Milagros. Euclides Eslava

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Milagros - Euclides Eslava

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uno de ellos era paralítico. La escena se desarrolla en Cafarnaún, probablemente en casa de Pedro, que era el centro desde donde partía el apostolado inicial de Jesucristo. Ya había corrido la fama por la población acerca de las enseñanzas del Maestro y de las curaciones milagrosas. De hecho, según narra san Lucas en el pasaje paralelo (5, 17-26), también estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén.

      Quizá el grupo de camaradas venía de otro pueblo, pues ya antes Jesús había curado a prácticamente todos los enfermos de la ciudad que lo hospedaba. El caso es que estos hombres, animados por el prestigio que había adquirido el huésped de Pedro, decidieron llevar a su compañero a esa casa. Es normal que una persona quiera servir a sus amigos más necesitados, pero también puede pasar que ese servicio cueste más de lo que inicialmente planea. Así les sucedió a estos muchachos. San Marcos cuenta que se supo que estaba en casa y acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta.

      Los cinco amigos no contaban con el obstáculo de la multitud. Tal vez alguno pensó volver a casa, regresar otro día que hubiera menos afluencia. Pero otro —quizá el mismo paralítico, lleno de esperanza— diría que era necesario aprovechar esa ocasión, no fuera a ser que el Maestro se fuera lejos. Sigue narrando Marcos que vinieron trayéndole un paralítico llevado entre cuatro y, como no podían presentárselo por el gentío, levantaron la techumbre encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.

      Es todo un montaje el de estos hombres, no sin peligro para la integridad del paralítico. Seguramente, muchos de los allí presentes se molestarían porque la maniobra interrumpió unas palabras de Dios, de las que ellos eran testigos privilegiados. Alguno quizá pensaría que el mismo Señor podría incomodarse por esa perturbación intempestiva. Veamos, sin embargo, cuál fue la reacción del Maestro cuando el enfermo tocó tierra: Viendo Jesús la fe que tenían, le dice al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.

      ¡Cómo nos sorprendes, Señor, cada día! Quizá esperábamos de tu benevolencia una sonrisa de aprobación y, en cambio, pronuncias unas palabras que nadie esperaba. Te piden una disculpa por la molestia y Tú te adelantas con el perdón de los pecados. ¿Cuántas personas, de entre los amigos del paralítico, sus parientes, se habrían planteado esa necesidad? Quizá ninguno o, solo Dios sabe, el alma de aquel hombre suspiraba por la misericordia divina, tal vez pensando (de acuerdo con la mentalidad de su tiempo) que esa enfermedad se debía a sus pecados y a los de sus mayores. Benedicto XVI (2006a) explicaba que, al obrar así, Jesús muestra que quiere sanar, ante todo, el espíritu:

      El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado le impide moverse con libertad, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí. En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: Tus pecados quedan perdonados.

      Podemos considerar en nuestra oración que tú y yo no solo somos esos amigos que llevan a Jesús, sino que también somos el paralítico aherrojado por las culpas y necesitado de perdón.

      Al ver Jesús la fe de ellos, dijo: —Hijo, tus pecados te son perdonados. Para algunos, pudo suponer un fracaso: ¿tanto esfuerzo, para una simple fórmula penitencial? Para los escribas, fue la ocasión del escándalo: Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: “¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo uno, Dios?”. Las autoridades, sin embargo, no concluyeron bien el silogismo que, con un poco de fe, podría haber sido: si este hombre perdona los pecados, es porque estamos frente a Dios. Hace falta mucha humildad para reconocer que necesitamos ese perdón del Señor.

      Seguramente, la sensación del minusválido fue muy distinta: experimentaría en su corazón la alegría del perdón divino, la tranquilidad, la inocencia que todos advertimos después de la confesión. Quizá este puede ser el primer propósito: tener la misma fe de aquellas personas, para acercar nuestros amigos al sacramento de la penitencia. El beato Álvaro del Portillo explicaba la importancia del apostolado de la confesión en el camino interior de un cristiano:

      Para que las personas que tratamos escuchen las mociones del Señor, que a todos llama a la santidad, se requiere que vivan habitualmente en estado de gracia. Por eso, el apostolado de la Confesión cobra una importancia particular. Solo cuando media una amistad habitual con el Señor —amistad que se funda sobre el don de la gracia santificante—, las almas están en condiciones de percibir la invitación que Jesucristo nos dirige: si alguno quiere venir en pos de mí… (Carta pastoral, 1-12-1993, 2014, p. 26)

      Uno esperaría que, delante de un grupo de escribas, Jesús guardara las formas, que se comportara de modo diplomático para evitar malentendidos. Pero Él no obra con la timidez que nos caracteriza a nosotros, sino que vino para cumplir la voluntad de su Padre y decidió reforzar su predicación con milagros —como otras muchas veces— y llenar de alegría el corazón de los cinco amigos que tenían tanta fe: Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, respondió y les dijo: “¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate y echa a andar’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados —dijo al paralítico—: ‘A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla, vete a tu casa’”. ¡Cómo habrá sido esa mirada de Jesús! Nos la imaginamos sonriente, cariñosa, y al mismo tiempo llena del imperio divino.

      El Señor premia la fe de aquellos amigos curando al paralítico. Pero el milagro más importante es la purificación de ese hombre: —Hijo, tus pecados te son perdonados. Jesús demuestra su mesianismo perdonando los pecados. Es lo más importante que puede hacer, para eso se encarnó, para redimirnos. En la mente de los más sencillos resonarían las palabras del profeta: Se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán, saltará el cojo como un venado, la lengua del mudo cantará (Is 35, 1-10). Señor: ¡qué bueno eres cuando curas, cuando haces milagros, cuando predicas el reino! Pero, sobre todo, ¡qué grande Dios muestras ser, cuando perdonas nuestros pecados! San Ambrosio alaba a Dios por esta misericordia: “¡Qué grande es el Señor que, por los méritos de algunos, perdona a los otros y que, mientras alaba a aquéllos, perdona a éstos!” (Tratado sobre el Evangelio de san Lucas, in loc.).

      Dejarnos perdonar por el Señor. Aprovechar la intercesión de María para alcanzar la fuerza necesaria y dar el paso de fe, ponernos de rodillas delante del ministro sagrado —no importa su personal indignidad— y pedir perdón a Dios. Benedicto XVI (2006a) concluía:

      El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios, que Cristo vino a darle, para que, sanado en el corazón, toda su existencia pueda renovarse. Pero la palabra de Dios nos invita a tener una mirada de fe y a confiar, como las personas que llevaron al paralítico, a quien sólo Jesús puede curar verdaderamente.

      El mensaje es claro, dice el papa alemán: necesitamos la misericordia divina. Y el Señor nos la ofrece, como al paralítico, en el sacramento de la Penitencia:

      El amor de Dios es la verdadera fuerza que renueva al mundo. Invoquemos juntos la intercesión de la Virgen María para que todos los hombres se abran al amor misericordioso de Dios, y así la familia humana pueda sanar en profundidad de los males que la afligen. (2006a)

      Si nos abrimos al amor misericordioso de Dios, sanaremos en profundidad nuestros males. Se podrá decir de nosotros y de los amigos que acerquemos a la confesión lo mismo que del paralítico: Se levantó, cogió inmediatamente la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: “Nunca hemos visto una cosa igual”.

      

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