Milagros. Euclides Eslava

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Milagros - Euclides Eslava

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me han asignado noches de fatiga. Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche. Corren mis días más que la lanzadera, se van consumiendo faltos de esperanza.

      Job se queja de que la vida humana es un espacio para sufrir. Parece un servicio militar, el trabajo de un jornalero o incluso la vida de esclavitud. Si todo ser humano tiene asignado un tiempo, el de Job es desdichado. Presenta un retrato lamentable de su padecimiento y por eso es un libro muy contemporáneo y universal: como el dolor es una de las constantes humanas de todos los tiempos, cada generación se siente retratada en sus lamentos. Aunque también es ejemplar la actitud del protagonista ante las pérdidas que iba sufriendo: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor.

      ¿Por qué permite Dios el sufrimiento? Es fácil entender que el dolor tenga un efecto redentor en los malvados, pero ¿por qué sufren de igual manera los inocentes? ¿Qué sentido tiene la presencia del mal en el mundo? Son preguntas que laceran la conciencia de muchas personas, que las ponen a veces en contra del Señor. En algunas ocasiones, parece que justificaran el enfrentamiento —transitorio o definitivo— con Dios.

      Estamos haciendo nuestra oración, y es un buen momento para pensar en los dolores que nos aquejan. Las personas jóvenes quizá tengan pocos problemas: recuerdo el caso de uno que consultó al médico porque tenía problemas para dormirse. Al hacerle la historia clínica, resultó que ¡tardaba unos diez minutos en conciliar el sueño! Cuando hay personas que gastan varias horas procurando dormir, o que incluso pasan la noche en vela, ese problema es envidiable. Bromas aparte, cada uno tiene su talón de Aquiles: el riñón, el corazón, la tiroides, un tobillo, que incomodan el diario trajinar.

      Pero no solo se trata del sufrimiento físico, pues son más dolorosas las penas espirituales: pérdidas, humillaciones, engaños, pobreza, injusticias, soledad… Estos padecimientos son más profundos y es más difícil desarraigarlos del alma. Esa es la causa de una enfermedad muy dura: el resentimiento, que cuesta desterrar y genera más daño aún en quien lo padece. Vamos hablando con el Señor y contándole nuestras dificultades.

      En el segundo grupo de sufrimientos que hemos mencionado también se cuentan los que nos causan nuestras miserias y defectos. ¡Cuánto sufrimos al ver que no somos capaces de superar un determinado punto de lucha, o que otra imperfección, que creíamos superada, reaparece con nuevos bríos! En el fondo, estos dolores se remontan a un pecado de base, que es nuestra soberbia. Nos duele saber que no somos tan buenos como quisiéramos. Nos cuesta reconocernos débiles, miserables, necesitados de ayuda para avanzar por el buen camino.

      Pero no sigamos en esta línea, pues no se trata de apesadumbrarnos con nuestra humilde situación. Quizá este era el estado del mundo cuando apareció en una población secundaria del imperio romano un predicador que confirmaba su doctrina con milagros. Ya hemos considerado antes que la gente se maravillaba al ver que se estaban cumpliendo las profecías: parecía que aquel era el profeta anunciado por Moisés.

      Regresemos entonces a la jornada de Jesús en Cafarnaúm, cuando el Señor se enteró de que la suegra de Pedro estaba enferma: Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.

      Llama la atención que la primera actividad de Jesucristo sea dedicarse a curar enfermos, junto con la llamada a la conversión, la elección de sus discípulos y el anuncio del Reino. En este caso podríamos pensar que se trata de un favor doméstico, cuidar a la suegra de un discípulo, pero en realidad es una más de muchas curaciones: Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios.

      Este pasaje del Evangelio ilumina las reflexiones anteriores: Jesús quiso explicar, con su venida a la tierra, el sentido del dolor, del sufrimiento y la enfermedad en la vida del ser humano. ¿Por qué le da el Señor esa primacía al remedio del dolor en su misión? Porque forma parte de su misión redentora, de la salvación que vino a traernos.

      El Compendio del Catecismo (2005) enseña que entre las consecuencias del pecado original están las siguientes: “la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado” (n. 77). Jesús se encarnó “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, como decimos en el Credo; es decir, para reconciliarnos con el Padre y para liberarnos de los efectos del pecado, también de la subordinación al sufrimiento y al poder de la muerte.

      No quiere decir que con su venida a la tierra los hombres dejáramos de enfermarnos o de sufrir, pero sí que podríamos encontrar un sentido para el dolor, descubrir su significado. El papa Benedicto XVI (2009) explicaba este pasaje diciendo que

      Las curaciones son signos: no se quedan en sí mismas, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, de la fuente de verdad y de amor. Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida.

      La explicación de cómo logra curarnos el Señor, cómo nos enseña el sentido de nuestros sufrimientos, aparece de pasada en la escena que estamos meditando: y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Lo mismo había sucedido en el exorcismo de esa mañana: Jesús rechazó el testimonio del diablo, pues su misión no se explica por el poder milagroso, sino por su muerte en la Cruz.

      Ahí es donde se encuentra el sentido del dolor: en el hecho de que Cristo mismo quiso asumir nuestras debilidades, darles un valor redentor, que pudiéramos ofrecerlas por el dolor de todos los hombres. Con nuestro sufrimiento —no solo con las enfermedades, que pueden tardar en llegar, sino también con las pequeñas o grandes dificultades y contradicciones diarias, y con las mortificaciones y sacrificios personales que buscamos activamente en las cosas pequeñas, en el trabajo, en la vida familiar— nos hacemos partícipes de la Cruz de Cristo. Como Simón de Cirene, ayudamos a la reconciliación del mundo con Dios, pues participamos en el sacrificio que el Hijo ofreció al Padre en la Cruz y que celebramos cada día en la Misa.

      Por eso la Iglesia fomenta el cuidado de los enfermos y de los pobres, de los huérfanos y de las viudas de todo el mundo, como ninguna otra institución lo ha hecho en la historia: porque sabe que en ellos está Cristo y porque conoce que esas personas necesitan sobre todo ser conscientes de su presencia salvadora. Así se prolonga la obra de Jesús en la historia.

      Podemos ver en este Evangelio un llamado a que seamos instrumentos del Señor en la atención a los enfermos, a los pobres y necesitados. Quizá dedicando un tiempo de nuestra semana a visitar personas solitarias o débiles, o ayudando a instituciones de caridad, o poniendo en manos de Dios nuestra vida entera, por si quiere dedicarla al servicio de los demás.

      En el testamento espiritual que dejó la abuela de Jorge Mario Bergoglio, y que él cargaba en el breviario cada día, quedó escrito:

      Que éstos, mis nietos, a los cuales entregué lo mejor de mi corazón, tengan una vida larga y feliz, pero si algún día el dolor, la enfermedad o la pérdida de una persona amada los llenan de desconsuelo, recuerden que un suspiro al Tabernáculo, donde está el mártir más grande y augusto, y una mirada a María al pie de la Cruz, pueden hacer caer una gota de bálsamo sobre las heridas más profundas y dolorosas. (Rubin y Ambrogetti, 2013, p. 124)

      Acudimos a Jesús sacramentado y a su Madre santísima para que nos ayuden a llevar con visión sobrenatural las pequeñas cruces de cada día, y que encontremos, en las personas que sufren, al Señor que pregunta por nosotros, que quiere asociarnos a su misión redentora.

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