El Santuario de la Tierra. Sixto Paz Wells
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El Santuario de la Tierra - Sixto Paz Wells страница 13
El Taqui Oncoy se extendió hasta entrar en contacto con los incas de Vilcabamba y los de Paititi, en la frontera selvática, involucrando espiritual y materialmente a mucha gente. Túpac Amaru I fue uno de los que, conviviendo con los españoles, participaba secretamente de estos movimientos, en especial de uno de ellos llamado «Los Amaru» (Los Serpiente), que sobrevivió a los movimientos mesiánicos que fueron violentamente suprimidos por las autoridades coloniales.
El Paititi o Paiquinquin Qosqo quedaría como un mito a la espera del momento en que la constelación de Miquiquiray marcara la definitiva apertura del Santuario para guiar a la Humanidad a una época de oro y espiritualidad. Sus puertas serían abiertas por aquellos que estuvieran preparados para hacer buen uso del conocimiento tanto tiempo protegido.
Siglos después, en Qosqo o Cuzco, la historia aún se puede respirar en sus pueblos olvidados y hasta en la misma ciudad imperial, en sus callejuelas y rincones. No hay que ser muy perceptivo para intuir que allí hay misterios y secretos aguardando a ser descubiertos o rescatados.
Ese otro mundo paralelo, cuya historia fue abruptamente interrumpida, sabe que muy pronto la cabeza del Inca será restituida a su lugar. La cultura original supo protegerse del aparente mestizaje, aunque este nunca llegó a existir realmente. Lo único que surgió como un producto colateral fue un criollismo carente de identidad. Así ha evolucionado la conciencia andina, ocultando sus creencias tras el rito cristiano, en espera de que el mundo corrija sus desaciertos y contradicciones y vuelva al orden natural. Hoy por hoy, en los campos se hacen los pagos y ofrendas a la Pacha Mama o Madre Tierra, y en las ruinas de los palacios incas se reúnen los amaru para invocar al Universo ancestral y recordar que hay una ruta prohibida que hay que preservar como sea, a pesar de que esos palacios y templos sagrados sean hoy la fachada turística de restaurantes, hoteles y bares.
Por siglos, la sociedad secreta de los hombres-serpiente ha luchado por recuperar el glorioso pasado inca a través de sociedades filantrópicas y culturales. En los primeros tiempos esta lucha fue activa, pero el peso de la fuerza y la desventaja los llevó a replegarse y esperar mejores tiempos, ocultándose en el silencio.
Durante la época colonial, algunos de sus miembros adquirieron renombre por encabezar insurrecciones; tal fue el caso de Juan Santos Atahuallpa y José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru.
Juan Santos Atahuallpa decía ser descendiente directo de Atahualpa. Además de su lengua, el quechua, dominaba perfectamente la lengua de las tribus de la selva y el castellano, y en poco tiempo se convirtió en un gran líder de los Campas de las montañas de la zona de Tarma y el Gran Pajonal, en la Sierra Central, donde durante diez años (1742-1752) protagonizó una sublevación contra la opresión española.
José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru era descendiente directo de doña Juana Pilcowaco, hija del último Inca Túpac Amaru. Por la nobleza de su apellido heredó el cacicazgo de Pampamarca, Tungasuca y Surimana, que ocuparon interinamente sus tíos materno y paterno mientras él continuaba su educación en la sociedad de los amaru. En 1766, una vez investido con el reconocimiento oficial de cacique, trató de lograr justicia por parte de las autoridades coloniales exigiendo la abolición del tributo de la Mita, trabajo inhumano que llevaba a la muerte a millares de indígenas. En 1780 Túpac Amaru condujo una rebelión que sucumbió ante la traición de uno de sus hombres de confianza.
Después de centurias los amaru aún esperan… En el interior de esa sociedad secreta continúan los ritos de iniciación de los descendientes de la nobleza cuzqueña. Se trata de largas y durísimas pruebas que se realizaban en cavernas enclavadas en los glaciares del Salcantay, la montaña que domina el Valle Sagrado de Urubamba, donde deben enfrentar el hambre, el frío, el miedo, el silencio, la duda y la soledad. Posteriormente reciben los baños de purificación en pozas de agua hirviente de origen volcánico, y el renacimiento final en las gélidas lagunas situadas al pie del nevado. El rito culmina con el peregrinaje al Qoyllority, en el santuario de la montaña, donde se observa a la distancia la ruta del exilio emprendido hace siglos por Inkarri, el Inca Rey que se convirtió en otorongo y se ocultó en la selva para regresar algún día cuando llegue su tiempo de recordar.
14 Hombres blancos barbados.
15 Dioses blancos.
16 Contisuyo.
17 Antisuyo.
III. RECORDANDO SER PARTE DE UNA LEYENDA
«¿Podrían ser esas extrañas e intensas sensaciones que nos asaltan cuando llegamos a lugares mágicos los recuerdos de experiencias vividas en existencias pasadas?»
El avión empezó a descender sobre los valles montañosos ligeramente boscosos de Cuzco, la capital arqueológica de América del Sur. Dentro de la aeronave se sentía una cierta turbulencia que, por su brusquedad, preocupó a más de un pasajero. Había que tener una gran pericia y un gran conocimiento de vuelo para descender a aquel aeropuerto enclavado en un estrecho valle entre montañas. La terminal aérea había sido construida al pie de una ciudad que en tiempos antiguos fue edificada con forma de puma para ser vista desde el cielo por los dioses. Ciertamente, los incas heredaron muchos de los logros y adelantos de los pueblos que los precedieron, entre ellos los antiguos paracas en la costa sur, autores hace más de 2.500 años de los geoglifos de Palpa y Pozo Santo, trazados sobre cerros, montañas y dunas de arena con una elaboradísima y perfecta geometría, y de los nazca, hacedores de las famosas líneas de la gigantesca Pampa de Ingenio, de 2.000 años de antigüedad. En el caso de las líneas de Nazca, son más de 600 kilómetros cuadrados de líneas, pistas y figuras que pueden ser vistas desde gran altura y que habrían sido hechas por la gente de esas tierras pensando en aquellos que vinieron de las estrellas y que prometieron volver algún día. Al final de las líneas y figuras se encuentra una ciudadela de pirámides escalonadas de barro cubiertas por la arena conocida como Cahuachi, donde residían los inspirados ejecutores de semejantes enigmas.
Esperanza era una niña de seis años de edad, muy blanca de piel, de complexión delgada, pelo largo color azabache y expresivos ojos pardos. Viajaba acompañando a su padre a la ciudad imperial de los incas, Cuzco, al Sur de Perú. Don José Gracia tenía que atender asuntos de trabajo en esa importante metrópoli del montañoso Sureste peruano. Era un «mediador», experto en resolver conflictos laborales, dotado de gran inteligencia, don de gentes y calidad humana. Sabía granjearse con facilidad la confianza y la amistad de la gente mostrándose siempre sincero y transparente, y poseía además una gran locuacidad y la capacidad de hacer ver a las personas –con refinada y profunda sabiduría, así como con gran sentido común– la mejor solución. Esto le había llevado a ser muy valorado en su trabajo por empresarios y sindicatos, que siempre requerían sus servicios. En el viaje aprovecharía para dar rienda suelta a su pasión, que era la investigación