El Santuario de la Tierra. Sixto Paz Wells
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En el interior del templo, los asientos también lucían adornos de oro. En la parte posterior se encontraba el Jardín del Sol, un lugar de increíble belleza, decorado con orfebrería incaica, discípula y heredera de los magistrales logros de las culturas norteñas Mochica y Chimú, que con gran realismo crearon un alucinante paraje donde se reproducían a escala natural árboles, plantas diversas con flores y frutos, insectos y toda clase de animales y seres humanos, servidores llevando en sus manos vajilla de oro puro... Había hasta un lago artificial en cuyas aguas se veían peces de distinto tipo, también de oro. Todo esto, menos el gran disco del Sol que cubría las paredes del interior del santuario, fue extraído para ser fundido y repartido entre los invasores.6
Otro de los hermanos de Huáscar, sobreviviente a la cruenta persecución, fue Choque Auqui, hombre joven de mediana altura y buen ver, intuitivo e inteligente. Residía en el Amarucancha o palacio de Huayna Cápac. Había sido designado por la familia como mayordomo principal de la casa, por lo que se encontraba al servicio de los restos de su padre.
Antes de la llegada de los españoles a la capital, Choque Auqui, cuya traducción sería «Dorado Príncipe» o «Príncipe Dorado», conocía las profecías del cerro Guanacaure donde se practicaba la adivinación valiéndose principalmente de las hojas de coca o de ejercicios lúdicos y juegos de azar como la piska (que consistía en una suerte de dado de cinco números). En este juego, la clasificación de los números en favorables y adversos determinaba el destino del interesado. En una consulta que realizó Choque Auqui, se le repitió reiteradamente el número cinco. El símbolo que le correspondía era la mano, o sea, un periodo de prueba y penitencia, pero a la vez un tiempo de oscuridad. Por ello convocó en secreto a todos los amautas o maestros sobrevivientes del yachayhuasi o escuela o colegio mayor de los nobles y a los quipucamayocs más sabios e importantes que hubiesen quedado tras la cacería de intelectuales que emprendió Atahualpa. Algunos se habían refugiado y escondido en la ciudad. También incluyó a los sacerdotes más prestigiosos y de reconocida espiritualidad que habían ocultado los waukes o dobles de los antiguos incas, burlando a los asesinos que estaban eliminando a los nobles y saqueando la ciudad por encargo de Atahualpa.
Una vez reunidos, Choque les planteó la posibilidad de un éxodo colectivo rumbo a un lugar seguro. Para esto se contaría con la ayuda de los habitantes del Atuncancha, lugar donde residían, en unas cien casas, los sacerdotes y las mamacunas o supervisoras de las mujeres escogidas, y que estaba situada alrededor del templo del Sol. Desde allí entrarían en el Coricancha durante la noche para ingresar en la gran chinkana, túnel laberíntico subterráneo que transcurría por debajo de la ciudad hacia la fortaleza de Sacsayhuaman; luego seguirían por otro túnel cercano en dirección a Paucartambo.
Estos túneles habían sido construidos por los antiguos wari, edificadores de la primera ciudad de Qosqo, quienes eran seguidores del dios de Tiahuanaco, Viracocha y a su enviado Tonopa o Tunu-Apaj, el predicador mendigo y ermitaño que habitaba en la paqarina o laguna. El mito decía que la Humanidad fue castigada con un diluvio por despreciar las enseñanzas del místico peregrino, salvándose solo un hombre bueno. El arcoíris que se formó después del diluvio era una víbora de muchos colores que se trasladaba por el cielo, pero era de tal voracidad que se tragaba todo lo que encontraba a su paso. Cuando la mataron le abrieron las entrañas y de ella salieron los hombres, los animales y otras muchas cosas que había devorado.
La historia la conocía bien el príncipe Choque y la relacionaba con la ola de desastres que habían azotado al pueblo inca: epidemias, guerra civil y hasta la invasión de los feroces y ambiciosos zungazapa u hombres blancos barbados, que vestían con placas rígidas y relucientes como la plata donde rebotaban las flechas y las piedras. Todo ello solo podía significar que un gran castigo había caído sobre la Tierra, obligándolos a hacer penitencia. Y qué mejor que emigrar, dejando lo anterior y rescatando lo que pudiese ser salvado. Decidieron iniciar el pacaricuc, o ayuno general propiciatorio.
