Así mueren los santos. Antonio María Sicari

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Así mueren los santos - Antonio María Sicari Patmos

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1500 en un solo día. Sabía también alegrar a su gente con la guitarra y su capacidad de organizar ratos de fiesta. Después de solo dos años de sacerdocio, fue arrestado con la falsa acusación de haber participado en un atentado político. El proceso se desarrolló con desprecio de toda norma jurídica y de todo derecho humano, y el padre Miguel fue condenado al morir fusilado.

      Fue ejecutado en presencia de periodistas y fotógrafos, porque el dictador en el poder deseaba ofrecer al mundo el espectáculo de un cura asustado que pedía piedad.

      Sin embargo, su ejecución fue más bien una sagrada celebración.

      Cuando en la mañana del 23 de noviembre de 1927 se abrió la puerta del sótano de la cárcel y resonó la voz del comandante que gritaba su nombre, el padre Pro comprendió que había llegado su hora. Se paró un instante para bendecir a sus compañeros y, en ese momento, el carcelero, llorando, le pidió perdón.

      —No solo te perdono, sino que te doy las gracias —le respondió el padre, antes de abrazarlo.

      Cuando llegó al lugar de la ejecución, se le concedió tiempo para rezar. Lo hizo de rodillas, ante el pelotón ya formado. Luego, se levantó y dijo:

      —Dios es testigo de que soy inocente del delito que me imputáis. Que el Señor tenga misericordia de todos vosotros.

      Extendió los brazos en cruz, con el crucifijo en una mano y el rosario en la otra, y añadió:

      —Perdono de todo corazón a mis enemigos.

      Y luego en voz alta:

      —¡Viva Cristo Rey!

      Al parecer, un soldado del pelotón de ejecución murmuró, conmovido:

      —Es así como mueren los justos.

      Las fotos, difundidas rápidamente, más que para humillar al mártir se convirtieron pronto en reliquias.

      Algunos días antes de morir, el padre Pro había escrito esta conmovedora oración: «Creo, Señor, pero aumenta mi débil fe. Corazón de Jesús, te amo, pero aumenta mi amor; confío en ti, pero fortifica mi esperanza. Corazón de Jesús, te entrego mi corazón, pero guárdalo en el fondo del tuyo, y custodia mi promesa, para que la mantenga hasta el más completo sacrificio de mi vida».

      Pertenece a la innumerable compañía de mártires que atestiguaron la fe ante la rabia de los regímenes ateos comunistas. Era un príncipe rumano, convertido al catolicismo, que fue declarado mártir en 2013.

      En los comienzos del atormentado siglo XX, recién ordenado sacerdote, Vladimir Ghika fundó en su patria el primer instituto católico dedicado a obras de caridad, inspirándose en san Vicente de Paúl. Nunca había existido algo así en su tierra. Vladimir lo llevó a cabo dedicando todas sus energías y su patrimonio a los pobres y enfermos, pero también elaborando una característica “liturgia del prójimo”, que constituye una constante de su pensamiento y de la formación que impartía a sus seguidores.

      “Liturgia del prójimo” quiere decir que, en la visita a los pobres, hay que celebrar “el encuentro de Jesús con Jesús”. De hecho, «en los dos lados está solo Cristo: el Cristo Salvador viene al Cristo Sufriente, y los dos se integran en el Cristo Resucitado, glorioso, y que bendice».

      Por eso, cuando llamaban a Vladimir por alguna necesidad, acudía rezando: «Señor, voy a encontrar a uno de los que tú has llamado “otro tú mismo”». Esta era su máxima preferida: «Nada hace a Dios tan próximo como el prójimo». Y la puso en práctica hasta la última hora de su vida, también en el horror de una cárcel comunista, donde le arrojaron cuando tenía ya más de ochenta años, y donde pasó los últimos meses ayudando a todos los presos con el afecto, las atenciones y los relatos propios de un abuelo.

