Así mueren los santos. Antonio María Sicari
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MUERTE, AMOR, SANTIDAD
DOS SON LAS EXPERIENCIAS FUNDAMENTALES de nuestra humana existencia: el amor y el dolor. Con la palabra amor resumimos todo el bien que recibimos y damos en el curso de la vida. Con la palabra dolor evocamos aquí todo el mal sufrido en el cuerpo y en el alma, y que parece renovarse cuando el cortejo de las enfermedades y de las penas nos hace presagiar la muerte cercana: la disolución de nuestro «yo». Y entre amor y dolor nos espera siempre una inevitable cita.
EL DOLOR PREGUNTA Y EL AMOR PROMETE
El dolor obliga al hombre a plantearse esta pregunta radical: «¿Quién soy yo?», que nos acompaña siempre en la vida —junto a otros interrogantes sobre por qué existimos y sobre el objeto de nuestro vivir—, pero que se convierte en urgente y lacerante cuando no tenemos ya dónde agarrarnos.
Cierto, las experiencias obtenidas en el curso de los años pueden habernos regalado también muchas reflexiones, muchas convicciones y muchas «certezas de fe», pero todas —al ser regaladas y recibidas por nosotros— nos han llegado por medio de personas portadoras de la respuesta primera y última: «¡Tú eres el ser que yo amo!». Normalmente, tal respuesta corresponde en primer lugar a los que nos han dado la vida y nos han cuidado (padres, familiares) y luego a los que nos han dado su amable compañía (cónyuge, hijos, amigos).
Evidentemente, la madre y el cónyuge son las dos únicas personas que han podido respondernos incluso con su carne.
Con el paso de los años, el diálogo sustancial —¿Quién soy yo? ¡Eres el ser que yo amo!— basta para aplacarnos y asegurarnos cuando vacilamos —siempre que tengamos la gracia y la felicidad de poderlo disfrutar—, aunque ese diálogo sea tácito.
Cuando la respuesta es verdadera, nos llena de consuelo: quien se sabe amado intuye enseguida muchas otras promesas, pero espera que el tiempo las manifieste y las realice. Pero cuando llega el tiempo del sufrimiento extremo y el yo vislumbra la amenaza decisiva de la muerte, entonces la pregunta de siempre —¿Quién soy yo?— se dilata y exige una respuesta también decisiva. Se siente la urgencia de explicitar la promesa contenida en toda fórmula amorosa.
Aquí está: «Quien ama, dice: ¡Tú no morirás nunca!». Esta es la expresión que Gabriel Marcel pone en boca de Arnaud Chartrain, protagonista de su drama titulado La soif [La sed]. En otra de sus obras sobre el Misterio del ser, la explica así: «¿Cuál puede ser el significado exacto de esa afirmación? No se reduce seguramente a un augurio y ni siquiera a un deseo, sino que tiene más bien el carácter de una aseveración profética… Podría formularse así: vea como vea las cosas, tú y yo seguiremos estando juntos; [lo sucedido] no puede hacer que caduque la promesa de eternidad contenida en nuestro amor».
Podemos añadir que, si reuniésemos en una sola todas las expresiones de amor verdadero, no sería otra que la «fascinante promesa que el Amor, de parte de Dios, hace a la humanidad»[1]. Pero aquí emerge la paradoja más misteriosa: precisamente cuando el cumplimiento de esta promesa ya no puede ser reclamado, es cuando descubrimos que humanamente la promesa no puede ser mantenida. No es que la promesa sea falsa o insincera. Era y es necesaria, porque pertenece intrínsecamente a la naturaleza del amor; solo que los amantes terrenos no saben cómo mantenerla: no tienen la fuerza, ante la muerte, por muy grande y sincero que sea su amor.
JESUCRISTO: EL QUE MANTIENE LA PROMESA
Precisamente este es el estímulo más fuerte que Dios nos ha dejado para invocarlo. Cuando nosotros como criaturas no podemos cumplir la promesa contenida en nuestro mismo amor (siendo como somos, mortales), la promesa no se revela falsa, sino que se convierte en invocación. Cuando se trata de promesas de amor, ¿quién puede de verdad responder, sino quien es el Amor: el Amor Crucificado Resucitado? Si Jesús es el Amor hecho carne, a él corresponde también el cumplimiento de las promesas de amor. Esta es la prueba más evidente de la necesidad que tenemos de su presencia y de su gracia.
Por eso, cuando en el fondo del corazón sentimos el pesar por las promesas infinitas que no sabemos cómo garantizar a causa de nuestra precariedad —pero que son necesarias—, ha llegado el momento decisivo para acoger, de modo absolutamente único y personal, esa invitación que el papa Juan Pablo II nos hizo —apenas elegido— al mundo entero: «¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay en el corazón del hombre. Solo él lo sabe».
Y lo repetiría, insistentemente, a los jóvenes: «Cristo es el único interlocutor competente al que podéis hacer las preguntas esenciales sobre el valor y el sentido de la vida: no solo de la vida sana y feliz, sino también de la marcada por el sufrimiento […]. Sí, Cristo es el único interlocutor competente, también para las preguntas dramáticas que se pueden formular más con gemidos que con palabras. ¡Preguntadle a él, escuchadlo a él!»[2]. Cuando llegue el momento de la muerte, será importante haber adquirido ya una buena familiaridad con las escenas descritas en los relatos evangélicos de la Pasión de Jesús.
Los santos contemplaban la Pasión de Jesús, descubriendo —llenos de estupor— el sentido de sus propios sufrimientos (ya anticipadamente injertados en los de Cristo), e incluso el deseo de su propia muerte[3].
Ya san Pablo podía testimoniar a los primeros cristianos: «Llevo en mi cuerpo las señales de Jesús» (Gal 6, 17), y estaba convencido de que las penas de su vida (sobre todo las ligadas a las innumerables fatigas misioneras y a las persecuciones sufridas)[4] eran para él una gracia especial: «¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo!» (Gal 6, 14). Decía no tener otro objetivo en el mundo que el del «conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él […]. Lograr conocerle a él y la fuerza de su resurrección, y participar así de sus padecimientos, asemejándome a él en su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos» (Fil 3, 8-11). Y sentía la responsabilidad de dar cumplimiento a lo que faltaba, en su carne, a la pasión de Cristo (cfr. Col 1, 24).
El papa san León Magno explicaba: «Quien quiera honrar la pasión del Señor debe mirar con los ojos del corazón a Jesús Crucificado, de modo que reconozca en Su carne la propia carne»[5].
En todos los relatos de pasión (la de Cristo y la de sus santos, sobre todo la de sus mártires) no encontramos explicaciones a nuestros porqués sobre el sufrimiento y la muerte, sino la certeza de que el Hijo de Dios ha venido a hacernos compañía también en el dolor. Jesús no nos dejará nunca padecer solos y se unirá totalmente a nosotros, precisamente en el último instante de la muerte: «Pues ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni ninguno muere para sí mismo; pues si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor» (Rom 14, 7-8).
Es infinitamente consolador descubrir en el Evangelio que nuestro morir sucederá dentro de un acuerdo de amor ya estipulado entre el Padre y el Hijo: «Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Esta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6, 35-40).
Todo creyente debería pedir la gracia de ser sepultado teniendo en las manos esta página del Evangelio.
LA EXPERIENCIA DE LOS SANTOS
Los santos no han temido a la muerte. Algunos la encontraron prematuramente, en la juventud, casi consumidos por un amor impaciente por Dios y también, me atrevería a decir, por parte de Dios. Otros casi la han provocado —sin