Milagros. Euclides Eslava

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Milagros - Euclides Eslava

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errores que nos pueden llevar a la mentira o al engaño:

      Contad primero lo que desearíais que no se supiera. ¡Abajo el demonio mudo! De una cuestión pequeña, dándole vueltas, hacéis una bola grande, como con la nieve, y os encerráis dentro. ¿Por qué? ¡Abrid el alma! Yo os aseguro la felicidad, que es fidelidad al camino cristiano, si sois sinceros. Claridad, sencillez: son disposiciones absolutamente necesarias; hemos de abrir el alma, de par en par, de modo que entre el sol de Dios y la claridad del Amor. (AD, n. 189)

      La aplicación del pasaje del demonio mudo a la sinceridad en la dirección espiritual va más allá de un simple simbolismo: “El que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo” (Carta, 24-3-1931, n. 38, citada por Burkhart y López, 2013, p. 325). O, mirándolo en positivo: “Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones” (Carta, 14-2-1974, n. 22, citada por Burkhart y López, 2013, p. 325).

      La sinceridad es el comienzo de la solución. Como el hijo pródigo, experimentaremos la infinita misericordia del Padre, que no solo nos acoge de nuevo en su seno, sino que organiza una fiesta. El banquete del amor, del perdón, de la resurrección: este hijo estaba muerto y ha revivido.

      Acudamos a la Virgen Santísima, que tenía un alma fina, delicada, pura, limpísima, porque siempre estaba en diálogo franco y amoroso con ese Dios que era su Padre, su Hijo y su Esposo. Pidámosle que nos ayude a vencer al demonio mudo por medio de la sinceridad salvaje, educada e inmediata con Dios, con nosotros mismos y con quienes dirigen nuestra alma.

       5. Multiplicación de los panes y de los peces

      Entre los abundantes milagros del Señor, hay uno que llamó especialmente la atención de los discípulos, tanto que es el único presente en los cuatro Evangelios: la multiplicación de los panes y de los peces, que es una preparación para la institución del sacramento de la Eucaristía en la Última Cena.

      Después de esto, Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea (o de Tiberíades). Nos conmueve el Señor con su iniciativa, con su esfuerzo por buscar a la gente. Quiere que todos se salven y sale a su encuentro, no se contenta con esperarlos. Además, desea que nosotros, siguiendo su ejemplo, vayamos a buscar las almas para entregarles el tesoro de la vida divina y para que también aprendamos de ellas en ese diálogo maravilloso de la amistad.

      Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos (Jn 6, 1-2). Así somos: lo buscamos por interés, cuando lo necesitamos. Después, cuando las cosas van bien, quizá nos olvidamos de Él, dejamos que pase a un segundo lugar. Perdón, Señor. Ayúdanos a confiar menos en nuestras fuerzas, a reaccionar contra la mediocridad y contra la tibieza. Que no te sigamos por los favores que nos puedes hacer, sino movidos por un amor desinteresado, con deseos de retornar en parte esa caridad que nos mostraste al morir por nosotros.

      Otro evangelista complementa: Al desembarcar vio Jesús una multitud, se compadeció de ella y curó a los enfermos (Mt 14, 14). Misericordia de Jesús, que conoce nuestras necesidades, nuestras aspiraciones, nuestros intereses. Esa clemencia del Maestro es una característica de Dios en la Sagrada Escritura. Debemos aprender de Él a compadecernos de los demás, con obras, comenzando por los que tenemos más cerca, sacrificándonos con generosidad: “Hay que saber mirar a nuestro alrededor y reconocer esas llamadas que Dios nos dirige a través de quienes nos rodean” (ECP, n. 146). Es el mismo Señor quien viene a nuestro encuentro en esas personas necesitadas. “No podemos vivir de espaldas a la muchedumbre, encerrados en nuestro pequeño mundo. No fue así como vivió Jesús” (ECP, n. 146). Lo vemos, por ejemplo, en la iniciativa que tiene el Señor para acercarse a la viuda de Naím, que iba a enterrar a su único hijo, o en la compasión que el Maestro manifiesta por las muchedumbres, porque andaban como ovejas que no tienen pastor (Mc 6, 34).

