Así mueren los santos. Antonio María Sicari

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Así mueren los santos - Antonio María Sicari Patmos

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ciénaga. La noticia de aquel asesinato conmovió a Europa. Se contaba que incluso el propio papa quedó turbado y consternado, y nadie se atrevió a dirigirle la palabra durante ocho días. El mismo Enrique II se encerró tres días en su habitación, sin querer comer nada.

      La trágica muerte en defensa de la libertad de la Iglesia, que padeció Tomás en su catedral, revestido con los ornamentos episcopales y en el curso de una liturgia, impresionó de tal manera a los contemporáneos que incluso se le reconoció el título altisonante de Arzobispo Primado, no solo de una ciudad, sino del mundo entero.

      Fue canonizado en 1173, dos años después de su muerte, y se le encuentra ya representado entre los santos mártires en los mosaicos del ábside de Monreale, construido en 1174.

      Nacido en Londres, Tomás Moro fue uno de los más grandes humanistas de su tiempo. Es autor de una célebre obra de filosofía política titulada Utopía. Casado y padre de cuatro hijos, magistrado, dio testimonio de intensa caridad, llegando a fundar la Casa de la Providencia para acoger ancianos y niños enfermos. En 1529 fue nombrado Canciller del Reino de Inglaterra por el rey Enrique VIII —como ya lo había sido Tomás Becket—. El soberano entró en conflicto con el papa, porque pretendía la invalidación de las nupcias contraídas con Catalina de Aragón (que no le había dado hijos), para casarse con Ana Bolena.

      Al rechazar el pontífice aquella pretensión, el rey se hizo proclamar «único protector y cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra». Moro, en conciencia, no pudo aceptar tal decisión y dimitió como canciller. Encerrado en la Torre de Londres, permaneció allí durante quince meses, meditando la Pasión de Cristo y «tratando de seguir humildemente sus huellas». Hubo muchos que trataron de convencerlo, recordándole que el Acta de Supremacía había sido aceptada incluso por muchos obispos, pero Moro siempre respondía que «la mayor parte de los santos había pensado en vida como él pensaba», y que «el concilio de un solo reino no tenía autoridad contra el concilio general de la Cristiandad». Lo decapitaron en un descampado ante la Torre de Londres —precisamente el 6 de julio de 1535, víspera de la fiesta de santo Tomás Becket—.

      El día anterior de su muerte escribió a su hija: «Querría ir al paraíso mañana, en un día tan propicio para mí». Y, como el primer Tomás había elegido morir repitiendo las últimas palabras de Esteban protomártir, así también Moro se dirigió a los jueces que lo acababan de condenar, evocando el mismo episodio bíblico: «No tengo nada que añadir, señores, sino esto: como el apóstol Pablo, según leemos en los Hechos de los Apóstoles, asistió consintiendo en la muerte de san Esteban, guardando la ropa de los que lo lapidaban, y ahora es santo y está con él, en el cielo, donde estarán unidos para siempre, verdaderamente del mismo modo espero (y rezaré intensamente por esto) que vosotros y yo, mis señores, que habéis sido mis jueces y me habéis condenado en la tierra, podamos todos juntos encontrarnos con gozo en el cielo por nuestra salvación eterna».

      Así murió cristianamente. Durante toda su vida había mostrado la dignidad del hombre —tan reivindicada en el Renacimiento— armonizando fe, cultura, caridad, afectos familiares, actuación social y política. Al final, muriendo mártir, mostró que su más alta dignidad estaba en dedicar totalmente a Cristo Jesús la propia vida.

      Con Tomás Moro, además, el ideal humanístico del verdadero hombre no solo se afirmó con solemne dignidad ante la persecución y la muerte, sino que alcanzó una cumbre altísima: la de reconocer la plena dignidad humana incluso a los perseguidores, hasta el punto de desearles, con verdadera esperanza, la misma santidad, citándoles en el paraíso.

      Avanzamos ahora algunos siglos para llegar a finales del siglo XVIII, cuando no serán ya reyes quienes martirizarán a los cristianos, sino «ciudadanos» que pretenden actuar en nombre «de la libertad, la igualdad y la fraternidad».

