Milagros. Euclides Eslava
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La actitud de María ante la respuesta de su Hijo llama todavía más la atención: Su madre dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. Es impresionante imaginar lo que pasaría por el interior de la Virgen, su relación íntima con el Padre y con su Hijo, que la llevó a reaccionar de esa manera. San Juan Pablo II (2002b) comenta que “el primero de los ‘signos’ llevado a cabo por Jesús —la transformación del agua en vino en las bodas de Caná— nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo” (n. 14). Maestra de fe, de trato confiado con su Hijo. Nos hacemos cargo de lo sucedido entre los dos, si miramos de nuevo a Jesús para ver cómo reacciona ante semejante “impertinencia” de María: Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: “Llenad las tinajas de agua”.
Uno esperaría que el Señor insistiera en su negativa o que hiciera caer vino del Cielo. O que se llenaran de licor, como por ensalmo, las botellas vacías. Sin embargo, su actitud es diversa: pide que llenen de agua unas tinajas. Quizá nosotros responderíamos enojados: “¿quién quiere agua? —El problema es de vino. Podrías mandarnos a comprar al otro pueblo, pero no a dilapidar el tiempo con juegos de niños. ¡Llenar de agua unas tinajas cuando lo que falta es vino!”.
No sabemos si movidos por la persuasión maternal de María o por la potestad mesiánica de Jesús, aquellos hombres reaccionaron con obediencia pronta, generosa: Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: “Sacad ahora y llevadlo al mayordomo”. Continúan las órdenes inusitadas y en apariencia erróneas: ¿qué va a pensar el maestresala cuando le presenten unas tinajas con agua? Casi podríamos decir que está en juego el puesto de los servidores.
Sin embargo, grande es la fe de aquellos hombres, que se lo llevaron. Jesús obedece al Padre, que habla a través de la petición de María, y los sirvientes obedecen a Jesús y le portan no unos pocos mililitros, sino unos quinientos litros de agua: El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al esposo y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”. Aquel esposo quedaría sorprendido ante el elogio inesperado y, sobre todo, recuperaría la tranquilidad, al ver la cantidad de vino de gran calidad, que en realidad era el anuncio de la llegada del Reino de Dios, el vino de las bodas definitivas de Dios con su pueblo.
San Juan concluye que Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria. Comenzó la vida pública del Mesías. Llegaron los tiempos mesiánicos. La conclusión tiene un añadido importante: Y sus discípulos creyeron en él. El pasaje de Caná es una escuela de fe: seguir a Cristo, obedecerle, confiar en Él, y acudir a la Omnipotencia suplicante de la Madre de Dios. Como observa san Alfonso María de Ligorio (1954):
El corazón de María, que no puede menos que compadecer a los desgraciados [...], la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera [...]. Si esta buena Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran? (p. 48)
Por esa razón, san Juan Pablo II (2002b) quiso que este pasaje fuera uno de los nuevos misterios del Rosario: “Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná, cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente” (n. 21). Podemos dirigirnos al Señor para que también nos aumente la fe, contando con la intercesión de su Madre:
Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre —¡tu Madre!— a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Si nuestra fe es débil, acudamos a María […]. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios. —¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea! (SR, II misterio de luz)
Y sus discípulos creyeron en él. Además, descubrieron el carácter familiar de la Encarnación, de la Iglesia: Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos. Acudamos a la Virgen para que presente al Señor nuestras necesidades, nuestra falta de vino, de fe, de gracia, de santidad, y para que nos recuerde en cada momento de nuestra vida su mejor consejo maternal: Haced lo que Él os diga.
Después de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná, san Juan continúa su Evangelio con otros milagros, signos que demuestran con hechos la divinidad que más tarde el Señor enseñará con palabras. Se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. De acuerdo con su costumbre, san Juan ubica la escena temporalmente, en el marco de las fiestas judías. Para Benedicto XVI es muy probable que se trate de Pentecostés, aunque algunos dicen que podría ser la Pascua.
Luego viene el contexto espacial: Hay en Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda [o Betzata]. Esta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos. En el siglo XIX se encontraron los vestigios de esta piscina, al nororiente de la ciudad, junto a la puerta llamada también probática, el sitio por donde ingresaban los animales —entre ellos las ovejas (próbata, en griego)— que se sacrificarían en el Templo.
Los alrededores de la piscina estaban ocupados por muchos enfermos, que esperaban la curación con aquellas aguas, pues tenían fama de milagrosas. Jesús entró a Jerusalén por esa puerta —quizá para no llamar la atención, pero también para estar cerca de las personas que más sufrían— y de inmediato su afán de almas le llevó a obrar el bien: Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.
Podemos imaginar la gravedad de la situación, el peso que aquel pobre paralítico llevaba en su vida por esa incapacidad que le había acompañado desde pequeño. Pero su mayor dolor era la soledad en la que los demás lo habían dejado. De repente, desde el suelo, vio a aquel hombre majestuoso, que se dirigía hacia él y escuchaba el recuento acerca de su prolongada situación. Jesús, al verlo echado y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: “¿Quieres quedar sano?”.
Quizá en un primer momento el paralítico sintió deseos de responder mal, pero ya sabía que parte de su estado exigía tratar bien a los transeúntes, para no perder la posible limosna. Así que le hizo un breve resumen de su historia, que cada jornada relataba al que pasaba cerca, entre tanto indigente. Esa respuesta servirá para nuestro diálogo con Dios. El enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”.
“No tengo a nadie”. Estas palabras nos deben golpear con frecuencia. Pensemos cuántos paralíticos del alma tenemos a nuestro alrededor, esperando la ocasión propicia para acercarse a Dios, y cuántos de ellos no encuentran quién les señale el camino, una persona