El Santuario de la Tierra. Sixto Paz Wells

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El Santuario de la Tierra - Sixto Paz Wells

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posibles que permanecían escondidas. Tenían orden de llevarlas hasta el Coricancha, donde ya se encontraban los restos momificados de Huayna Cápac y donde también se hallaba su wauke o doble escultórico.

      Estando ya en el primer patio, Choque miró por última vez el que había sido su segundo hogar y se inclinó para tocar con sus manos el suelo adoquinado donde jugaba cuando era niño. Una vez en la puerta principal, procedió a despedirse discretamente de los servidores de mayor edad, agradeciéndoles sus años de dedicación y dejándolos al cuidado del palacio. Ellos no sabían adónde se marchaba su señor, pero confiaban y aceptaban sus decisiones porque las consideraban sabias y en beneficio de todos.

      Choque se alejó silencioso y decididamente del Amarucancha en sentido contrario a la plaza de Huacaypata o de las Plegarias (hoy Plaza de Armas de Cuzco), junto con un cortejo de unas veinte personas. Caminaron por la calle de Inti Kijllu, teniendo en todo momento el Ajllahuasi a la izquierda. A pesar de lo avanzado de la noche, había fogatas encendidas y aún se escuchaban los gritos lastimeros que desgarraban la quietud de aquel privilegiado lugar enclavado en los Andes. No había familia en Qosqo que no hubiese perdido en poco tiempo más de un familiar en las guerras o por las plagas y desgracias que se habían abatido sobre el incario.

      Llegando a las puertas del Coricancha fueron recibidos con mucho respeto y complicidad por los guardias que permanentemente cuidaban la entrada del gran santuario. Atravesaron velozmente el amplio patio empedrado que los separaba de las capillas dedicadas al Sol, a la Luna, a la estrella Chaska (Venus) y a la constelación de Choque Chinchay (Felino Dorado), entre otras. En ese momento, en el cielo se escuchó una estrepitosa serie de truenos y múltiples relámpagos pero sin lluvia que agrietaron el espacio.

      En la entrada de la chinkana los aguardaban los sacerdotes con gran nerviosismo; entre ellos asomó uno que destacaba por su capacidad de videncia. Era un hombre mayor de rostro sabio pero apesadumbrado, que se acercó a Choque haciéndole una reverencia.

      El príncipe lo saludó y le preguntó:

      –¡Sabio sacerdote y vidente, que el dios de nuestros padres te bendiga e ilumine!

      »¿Hay alguna visión o mensaje para nosotros antes de emprender el camino?

      El sacerdote cerró los ojos, agachó la cabeza, la llevó hacia atrás y, respirando profundamente, entró como en un estado de semitrance. Al cabo de un interminable minuto puso sus manos sobre los hombros del príncipe, y abriendo los ojos lo miró fijamente diciéndole:

      En ese momento apareció el Willaq Umu y, tomando la palabra, dijo:

      »Y tus súbditos serán en su mayoría los animales del bosque, las plantas y los árboles, así como los espíritus de la naturaleza. Tu reino no estará limitado por fronteras de ningún tipo, y la llave para ingresar en él y salir de allí será el amor.

      Al levantar su rostro, después de recibir la insignia real, Choque habló con fuerza delante de su gente:

      –Hablaré, ya que me has orientado hasta ahora, poderoso y noble señor. Me inclino ante ti con profunda veneración. Para ti nada hay oculto; bien sabes que está todo dispuesto para que cada cual cumpla con su destino. Tiemblo al verme aquí, como también al contemplar todo lo que representamos y la responsabilidad que se nos asigna. Quiero creer que no defraudaremos las expectativas.

      »¿Está preparado el gran disco de oro para ser llevado a Paiquinquin? No he visto a los sacerdotes con él.

      –El disco de oro permanecerá aquí… Por su importancia y poder se quedará en su lugar todavía un tiempo más para no despertar sospechas de tu huida gran señor –dijo el gran sacerdote.

      –Pero, ¿y si lo roban o lo destruyen?

      –Su origen es tan especial como especial es su protección. Cuando llegue el momento arribará a Paiquinquin; no lo dude su majestad.

      El príncipe abrazó fuerte y entrañablemente al anciano y buscó con la mirada a los mallquis reales o momias de los soberanos. Allí estaban todos, excepto el de Túpac Inca Yupanqui, que había sido quemado y destruido en venganza por haber sometido los territorios de los abuelos maternos de Atahualpa. Los mallquis habían sido convocados en secreto por el sacerdote encargado Mallquip-Uillac, sin dar mayor explicación a los mallquicamayocs u oficiales a cargo de las momias reales. Se había dispuesto salvaguardarlos dejando en su lugar los de otras personalidades menos importantes vestidas con las ropas imperiales.

      No quedaba mucho tiempo. Apuraron los preparativos en la entrada de la chinkana. El séquito estaba completo. Las ajllas conducidas desde la capilla de Quilla (la Luna), vestían sus grandes mantos hechos de lana blanca de alpaca llamados acsu, que, prendidos con alfileres de plata, les cubrían los hombros hasta el empeine. Las doncellas también llevaban encima la iliclla, hecha de manta, y a su cintura ataban una faja grande y luego otra estrecha con la que se daban varias vueltas al cuerpo. Se cubrían la cabeza con una mantilla llamada ñañaca, sobre la cual caía una vincha.

      También habían sido seleccionados unos sabios maestros amautas, algunos quipucamayocs, unos cuantos sacerdotes y unos pocos «orejones». Los «orejones» o nobles recibían ese nombre por llevar en las orejas unos zarcillos o aretes redondos, grandes y pesados que les deformaban las orejas. Usaban sobre la cabeza trasquilada un sobrepeine y trenzas largas atadas con unas cuerdas del grosor de un dedo meñique, a las que les daban dos o tres vueltas.

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