El Santuario de la Tierra. Sixto Paz Wells

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El Santuario de la Tierra - Sixto Paz Wells

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alicaído.

      Era admirable su ejemplo al cruzar las oroyas sobre los ríos caudalosos, pues era el primero en ofrecerse para cargar uno de los extremos de los palanquines que llevaban a los ancestros, o cuando era el primero en lanzarse al agua cuando había que rescatar a alguien arrastrado por la corriente. No perdía el ánimo y con sus bromas hacía que en los momentos más duros la gente estallase en carcajadas, olvidando por unos instantes la tragedia que iban dejando atrás. En poco tiempo el imperio se había derrumbado, por lo que las familias lloraban a sus muertos que se contaban por millones.

      La actitud del príncipe, lejos de hacerle perder el respeto de su gente, le granjeó la admiración y el amor de todos; incluso motivó que los «orejones» dejaran de lado y olvidaran el protocolo. Antes un Inca no permitía siquiera que lo miraran a los ojos, y menos aún que le dirigieran la palabra si él no daba permiso. Pero con Choque Auqui todos buscaban reflejarse en su mirada y su sonrisa para darse fuerza y valor, extrayendo energía de la flaqueza.

      Por las noches, bajo la luz de las coillorcuna o estrellas, en pleno campamento al borde del río, no faltaba quien cayera en la tentación de contar historias macabras como la del Nakaj o degollador, o las de las kefke o cabezas voladoras que hacían desaparecer a los peregrinos que pasaban la noche lejos de los tambos. Entonces Choque, quien como uno más permanecía muchas veces tras las conversaciones a la luz de las fogatas, intervenía con pensamientos sensatos y lecciones de valor.

      Una noche miró al cielo y apuntó hacia unas extrañas luces que no caían como otras, sino que más bien caminaban horizontalmente a gran altura, a veces lenta y otras rápidamente, deteniéndose súbitamente sobre el lugar. Una vez se quedaban estáticas en el cielo o sobre los árboles, y se apagaban para volver a encenderse más allá. En aquella ocasión el príncipe le preguntó a los amautas y a uno de los sacerdotes:

      –Sabios maestros, ¿qué es eso que se ve en el cielo?

      –¡Son las literas de los dioses, mi príncipe! –contestó uno de los más ancianos quipucamayocs.

      –¡Son los piscorunas! Ellos son los «hombres-pájaro» que habitan en las estrellas y que de cuando en cuando bajan a la Tierra a proporcionar una guía a los hombres, mi joven señor –sentenció el mayor de los amautas.

      –¿Son hombres como nosotros?

      –¡Como nosotros quizás, pero no como tú mi señor! ¡Tú eres hijo del Sol! ¡linaje de los fundadores! En tus venas corre sangre de dioses –intervino nuevamente el anciano amauta.

      –Si fuera del todo cierto que nosotros los incas éramos divinos no estaríamos ahora aquí huyendo de quienes amenazan lo último que nos queda. Seamos realistas… Pero me interesa saber más acerca de esos piscoruna.

      »¿Alguien los ha visto? ¿Realmente son hombres-pájaro?

      El sacerdote se incorporó de un tronco sobre el que permanecía sentado, y, dirigiéndose a Choque Auqui, le tomó del hombro aprovechando que él mismo había roto todo protocolo.

      –Mi joven señor, acompáñeme más a la orilla del río y así podremos conversar en privado.

      »Son admirables su humildad y don de gentes mi señor, pero no es adecuado que sea tan cercano con todos. Tiene que mantener una distancia, sino no faltará quien cuestione su autoridad. Recuerde que usted también es un símbolo de nuestras tradiciones y nuestro pasado glorioso y en su descendencia estará también nuestro futuro. Bueno es que la gente lo admire y lo ame, pero que también lo respete y lo tema.

      »Con respecto a sus preguntas, sí ha habido relatos de personas confiables que vieron a los piscoruna bajar del cielo; y entre ellos los hay quienes parecen hombres-pájaro, otros hombres-jaguar y otros hombres-serpiente, dependiendo de su procedencia, porque son muchas las estrellas en el firmamento.

      –¿Y qué son?

      –¡Son los hombres de arriba! No son dioses... ellos viven en las estrellas.

      –¿Hay gente viviendo en las estrellas?

      –¿Y qué buscan los piscoruna? Deben ser más sabios y antiguos que nosotros, sino no podrían llegar hasta aquí.

      –Muy bien pensado mi príncipe. Y quizás la respuesta sea que todos tenemos algo que aprender. Posiblemente a través nuestro ellos recuerdan sus tiempos anteriores, y por consiguiente, nosotros les estaríamos ayudando a recordar.

      –Pero, ¿qué podríamos enseñarles nosotros a ellos?

      –En todo este viaje he estado observándolo mi joven señor, y he aprendido mucho de usted. Agradezco y bendigo a la vida por el privilegio de haberle acompañado. Usted es diferente; tiene la fuerza y el ímpetu de la juventud, pero a la vez la sabiduría y la inteligencia de los siglos; y por ello la vida lo ha puesto al frente de todos nosotros, de este remanente que busca proteger y guardar nuestra cultura.

      »Quizás en cierta medida nosotros seamos para ellos lo que usted está siendo para nosotros.

      –¿Y serán buenos o malos?

      –¿Por qué tendrían que ser todos malos si supuestamente son más avanzados que nosotros? Debe haber de todo allí afuera, y hasta quizás habrá quienes podrían estarnos cuidando de los que no son buenos.

      –¿Podremos llegar a verlos y a conocerlos? ¿Nos podrían ayudar contra nuestros enemigos?

      –No creo que haya sido casual que viéramos esas luces en el cielo bajando entre los árboles. Quizás ellos se dejaron ver a propósito, queriendo acercarse a usted mi señor y darle algún mensaje. Esté atento; quién sabe si en ese lugar podría darse cualquier cosa. Pero dudo que ellos vayan a tomar partido respecto a las cosas que ocurren en estas tierras. Lo que nos ha pasado es consecuencia de muchos errores y desaciertos, y la vida se está encargando de purificarnos. Tenemos que sacar una gran enseñanza de cuanto nos ha ocurrido en poco tiempo para no repetirlo.

      –Es cierto… Confiemos entonces en que la cercanía de los piscoruna sea una protección a nuestro grupo y una confirmación de la ruta. Nada debemos temer si nos mantenemos unidos y con fe.

      –¡Bien dicho su majestad!

      Todas las mañanas Choque dirigía con los sacerdotes el «saludo al Sol», con los pies descalzos sobre la tierra, elevando los brazos por encima de la cabeza y tomando una respiración lenta y profunda; luego abría los brazos en arco exhalando y cantando las palabras: «Punchao chinam» («Hagamos que amanezca en nuestras vidas»). Era un canto melodioso y fuerte, seguido y repetido por todos varias veces. También acompañaba las oraciones de la mañana con una invocación al espíritu de la Tierra, pidiendo su guía y protección.

      Cada día reanudaban el viaje siguiendo el curso serpenteante de los ríos Pilcopata, Alto Madre de Dios, Palotoa y Rinconadero avanzando hacia las fuentes del Siskibenia. En toda la ruta les salieron al encuentro los sacharunas u «hombres salvajes». Su aspecto era feroz; llevaban pintura en sus rostros, un disco de plata cocido en la nariz y collares de semillas pendían de sus cuellos; en sus cabellos, que eran cortos, lucían una vincha de plumas negras cubriéndoles la frente.

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