Así mueren los santos. Antonio María Sicari
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El padre Maximiliano había sido el último en morir, atestiguando que la fe y la caridad habían alcanzado la victoria, allí donde se había programado la destrucción de la misma humanidad del hombre.
Fue canonizado como “mártir de la caridad”.
BEATO FRANZ JÄGERSTÄTTER (1907-1943)
Franz era un sencillo campesino austriaco, nacido en la frontera con Baviera, que se atrevió a oponerse al régimen hitleriano negándose a cualquier colaboración. Llamado a filas, rechazó enrolarse porque, en conciencia, no podía participar en una guerra injusta. Había estudiado la Biblia y los documentos de la Iglesia, había hablado con amigos y personas cultas, y su convicción se había hecho inconmovible. Su mismo párroco reconocía: «Me ha dejado mudo, porque tenía los mejores argumentos. Queríamos animarle a desistir, pero nos ha vencido siempre citando las Escrituras».
Luchaba contra el nazismo, y le preocupaba que sus hijas tuviesen que vivir en un mundo descristianizado (lo que el nazismo exactamente se proponía hacer, desde los primeros años de vida de los niños). Por eso fue apresado y ejecutado cuando tenía treinta y cinco años.
A su mujer, que lo apoyaba fielmente en su difícil elección, y a sus hijas, les dejó este testamento: «Escribo con las manos atadas, pero prefiero esta condición a tener encadenada mi voluntad. Ni la cárcel, ni las cadenas y ni siquiera la muerte pueden separar a un hombre del amor de Dios, o robarle su libertad».
Y en la última carta que consiguió enviarles escribió: «No me ha sido posible ahorraros los sufrimientos que debéis padecer por mi causa… Doy gracias a mi Salvador por poder sufrir y morir por Él». Y concluía con estas palabras: «Que el corazón de Jesús, el corazón de María y el mío sean una sola cosa, ahora y por toda la eternidad».
La Eucaristía, que recibía del capellán de la prisión, la cotidiana lectura de la Biblia y la foto de sus hijas lo confortaron en sus últimos días.
Los compañeros de cautiverio contarán más tarde que Franz se había vuelto tan caritativo que incluso se privaba del último pedazo de pan para dárselo a los compañeros más fatigados. Uno de ellos escribirá luego a la mujer de Franz: «Los hijos tienen todo el derecho a creer que su papá ha muerto como un santo». Y también el capellán le escribirá: «Esté convencida que pocos en Alemania han sabido morir como su marido. Ha muerto como héroe, como creyente, como mártir y como santo».
Hasta el final le dejaron sobre la mesa un impreso en el que podía comprometerse bajo juramento a servir en el ejército alemán. Le hubiese bastado una firma para salvar su vida. Pero al capellán de la cárcel, que lo visitó para confortarlo, y trataba de dirigir su atención hacia aquel papel, le respondió el joven:
—No puedo firmar… Mi alma está estrechamente unida al Señor.
BEATO TITO BRANDSMA (1881-1942)
Tito fue un sacerdote carmelita holandés —profesor de Filosofía e Historia de la mística en la Universidad Católica de Nimega, de la que era rector—, que fue deportado y ejecutado por los nazis en el campo de Dachau.
Ya en 1936, cuando las noticias no estaban tan extendidas ni eran tan ciertas, él había colaborado en un libro titulado Voces holandesas sobre el trato hacia los hebreos en Alemania, donde escribía: «Lo que se hace ahora contra los hebreos es una cobardía. Los enemigos y adversarios de ese pueblo son, en verdad, mezquinos si piensan que deben actuar de un modo tan inhumano. Y si piensan manifestar o aumentar de ese modo la fuerza del pueblo alemán, eso es más bien la ilusión propia de quien es débil».
En Alemania reaccionaron enseguida con rabia, definiéndolo en la prensa nacional como “un profesor maligno”. Pero Brandsma, consciente de su responsabilidad como educador, no desistió. En el curso académico 1938-1939 ya daba cursos a sus estudiantes sobre “las funestas tendencias” del nacionalsocialismo, donde abordaba todas las tesis importantes que estaban siendo vulneradas: valor y dignidad de cada persona (sana o enferma); igualdad y bondad de toda raza; valor indestructible y primario de las leyes naturales respecto a cualquier ideología; y presencia y guía de Dios en la historia humana contra todo mesianismo político y toda ideología del poder.
Brandsma sabía que entre quienes lo escuchaban estaban también los espías del partido.
En 1941, en Holanda, se publicaron en los diarios católicos algunos anuncios del Movimiento Nacionalsocialista Holandés. La circular de Tito Brandsma, Asistente eclesiástico de los periódicos católicos, no se hizo esperar. En ella negaba, en nombre de toda la prensa católica, cualquier colaboración con el nacionalsocialismo.
Pocos meses después, el profesor era detenido y deportado al campo de Dachau, donde fue sometido a todo tipo de vejaciones y a verdaderas torturas.
Fue necesario enviarlo a la enfermería del campo. Ese hecho significaba que su suerte estaba echada. Hoy conocemos lo sucedido gracias a un testigo de excepción: precisamente la misma persona que lo mató, y que después se convirtió pues el recuerdo del padre Tito no la abandonaría nunca.
Era enfermera pero, por miedo, obedecía las órdenes inhumanas que le dictaba el oficial médico. Según su relato, «al llegar a la enfermería, Tito ya estaba en la lista de los muertos». Narró los experimentos que se hacían con los enfermos, también con Tito, y cómo le salían de dentro, sin querer, las palabras con las que soportaba los maltratos:
—Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya.
También contó la enfermera cómo todos los enfermos la odiaban y la insultaban con los apelativos más infamantes, odio que ella les devolvía de manera impasible; pero la impresionaba que aquel anciano sacerdote, en cambio, la tratase con la delicadeza y el respeto de un padre: «Una vez tomó mi mano y me dijo: ¡Pobre chica, rezaré por ti!».
Un día el preso le regaló su rosario, hecho de cobre y madera. Irritada, la joven contestó que aquel objeto no le servía. No sabía rezar...
Tito le dijo:
—No es necesario que digas toda el Avemaría, di solo: Ruega por nosotros pecadores.
El 25 de julio de 1942, el médico de la enfermería le entregó a la enfermera una inyección de ácido fénico para que se la pusiese en vena a Tito. Era un gesto de rutina. La enfermera lo había realizado ya cientos de veces, pero la pobrecilla recordará luego «que, después de hacerlo, se sintió mal el resto del día». Puso la inyección a las dos menos diez, y a las dos murió Tito. «Estuve presente cuando expiró… El doctor estaba sentado junto a la camilla, con un estetoscopio, para guardar las apariencias. Cuando el corazón dejó de latir, me dijo: ¡Este puerco ha muerto!».
De sus verdugos, el padre Tito había dicho siempre: «También ellos son hijos del buen Dios, y quizá quede en ellos todavía alguna cosa…».
Dios le concedió precisamente este último milagro. El médico del campo llamaba sarcásticamente a esa inyección de veneno «inyección de gracia». Y he aquí que, mientras la enfermera se la ponía, era la intercesión de Tito la que infundía en ella la gracia de Dios. Y la pobrecilla, en el proceso canónico, explicó que el rostro de aquel anciano sacerdote se le había quedado impreso en la memoria para siempre, porque había leído en ese rostro algo desconocido para ella hasta entonces. Dijo sencillamente:
—Él tenía compasión de mí.
Como