El Santuario de la Tierra. Sixto Paz Wells
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Marie era bastante tímida. Llegó a Perú con sus padres para vivir y trabajar cerca de las refinerías de las minas de la cordillera central. Con el paso de los años se estableció definitivamente en el país, enamorándose en su juventud de José, a quien conoció a través de unos amigos en una fiesta en la que él la hizo bailar toda la noche. Ella se quedó fascinada con el peruano locuaz y divertido, y se casó con él al poco tiempo; de esa relación nació Esperanza, espigada desde pequeña y, eso sí, como la madre, pecosa también.
Marie procuraba que su pequeña hija Esperanza pasara la mayor cantidad de tiempo posible con José, cosa que ella no había podido hacer con su padre. Y hasta la dejaba que lo acompañara en sus viajes a pesar de su tierna edad, porque sabía que era la «niña de sus ojos». Él la cuidaba mucho pero le dejaba margen para que fuera ella misma con su espíritu de aventura y no se perdiera nada. Consideraba que con los viajes y conociendo gente diferente desarrollaría más y mejor su novel personalidad.
A veces –cuando se podía–, la madre los acompañaba y disfrutaban mucho en familia. A ella también le gustaba explorar todo aquello que fuese misterioso, pues Marie era una gran lectora de novelas de aventura, literatura insólita, grandes descubrimientos y biografías.
Además de al trabajo y a la investigación, don José dedicaría parte de su tiempo a visitar a Aarón Pirca, su amigo, un hombre risueño, de mediana estatura y rostro trigueño, sonrisa sincera y mirada sabia. Era el director de un importante canal de televisión local. Este hombre encanecido prematuramente, recibió a su amigo y a su niña en el aeropuerto con mucho cariño y hospitalidad, llevándolos en su coche al hotel.
–¡Bienvenido seas a Cuzco José!... Qué alegría verte después de tanto tiempo –dijo dándole un sentido abrazo a José.
–¡Gracias amigo, siempre es un placer reencontrarse contigo!
–¿Y quién es esta pequeña? ¿No me vas a decir José que es Esperanza?
»¡Cómo ha crecido!... La recuerdo el día de su bautizo en la Iglesia de la Santísima Cruz del distrito de Barranco en Lima. Siempre fue tan blanca que parecía un fantasmita… ¡Jajá!
Aarón alzó a la niña en sus brazos y le dio un beso en la mejilla.
–¡Ya tengo seis años señor! –dijo Esperanza, como queriendo hacer saber que ya no era tan pequeña.
–¡Caramba, seis años! ¡Quién lo diría! La vida se pasa muy rápido y solo tenemos tiempo para hacer lo que debemos hacer –sentenció aquel sabio cuzqueño.
Don Aarón compartía con el padre de la niña intereses similares respecto al estudio de la astronomía, las civilizaciones antiguas y la vida extraterrestre, y tenía, como él, profundos conocimientos antropológicos andinos y esotéricos. Todo lo reinterpretaba a la luz de esa formación tan arraigada en su propia sangre y cultura.
En el hotel, padre e hija bebieron unas infusiones de la hoja sagrada de la coca a manera de té, que ayuda a que una persona se relaje, oxigene mejor y no se enferme del llamado soroche o mal de altura, que se produce por la falta de oxígeno en la sangre. En alrededor de una hora habían pasado de estar a nivel del mar en Lima a 3.240 metros de altitud en la ciudad de Cuzco, lo cual afecta gravemente a la salud si uno no toma las debidas precauciones. Después de beber esos «matecitos» –como suelen llamarse–, se fueron directamente a la habitación para dormir e irse aclimatando.
Después de arroparla en su cama, Don José le dijo a la niña:
–Duerme un rato Esperanza y te sentirás muy bien al despertar, así no te afectará la altura. –Dicho esto le dio un beso en la frente y se fue a descansar él también.
La niña no se sentía cansada sino más bien llena de energía, pero queriendo agradar al padre cerró los ojos y se quedó profundamente dormida. El padre, que se había ido a su cama, hizo lo propio, porque sabía bien que es sano y conveniente relajarse y dormir, según la recomendación médica, un par de horas para oxigenarse y adaptarse de esa manera al clima y al ambiente andino.
Los tres primeros días en Cuzco fueron algo aburridos para la niña, que acompañó a su padre a las dos empresas que tenía que visitar y pasó largas horas sola. Solía quedarse sentada en una oficina leyendo cuentos o dibujando, mientras don José se enfrentaba a la patronal y a los sindicatos, haciéndole razonar para que conciliaran en buenos términos. Pero como el hombre era muy capaz en lo suyo, rápidamente les mostraba a unos y a otros las consecuencias nefastas de alargar las negociaciones con posiciones intransigentes, por lo que aquella gente, que había estado largo tiempo enfrentada, terminaba concertando en paz y estrechando sus manos con sonrisas. Y es que don José siempre acababa diciendo a las partes:
–En la vida todos debemos aprender a negociar, lo que incluye saber ceder algo; así todos ganan y nadie pierde. Y generalmente quien cede no es el más débil sino el más fuerte que busca lo mejor para todos. Y lo mejor para todos no es el conflicto.
Don José ciertamente había llegado por razones laborales a la ciudad imperial, pero no quería desaprovechar la oportunidad para compartir su tiempo con su querido amigo y con su hija. Y así fue, no hubo tiempo libre que no aprovecharan para conocer los lugares arqueológicos y de interés, caminando por las milenarias callejuelas empedradas. Cuzco es un lugar de gran belleza, que esconde en cada rincón, edificio, casa y esquina, el producto de la superposición de lo europeo sobre lo andino, produciendo una enriquecedora fusión de arte. Durante esas caminatas Esperanza oía hablar a los hombres de secretos y misterios relacionados con sus investigaciones.
Para la niña, conocer la ciudad imperial de los incas fue como haber vuelto a casa. Era difícil para ella entender por qué se sentía tan cómoda en un lugar al que había viajado por primera vez. Para ella, los momentos más emocionantes fueron cuando, padre e hija, llegaron solos ellos dos al Coricancha o Templo del Sol, antiguo recinto sagrado de los sacerdotes incas convertido desde el siglo XVI en el convento y la iglesia de la orden dominica. En el lugar ella no cabía dentro de sí. No entendía por qué, pero sentía y sabía que había estado antes allí. No tenía idea de cuándo ni cómo, y así se lo hizo saber a su padre, quien para tranquilizarla ante tan desmedida emoción le dijo:
–¡Querida Esperanza, seguro que lo habrás visto en algún documental de la tele! Lo anuncian mucho.
–¡No papá! Yo ya he estado aquí, solo que fue mucho tiempo atrás, y el lugar no estaba así. Ven, fíjate en esa habitación que era mi preferida; recuerdo que había un gran disco dorado con una cara entre persona, gatito y serpiente colgando del muro.
Esperanza llevó de la mano casi arrastrando a su padre hasta un impresionante cuarto de paredes inclinadas y hornacinas trapezoidales, donde casi quinientos años atrás realmente había estado colgado el gran disco solar de los incas.
–¡No hay nada aquí pequeña!