La fecha prevista para marchar sería a mediados del Uma Raymi, Fiesta del Agua o mes de octubre. Para esto se seleccionó un número determinado de ajllas jóvenes y fuertes, que eran doncellas reservadas para la nobleza, el Inca y el sacerdocio del Sol. Estas «vírgenes del Sol» acompañarían al grupo, que habría de rescatar el imperio espiritual, la herencia del cielo que lamentablemente se había diluido en la superficialidad, las intrigas y la banalidad de la Corte.
La noche de la huida –que se realizaría de madrugada–, el príncipe se dedicó a hacer abluciones y baños de purificación en el palacio de la panaca o linaje de Huayna Cápac, llamado de Tomebamba Ayllu. En ese momento apareció el anciano sacerdote Willaq-Umu, que reemplazaba al sumo sacerdote asesinado poco antes. El noble patriarca caminó hasta el lugar donde se encontraba la poza en la que se encontraba el joven sentado y completamente desnudo, mientras un servidor inclinaba los urpus o vasijas de agua sobre su espalda. La amplia habitación de coloridos tapices que cubrían las paredes y el suelo de un extremo al otro era iluminada y calentada por una poderosa lumbre. Cuando Choque recibió al anciano, este se dirigió a él con respeto y admiración diciendo:
–Querido príncipe, eres tan joven e inexperto como pequeñas e improbables son nuestras esperanzas, pero me consuela saber que lo pequeño crece y la experiencia se incrementa con el valor para encarar los errores. Te llevas a un gran grupo de jóvenes idealistas como tú y a un reducido círculo de ancianos sabios. Es lo mejor y lo único que nos queda. Sé que no piensas reconstruir lo que se ha perdido, sino que deseas rescatar la esencia que caracterizó los inicios del incario, y también sé que no te volveremos a ver más en esta vida, ni a quienes te acompañan. Por ello te deseo lo mejor.
»Quienes te conocen están de acuerdo en que te mereces el calificativo de huachacuyoc (caritativo), pues desde niño siempre amaste a los desvalidos y fuiste bienhechor de los pobres. Ahora has escogido una misión muy audaz que, si es bendecida desde lo Alto, llenará tu vida de bienaventuranza perpetuando tu estirpe que es la nuestra.
»Si logras tu cometido y te estableces en paz y seguridad, los hechos de tu vida serán conocidos en el futuro y darán lugar a cantos y leyendas; pero lo importante será que despertará e iluminará las dormidas consciencias de los que se dejaron envolver por la oscuridad que hoy se abate sobre todos nosotros.
»No dudes que si estaba escrito en tu destino y en el nuestro lo que está aconteciendo llegarás hasta donde debas y te sea permitido. ¡Quizás hasta tu descendencia vuelva a guiar este mundo!
Concluyó así el sacerdote con voz temblorosa y los ojos cargados de lágrimas, con la mirada perdida en el ñaupapacha o tiempos antiguos. Se volverían a encontrar en el Coricancha, por lo cual el anciano sacerdote se retiró.
El príncipe abandonó el Cápac Marca, que era la cámara de los vestidos y tesoros del Inca difunto, ataviado con ropas sencillas. De su cuello colgaba un medallón con el disco del Sol prendido de una gruesa cadena, todo ello de oro puro, y en el brazo derecho llevaba un brazalete que tenía el rostro de un felino que representaba la constelación de Choque Chinchay, que aparece por el Norte y protege de los hechiceros de la tierra de los antis o selva. Ambas insignias habían pertenecido a su padre y ahora lo acompañarían.
Salió el gallardo joven de los aposentos, justo cuando llegaba su tucuyricuc –espía encubierto o veedor capaz de infiltrarse en medio del pueblo y escuchar el clamor general–, que era su hombre de confianza. Aquel fiel súbdito le confirmó la situación y el sentir del pueblo, lo que incrementó en el príncipe la sensación de angustia y premura. Cruzaron los corredores y los salones labrados con gran artificio, adornados con estanterías de piedra a manera de ventanas trapezoidales, llenas de objetos de oro y plata en forma de auquénidos7 o de seres humanos, como idolillos de fertilidad y abundancia, que resplandecían con la luz que penetraba a través de las claraboyas muy bien dispuestas en cada habitación.
Llegaron hasta el segundo