      A finales de 1793, los revolucionarios franceses desencadenaron el gran terror en nombre de su «razón iluminada» que exigía «no solo el castigo, sino la aniquilación de los enemigos de la patria», además de «su total descristianización».

      Pero para condenar a muerte a dieciséis monjas carmelitas no encontraron otra «luz de la razón» que acusarlas de fanatismo. Así, en nombre de la República, fueron guillotinadas dieciséis mujeres en París, llamada por entonces “la plaza del trono robado”. ¡Dos de aquellas religiosas tenían 79 años! Pero las monjas consiguieron transformar la horrible escena en una acción litúrgica, y la multitud asistió a ella como se asiste a un rito sagrado.

      De ordinario el cortejo de los condenados debía abrirse paso entre dos filas de gente ebria y vociferante, pero afirman los testigos que aquellas dos carretas donde iban las hermanas pasaron «entre tal silencio de la multitud como no hubo otro durante la Revolución». Llegaron a la vieja plaza donde se alzaba la guillotina hacia las ocho de la tarde. La priora pidió y obtuvo del verdugo la gracia de morir la última, de modo que pudiese asistir y sostener, como madre, a todas sus religiosas, sobre todo a las más jóvenes. Querían morir juntas, también espiritualmente, como si asistieran a un único y último acto comunitario. La priora pidió aún al verdugo que esperase un poco, y lo obtuvo también: entonó entonces el Veni Creator Spiritus, que cantaron enteramente; luego todas renovaron sus votos.

      Al término, la madre se puso al lado del patíbulo, teniendo en la mano una pequeña imagen de la Virgen, que había conseguido esconder hasta entonces. La primera fue la joven novicia, que se arrodilló ante la priora, le pidió la bendición y el permiso para morir. Besó la imagencita de la Virgen y subió los escalones del patíbulo «contenta, como si acudiese a una fiesta», dijeron los testigos; y mientras subía entonó el salmo Laudate Dominum omnes gentes, acompañada por las demás que, de una en una, siguieron sus pasos con la misma paz y alegría, aunque fuera preciso ayudar a subir a las más ancianas. La última en subir fue la priora, que lo hizo tras entregar la imagencita a una persona cercana (la imagen se conservó, y aún está hoy en el monasterio de Compiègne).

      Escribe E. Renault: «El golpe de la cuchilla, el rumor seco del corte, el sonido sordo de la cabeza que cae… Ni un grito, nadie aplaude o grita descompuesto (como solía ocurrir). Incluso los tambores habían enmudecido. A esta plaza, corrompida por el olor de la sangre fétida, abrasada por el calor estival, un silencio solemne descendió sobre los asistentes. Quizá la oración de las Carmelitas les había tocado ya el corazón».

      Se sabrá luego que aquel día, entre los jóvenes presentes, más de una muchacha prometió a Dios, en su corazón, ocupar su lugar.

      De su conmovedora vivencia surgió un relato (La última del patíbulo, de G. von Le Fort), un drama (Diálogos de Carmelitas, de G. Bernanos), una ópera musical (de F. Poulenc) y el guion de una película, escrito por P. Bruckberger.

      Estudios recientes afirman que en el siglo XX —el de las más violentas ideologías revolucionarias— se cuentan más de cuarenta y cinco millones de mártires cristianos.

      Al frente de toda esa multitud estuvo el joven jesuita padre Miguel Agustín Pro, víctima de la primera persecución grande del siglo, desencadenada en México por parte de grupos masónicos que implantaron en 1917 la primera constitución socialista de la historia mundial, con el empeño explícito de erradicar la fe católica del país y de las conciencias.

      Las cosas llegaron a tal punto que los sacerdotes fueron obligados a pasar a la clandestinidad. El padre Miguel Pro se convirtió así en el “prestidigitador de Dios” que conseguía mimetizarse de modo fantástico para atender y sostener a cualquier precio a los fieles.

      Ejercía a escondidas su ministerio con energía

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