      Pudo aplicar así, literalmente, lo que había escrito en sus Pensamientos, comentando el episodio de los discípulos de Emaús: «Cuando muere el día, los discípulos de Jesús pueden ser reconocidos solo por el modo en que —como su Maestro— saben partir el pan, sacrificando para los hermanos el pan vivo de sus propios cuerpos».

      En la cárcel, él partía este pan consumiendo su débil voz al servicio de sus compañeros de prisión. En las largas y frías horas de la noche, todos estaban pendientes de sus labios y no se cansaban nunca de pedirle alguna historia que iluminase y calentase las tinieblas de aquella terrible cárcel. Vladimir conocía en persona la historia gloriosa de los antiguos principados rumanos; había frecuentado los salones de los intelectuales y los talleres de los más célebres artistas.

      Los detenidos lo rodeaban, como niños impacientes:

      —Monseñor, por favor, ¡otra historia!

      Y Vladimir hablaba largo y tendido, contando, describiendo, pintando a lo vivo escenarios y personajes, enmarcando su narración con reflexiones sobre el sufrimiento, sobre la santidad, sobre el prójimo, sobre Dios. Y he aquí que los muros de la prisión parecían desaparecer y los presos volvían a creer en la vida, en la historia, en la belleza del mundo, en la Providencia divina que penetraba incluso entre las fisuras de aquellas paredes frías y malolientes. «Para él —contó un testigo—, los muros de la prisión no existían. Era libre, porque hacía la voluntad de Dios». Así, en aquella cárcel calentada solo por la caridad de aquel anciano sacerdote, pasó el terrible invierno entre 1953 y 1954. Había dicho proféticamente: «Nuestra muerte debe ser el acto supremo de nuestra vida: pero puede suceder que Dios sea el único que lo conozca».

      Maximiliano era un joven franciscano conventual polaco, lleno de ardor apostólico y de iniciativa, que fundó en su patria el convento Niepokalanov, la Ciudad de la Inmaculada. Primero fue una gran basílica mariana y luego, junto a ella, un convento para centenares de frailes (eran 762 al cabo de diez años) y un complejo editorial dotado de la estructura necesaria. Cerca tenía una estación ferroviaria y un pequeño aeropuerto.

      Los nazis detuvieron a Maximiliano mientras estaba en plena actividad apostólica, que por entonces se extendía hasta Japón. El franciscano consideró entonces el lager como un nuevo campo de misión. Durante un castigo colectivo, decidido por el comandante del campo tras la fuga de un preso, el padre Kolbe se ofreció espontáneamente para sustituir a una de las personas elegidas para morir, y que estaba desesperado por la suerte que correrían su mujer y sus hijos.

      Condenados a morir de hambre, los presos designados fueron arrojados desnudos en el barracón de la muerte y no se les dio ya nada, ni siquiera una gota de agua.

      Desde aquel día, el campo se convirtió en un lugar sagrado. La larga agonía quedó marcada por las oraciones y los himnos sagrados que el padre Kolbe recitaba en alta voz. Y desde las celdas vecinas respondían los demás condenados. La fama de lo que sucedía se extendió incluso por otros campos de concentración. Cada mañana, inspeccionaban el bunker del hambre. Cuando se abrían las celdas, aquellos infelices lloraban y pedían pan; a quien se acercaba, lo golpeaban y lo arrojaban violentamente contra el suelo. El padre Kolbe no pedía nada, ni se lamentaba. Permanecía en el fondo, sentado, apoyado contra la pared. Los mismos soldados lo miraban con respeto.

      Los condenados comenzaron a morir. Después de dos semanas quedaban vivos solo cuatro, con el padre Kolbe. Para acabar con ellos, el 14 de agosto de 1941 les pusieron una inyección de ácido fénico en el brazo izquierdo. Era la víspera de una fiesta mariana que Maximiliano amaba mucho: la Asunción, a la que dirigía siempre una canción popular que dice: «Iré a verla un día».

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