      “Los Evangelios nos hablan muchas veces de su misericordia, de su capacidad de participar en el dolor y en las necesidades de los demás” (ECP, n. 146). Es lo que vemos que hace en este caso: Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Este pasaje pretende mostrar a Jesús como el nuevo Moisés, y por eso lo ubica en un monte, análogo al Sinaí, donde el patriarca recibió la revelación divina. Pero el ascenso a la montaña también nos muestra que la intimidad con Dios, la vida de oración, requiere esfuerzo, y por eso es frecuente la figura del monte en la Escritura Santa: el Tabor, el de las bienaventuranzas, el Calvario.

      La cercanía de la Pascua nos habla del paso del pueblo hebreo hacia la libertad, liderado por Moisés, y al mismo tiempo nos trae a la mente el sacrificio de Jesús, que ocurrirá un tiempo más tarde, justo en esa misma celebración. Era una buena fecha, primaveral, de tiempo fresco y pastos altos, por lo cual se entiende que san Juan describa más adelante que había mucha hierba en aquel sitio.

      A continuación, el Señor involucra a los discípulos en su misión salvadora: Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?”. La pregunta del Maestro recuerda el interrogante de Moisés en Nm 11, 13: “¿De dónde voy a sacar carne para repartirla a todo el pueblo?”. El Señor se preocupa de sus seguidores, pero también de formar a sus apóstoles. Aunque es previsivo y sabe lo que hará, quiere contar con nuestro pobre aporte humano. Se dirige a nosotros, pone a prueba nuestra fe y nuestra creatividad. Quiere que seamos sus instrumentos inteligentes y libres, no simples máquinas repetidoras. Por eso le pregunta a Felipe, y nos interpela ahora a ti y a mí: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?”.

      ¡Cuántas veces nos habremos visto instados, tentados como Felipe, por cuestiones similares! El Señor pone en nuestras manos una familia, unas personas, una entidad, unas labores apostólicas, y parece como si todo dependiera de nuestro esfuerzo. Ante esos retos, caben varias reacciones: por ejemplo, una puede ser intentar arreglarlo todo con las propias fuerzas; otra, el extremo, puede ser dejar que Dios se encargue —mientras nosotros, perezosos, nos desentendemos—.

      También se puede actuar como reaccionó el Apóstol: Felipe le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”. Es la respuesta “realista”. Se ve que este apóstol era un hombre práctico y prudente, quizá cumplía con frecuencia este papel de secretario (aunque era Judas el que llevaba la bolsa): preveía, calculaba y daba su veredicto. En esta ocasión, su presupuesto dedujo que, para dar a cada una de las personas de esa multitud, no alcanzarían ni doscientos jornales, unos 1600 dólares, de acuerdo con el salario mínimo colombiano.

      Doscientos jornales, un dineral. El Señor les pide a sus Apóstoles doscientos días de trabajo de un momento a otro, y no para construir la sede central de su apostolado, o para prever las necesidades futuras, sino para “despilfarrarlos”, atendiendo a una muchedumbre transitoria. ¡Cuánto nos enseña el Maestro! Esta escena va en la línea de la Encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate: nos muestra la lógica de la gratuidad, de la generosidad, del don, de la magnanimidad, que ha venido a instaurar Jesucristo, por encima de nuestra tacañería, de nuestra codicia y de nuestro egoísmo.

      Los apóstoles se habían ido empapando de esa lógica divina, y no tuvieron vergüenza de plantear sus pobres aportaciones: Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?”. Estamos hablando de una necesidad apremiante de 1600 dólares de pan, y el muchacho no tuvo problema en aportar uno o dos dólares; había que dar de comer a una muchedumbre,

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