Así mueren los santos. Antonio María Sicari
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Podríamos decir que este cortejo de santos cristianos que se acercan en paz a la muerte se abrió —cuando Jesús tenía aún pocos días de vida— por el santo anciano Simeón, que pidió poder irse en paz, después de que sus brazos pudieran abrazar al Niño y sus ojos «vieran la salvación».
Así está hecha la esperanza cristiana: ir al encuentro de la muerte con la certeza gozosa de abrazar la Vida, después de contemplar en la tierra, humanamente, al Salvador.
[1] E. CAFFAREL, Pensieri sull’amore e la grazia. Istituto La casa, Milano 1963, p. 48.
[2] En Santiago de Compostela, durante la JMJ de 1989.
[3] El «muero porque no muero», en algunas poesías de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz.
[4] Cfr. 2 Cor 11, 23-27.
[5] Discurso 15 sobre la pasión del Señor. PL 5, 366-67.
I. MORIR MÁRTIR
A JESÚS, HIJO DE DIOS, que nos ha dado su misma vida, solo podemos responderle adecuadamente dándole toda nuestra existencia.
En tiempos de paz y de crecimiento gozoso, eso sucede con el propio ritmo de la vida de fe, a medida que el fiel aprende las exigencias del «seguimiento cristiano». En tiempos de persecución (cuando se acaba de fundar una comunidad eclesial, o cuando se endurece la historia profana y se revuelve contra la Iglesia), se puede pedir a todos los creyentes que entreguen la vida, en cualquier momento; y la madurez necesaria para aceptarlo es un don de Dios, que acompaña y sostiene la llamada al martirio. Pero eso no quita que se den circunstancias históricas —como sucedió en los primeros siglos— en las que la praeparatio martyrii (preparación al martirio) sea la pedagogía más adecuada. Se trata de educar a los fieles cristianos para que no solo pertenezcan al Señor Jesús en vida, sino para que sean suyos en el momento de la muerte: una muerte siempre inminente, como la última y más gloriosa afirmación de la propia identidad espiritual.
Las antiguas Actas de los Mártires nos han relatado cómo algunos de ellos llegaron, a veces, a negarse a dar su propio nombre a los perseguidores: les bastaba el nombre de cristianos, por el cual estaban presos. El grito de san Pablo —«No soy yo el que vivo, sino que vive en mí Cristo»— se debe hacer realidad para todos los cristianos y, a menudo, eso sucede en las profundidades misteriosas del yo bautizado; profundidades en las que el creyente se sumerge más cuanto más «cree».
En los mártires, en cambio, ese grito (con el que el yo se adentra a evocar la Persona misma de Cristo) salta hasta la superficie de su ser, y debe hacer visible la fuerza de Su Presencia.
Puestos ante el «caso extremo» del más radical testimonio, los mártires dicen al mundo que una vida sin Cristo es muerte, mientras que la muerte con Cristo es para ellos vida eterna.
«Dar la vida» o «perderla voluntariamente» no es aún martirio, aunque a veces se haya dado ese nombre a la experiencia de hombres generosos que se han sacrificado por la patria, o por una justa causa —o incluso para asegurar la destrucción del enemigo—. Un mártir cristiano lo es con dos condiciones. Es necesario que su «fuerza» no provenga de una fortaleza humana. Aunque esta es posible en algunos casos (recurriendo a todas las técnicas del valor y la resistencia), el mártir cristiano se basa más bien en su debilidad, que dejar en brazos de Otro, que la cuidará. Tanto es así que al cristiano conducido al martirio —o peor aún a la insoportable tortura que lo prepara—, solo se le pide llegar con fe al umbral de lo insoportable, creyendo que Cristo (su verdadero «yo») lo padecerá en su lugar.
Así, las Actas auténticas del martirio de las santas Felicidad y Perpetua (tradicionalmente atribuidas a Tertuliano) nos transmiten el episodio de la joven mártir Felicidad que, obligada a parir en la cárcel, a los verdugos que se burlan de ella («¿Qué harás cuando te echemos a las fieras, tú que ahora lloras tanto?») responde con humilde valentía: «¡Ahora soy yo quien sufro, pero allí será Otro quien sufrirá en mi lugar!».
Además, es necesario que el mártir muera sin una pizca de odio o rencor hacia sus perseguidores, sino casi llevándolos con él —en su perdón, en su amor y su esperanza—, ofreciéndose en una inefable comunión entre santos y pecadores: una comunión que reanuda los vínculos, precisamente ahí donde el mal querría definitivamente romperlos.
Los mártires, en suma, se saben ya resucitados con Cristo, mientras son llamados, por gracia, a completar Su pasión en sus propios miembros.
* * *
Los primeros siglos de la historia cristiana están llenos de ejemplos de mártires que la tradición ha relatado con afecto, y son muchos los antiguos nombres que han terminado conquistándonos con sus vidas. Ya el historiador Tácito escribe que una «ingente multitud» de cristianos fue ejecutada bajo el reinado de Nerón. Y los autores cristianos hablaron de «una gran multitud de elegidos», o de «un pueblo incalculable de testigos». Las catacumbas (de san Calixto o de santa Domitila, de Priscila, san Sebastián o de santa Inés) han custodiado su sagrado recuerdo.
Sin embargo, en este texto hemos preferido evocar algunas figuras de mártires pertenecientes al segundo milenio, que vivieron en contextos históricos y sociopolíticos más cercanos a los nuestros.
SANTO TOMÁS BECKET (1118-1170)
Santo Tomás Becket ha marcado el comienzo del segundo milenio, escogiendo «amar el honor de Dios» y anteponiéndolo a la devoción y la amistad que sentía por su soberano Enrique II. Así las cosas, impidió que el monarca se entrometiese en la Iglesia en Inglaterra.
En la corte, en un acceso de ira, el rey se desfogó arremetiendo contra «esos cortesanos suyos cobardes que permitían a un sacerdote burlarse de él». Eso bastó para que cuatro rabiosos caballeros jurasen vengar al soberano. Llegaron a Canterbury con una escolta armada en la tarde del 29 de diciembre de 1170, cuando el arzobispo se disponía a celebrar las vísperas. Él, pudiendo encerrarse en la catedral, ordenó sin embargo que dejasen abiertas las puertas: «La Iglesia de Dios no debe convertirse en una fortaleza», dijo. Hubiese podido huir o esconderse en la cripta, pero decidió quedarse junto al altar, revestido con los solemnes ornamentos episcopales y con la cruz en la mano. Los conjurados empuñaban espadas y hachas.
—¿Dónde está Tomás Becket, el traidor al rey y al reino? —gritaron.
—No soy un traidor. Soy un sacerdote —respondió el arzobispo, con la vista fija en la imagen de la Virgen que había en la pared frente a él.
Y mientras todo el grupo se le echaba encima, Tomás se tapó los ojos con las manos y murmuró:
—En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.
Luego añadió con decisión:
—Acepto la muerte en el nombre de Jesús y