Milagros. Euclides Eslava
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11. 1. Resurrección de la hija de Jairo y curación de la hemorroísa
11. 2. El hijo de la viuda de Naín
12. La Transfiguración del Señor
12. 1. La Transfiguración, misterio de oración
12.2. El sacrificio del Hijo: Isaac y Jesús
Los milagros de Jesús que narran los Evangelios son un tema polémico: algunos se preguntan si corresponden a la verdad histórica o si más bien se trata de una ficción interesada, de unos relatos míticos de fenómenos que ahora serían explicables por medios naturales.
Los milagros de Jesucristo son muy variados y conllevan una cierta gradación: en primer lugar, sobre las fuerzas naturales, más adelante sobre los demonios y al final sobre la misma muerte (Legasse, 2000, p. 256). Estos forman parte de su biografía y es interesante anotar que los contemporáneos de Jesús no dudaron de ellos; ni siquiera sus enemigos, que los atribuyeron al demonio. Sin embargo, a partir del siglo XVIII surgieron dudas en ambientes agnósticos y racionalistas. En cualquier caso, la exégesis contemporánea afirma que no es posible negarlos con rigurosidad científica (Casciaro, 1994, p. 314).
Más interesante es el significado último, el objetivo que tenía Jesús al obrar tales hechos maravillosos. Como señala el subtítulo de este libro, los milagros de Jesucristo son, ante todo, signos, señales que muestran su divinidad, que confirman la verdad de sus enseñanzas, que ayudan a creer en Él. Esa era la intención de Jesús al ejecutar esos portentos: revelar a Dios, mostrar que había llegado el Reino, que no era una promesa política, sino un regalo del Padre. Por eso también decimos que son “los signos del Mesías”, pues manifiestan su divinidad: es el enviado del Padre, el Hijo de Dios, el salvador y el siervo sufriente anunciado en el Antiguo Testamento. Jesús no vino para acabar con todos los males, sino con el único verdadero mal: el pecado. Y los milagros manifiestan que Satanás comenzaba a ser derrotado, aunque la victoria final solo se dará en la Parusía (cf. Casciaro, 1994, p. 313; Gnilka, 1995, p. 169).
Esta obra no pretende ser un estudio pormenorizado ni una exégesis abstrusa, sino más bien una meditación que aúne el rigor científico y la piedad cristiana, a la luz de la liturgia de la Palabra dominical. Después de haber meditado el misterio de la Encarnación del Verbo en el libro El Hijo de María, la vocación de los discípulos —y la nuestra— en la obra Como los primeros Doce, y un aspecto de la predicación de Jesús en el tomo de El secreto de las parábolas, accedemos en este volumen al estudio y a la meditación de varios milagros de Jesús, que pueden servir para aumentar la fe en el Hijo de Dios y para obrar en consecuencia.
Bogotá, 7 de agosto de 2019
El apóstol san Juan, discípulo amado, es quien narra el primer milagro de Jesús: había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí (2, 1-11). Tradicionalmente se considera que el Señor, con su presencia en estas bodas, elevó a la categoría de sacramento la unión natural del hombre y la mujer, que Dios había instituido en las primeras páginas del Génesis. Así lo describe el Catecismo:
En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo —a petición de su Madre— con ocasión de un banquete de bodas. La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo. (n. 1613)
Más aún, el matrimonio será camino de santidad, vocación cristiana de primera categoría: “Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio” (san Juan Pablo II, 1981, n. 34). Por ese motivo, la liturgia relaciona este pasaje con las promesas de Isaías sobre el regocijo del marido con la esposa, que es una figura del matrimonio de Dios con su Iglesia (62, 1-5): Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada”; a ti te llamarán “Mi delicia”, y a tu tierra “Desposada”.
El Señor compara el amor por su pueblo con el de los jóvenes esposos. Ya nadie se sentirá desamparado ni solo, porque Dios ama a su gente con amor tierno y eficaz: Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo. El modelo del matrimonio cristiano es el cariño de Dios a los suyos, manifestado en el amor de Cristo a su Iglesia. Por eso este sacramento es camino de santidad, vocación específica en el itinerario cristiano de imitación del Maestro.
Volvamos a la escena del Evangelio con la que comenzamos, el matrimonio en Caná: Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Los apóstoles apenas lo estaban conociendo. Suponían que era un grande, pues Juan Bautista, maestro de algunos de ellos, les había dicho que era el Cordero de Dios. Desde entonces empezaron a ir detrás de Él, con las dudas lógicas de los comienzos.
La fiesta hervía en el alboroto del gozo y las conversaciones en voz alta entre tantos viejos conocidos y familiares llegados para el evento. Sin embargo, pocos se dieron cuenta de una crisis que se iba gestando lentamente, un dolor que padecían los más íntimos de la familia: el número de invitados había superado las expectativas, o estaban consumiendo más de lo previsto, por lo cual se cernía sobre los esposos y sus allegados la amenaza del oprobio, de pasar a la historia del pueblo como el matrimonio fallido, quizá premonitorio de una vida conyugal frustrada.
Nadie se dio cuenta, pues todos gozaban de los festejos, pero entre los invitados había una persona especial, más atenta a las necesidades del prójimo que a su propio bienestar: Y la madre de Jesús estaba allí.
Fijaos también en que es Juan quien cuenta la escena de Caná: es el único evangelista que ha recogido este rasgo de solicitud materna. San Juan nos quiere recordar que María ha estado presente en el comienzo de la vida pública del Señor. Esto nos demuestra que ha sabido profundizar en la importancia de esa presencia de la Señora. (ECP, n. 141)
La Virgen cayó en la cuenta del problema en el que se encontraban los anfitriones. Movida por el Espíritu Santo, se dirigió a Jesús: Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”. Era una confianza maternal, un trato al que estaba acostumbrada. Solo que Ella sabía lo que estaba pidiendo. Era consciente de que estaba adelantando la hora del banquete de bodas del Cordero. San Juan Pablo II (2002b) hace una consideración