novedad y lucha contra la corrupción–, una vez en el gobierno, debieron perder parte de su atractivo para tener que concentrarse en elementos propositivos de acción y llevar adelante políticas públicas concretas; aunque hacer este tipo de redireccionamiento se dificultaría mucho desde un partido tan débil institucionalmente como el Frepaso, sobre todo porque este carecía de un programa ideológico claro, y especificarlo podría desatar disputas internas de importancia y nuevos portazos –como los que ya habían ocurrido en el pasado– o también ahora generar enfrentamientos con sus socios radicales. A su vez, porque una vez en el gobierno, los miembros del Frepaso deberían aprender tardíamente la importancia de contar con las estructuras partidarias tradicionales que tanto se habían encargado de criticar y de evadir, puesto que al poco tiempo de andar sus funcionarios comenzarían a actuar desordenadamente, con muchos cuadros librados a su voluntad, sin experiencia ni coherencia programática o preparación, y sin tampoco tener un partido al cual rendir cuentas; lo que volvía a estos elementos un peligroso cóctel mortal para la supervivencia del partido o incluso de la misma Alianza. Los tres casos de mayor responsabilidad en el gabinete así lo demuestran. Chacho Álvarez debía batallar en soledad frente un Senado mayoritariamente peronista y con solo un senador de su partido, lo que debilitaba aquí la existencia de estrategias colaborativas institucionales, amén su espíritu de acción individualista. Graciela Fernández Meijide conduciría Desarrollo Social sin haber tenido gestión alguna o experiencia en un área tan compleja como esta; mientras que, Alberto Flamarique, designado en el ministerio de Trabajo y que había sido hasta entonces el principal operador político de Álvarez, preferiría comenzar a proyectar su crecimiento personal como un incondicional a De la Rúa antes que respetar su vínculo con aquel o su partido. Casos similares se darían también en los niveles inferiores de gestión (Abal Medina, 2006). Asimismo, también pesaba sobre los frepasistas el compromiso de adherir y respaldar a un gobierno en el que habían quedado en un lugar subordinado y con un poder político e institucional mucho menor al esperado, y donde la persona que encabezaba la coalición parecía poco dispuesta a inclinarse por las ideas de izquierda o “progresistas” que desde el Frepaso se hubiera deseado. Por lo cual, como vemos en ambos casos, tanto en el radicalismo como en el Frepaso, debían ensayarse formas de generar confianza recíproca, establecer mecanismos de resolución de conflictos y de toma de decisiones, como también de asegurar el apoyo interno absoluto para poder fijar un rumbo y luego sostenerlo. Puesto que si la Alianza descuidaba los elementos coalicionales básicos, la unidad pronto se perdería y no podría sostener la dirección del gobierno sin sobresaltos; aunque, desgraciadamente, estos elementos habían sido puntos totalmente descuidados por ambos partidos en la conformación de la Alianza y durante la campaña, suponiendo que solo con buenas intenciones los problemas y conflictos se resolverían.
La focalización de la acción de gobierno inicial fue entonces, como dijimos, centrada en apuntalar el terreno económico. Para ello, todos los esfuerzos se concentraron en resolver el déficit fiscal heredado, ya que este fue diagnosticado como principal causa de problemas futuros si era desatendido. El tipo de estrategia apuntaba a resguardar lo esencial del modelo económico menemista, bajo el supuesto tácito de que el mismo era viable y que solo había que “corregir” aspectos parciales para optimizarlo. Es por ello que se le dio también continuidad a importantes funcionarios menemistas en los cargos estratégicos que detentaban hasta entonces con el fin de otorgar previsibilidad (fueron confirmados así Roque Maccarrone, Pedro Pou y Daniel Marx en el Banco de la Nación, el Banco Central y la Secretaría de finanzas respectivamente) y se diagramaron objetivos a más largo plazo: luego de reducir el déficit fiscal, se buscaría eliminarlo; habría que transparentar las instituciones económicas; y, finalmente, se optaría por llevar adelante los elementos de segunda generación de la reforma del Estado y del programa neoliberal pendientes. El camino que se trazó para ello, por cierto, si bien no se desviaba en líneas generales de los anteriores, sí guardó una diferencia inicial: no se buscó esta vez reducir el déficit recortando gastos como había sido hasta entonces durante el menemismo, sino subiendo los ingresos del Estado. Para ello, y bajo el auspicio de demostrar un fuerte compromiso con el sector financiero, el gobierno lanzó su programa de ajuste “vía ingresos” a dos semanas de asumir. El mismo, sin embargo y al contrario de lo esperado, no fue bien recibido por varios sectores de la población ni tampoco por la prensa, aunque fue tolerado sin grandes resistencias, siendo inmediatamente bautizado como el “impuestazo”. Las medidas que incluía el paquete económico eran muchas, ellas iban desde la ampliación del IVA a las coberturas de medicina prepaga, al transporte aéreo y al terrestre de larga distancia (superior a los 100 km), la suba del impuesto a las ganancias para los salarios superiores a $1.500, como también la reducción de las deducciones impositivas en un 30% en varias categorías en ganancias (conocidas como “la tablita de Machinea”). De igual modo, se creaban nuevos impuestos para los autos 0 km, las jubilaciones, los bienes personales y varios extraordinarios, aunque sin prosperar el impuesto a la herencia como propusieron los frepasistas. Por su parte, el paquete se complementaba con la convocatoria a una moratoria fiscal y con un recorte del gasto que finalmente –y a pesar de los anuncios– no se pudo evitar. Este último implicó una poda presupuestaria de 216 millones que se cargó sobre las espaldas de los trabajadores estatales, dado que además de algunas reducciones salariales, hubo programas de retiros voluntarios, jubilaciones anticipadas y una pequeña porción de ellas compulsivas (Clarín 11/12/1999).
A pesar de que este paquete de medidas era de neto corte contractivo, y que afectaba el consumo, los salarios, las jubilaciones y las expectativas, el mismo se esperó sin embargo que expandiera la economía. Como dijo el secretario de Hacienda Mario Vicens, “el ajuste fiscal es el único camino para reactivar la economía” (Clarín 10/12/1999). Porque según el gobierno, la “consolidación de la confianza” que implicaría tener mayor responsabilidad fiscal era indispensable para motorizar el crecimiento. Ya la experiencia argentina previa durante la convertibilidad –por ejemplo durante el Tequila– había mostrado que un ajuste fiscal ortodoxo y el apoyo de los inversores eran suficientes para que la economía volviera a crecer, por lo que se apostó a consolidar estos objetivos. Con respecto a esto, desde la banca local y el FMI se dio un fuerte apoyó a las medidas, a las que consideraban como un plan de estímulo positivo porque con él “se baja el Riesgo País y así las tasas de interés, lo que ayudaba a reactivar la economía” (Clarín 30/01/2000). El mismo subgerente del Fondo, Stanley Fischer, felicitó al gobierno por sus decisiones: “Estoy muy impresionado por el