Así mueren los santos. Antonio María Sicari
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SAN OSCAR ROMERO (1917-1980)
Nombrado en 1977 arzobispo de San Salvador, capital de la homónima república sudamericana, Oscar Romero tenía fama de ser reservado. Su vida parecía más inclinada al estudio que a las luchas y enfrentamientos sociales. Pero en el curso de su apasionado ministerio episcopal, observando más de cerca los sufrimientos de su pueblo, oprimido por una dictadura injusta y violenta —y muy afectado por el ejemplo de algunos compañeros perseguidos y ejecutados por el régimen—, devino un «buen pastor» combativo, a dar la vida en defensa de su grey.
Comenzó a denunciar públicamente los crímenes de Estado en sus homilías dominicales, y sus prédicas se difundían por radio en el país, y también en el extranjero. Después de meses y meses de pasión y valerosa resistencia, un domingo se dirigió directamente a los soldados, pidiéndoles que dejasen de matar por cuenta de los dictadores y de los ricos propietarios:
«Quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Pero, ante una orden de matar dada por un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ¡NO MATARÁS! Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, que defiende los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede permanecer en silencio ante tan gran abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas, si van teñidas con tanta sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben al cielo cada vez más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión».
Con estas palabras, Romero había firmado su condena a muerte, y en el fondo de su corazón lo sabía.
Al día siguiente, 24 de marzo de 1980, por la tarde, Romero celebra la misa en la capilla del hospitalito, el hospital de la Divina Providencia para enfermos terminales de cáncer (donde había elegido vivir, en tres pequeñas dependencias, originariamente destinadas al guarda). En la predicación comenta el evangelio del grano de trigo que, caído en tierra, debe morir para dar fruto.
Luego lo aplica a la Eucaristía que va a ofrecer:
«En este momento, la hostia de trigo se convierte en el cuerpo del Señor ofrecido por la redención del mundo y el vino de este cáliz se transforma en su sangre, precio de la salvación. Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos den valor para entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre a Jesús para dar fruto de justicia y de paz a nuestro pueblo. Unámonos ahora íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración».
Luego se dirige al centro del altar y se vuelve al pueblo para iniciar el ofertorio. Desde el fondo de la iglesia surge un disparo. Los fieles asustados se tiran al suelo. Cuando se levantan, ven a su arzobispo caído al lado del altar, alcanzado en el pecho por un proyectil de alta fragmentación. Caído, con las manos aún agarradas al corporal, Romero ha derramado sobre su cuerpo el vino y las formas que iba a consagrar, y todo se empapa con su sangre.
El martirio prosiguió el domingo siguiente, durante los funerales, cuando la ceremonia fue violentamente interrumpida por disparos que sembraron el pánico entre la multitud, y dejaron sobre el terreno cuarenta cadáveres de gente pisoteada.
Así murió monseñor Romero, sustituyendo en el último momento las hostias y el vino que iba a consagrar por su propia carne y sangre.
Todos los mártires mezclan su sangre con la de Jesús: mueren en su Muerte y resucitan por su Vida. Pero los que mueren físicamente abrazados a la Eucaristía, y como apretándola a su corazón, o celebrando el sacrificio eucarístico, son unos privilegiados.
Convertirse en Eucaristía para los propios hermanos, en efecto, es lo que se pide a todos los cristianos, pero realizarlo con evidencia física es un regalo extraordinario que toda la Iglesia ha recibido del obispo Romero.
BEATO PINO PUGLISI (1937-1993)
Es el décimo y último mártir que vamos a recordar, subrayando también la distinta forma de su martirio: el de un párroco en medio de su gente, asesinado mientras trata de sacar a sus jóvenes de la delincuencia organizada que domina en su territorio.
Sacerdote desde sus 23 años, el padre Puglisi fue primero capellán y párroco, luego profesor de religión en distintas escuelas de la ciudad y director espiritual en el seminario diocesano.
En 1990 es nombrado párroco de su mismo barrio natal, en la periferia de Palermo, donde la mafia cultivaba entre los jóvenes a sus futuros matones. Don Pino intervino para contrarrestar esa labor defendiendo a sus «niños de la calle», ofreciéndoles un centro educativo, al que dio el nombre de Padre nuestro. Al mismo tiempo se comprometió en persona para denunciar las influencias mafiosas y las malversaciones que devastan el barrio y la parroquia.
Cuando —después de muchas amenazas e intimidaciones— la mafia decidió quitarlo de en medio, el padre Pino estaba tan indefenso que no tuvieron dificultad en asesinarlo. Era el día de su cincuenta y seis cumpleaños: por la mañana había celebrado dos bodas, luego había ido al ayuntamiento para el enésimo e inútil intento de conseguir una escuela de enseñanza media; por la tarde se había reunido con algunos amigos para celebrar un rato su aniversario y recibir sus felicitaciones; luego había preparado a algunos padres para el bautismo de sus niños; después se dirigió a su casa para atender a unos esposos que deseaban hablar con él. El grupo de pistoleros que iba a eliminarlo estaba por allí cerca, pero solo para un primer reconocimiento, para estudiar la situación. Y la situación era tan sencilla (y la víctima tan confiada), que decidieron actuar. Mientras el padre Pino introducía la llave en la puerta de su casa, una mano lo previno y agarró su cartera:
—Padre, esto es un atraco —dijo el cómplice.
El padre Pino apenas se volvió.
—Me lo esperaba —dijo, con una sonrisa bondadosa inolvidable, mientras el ejecutor le disparaba en la nuca.
¿Se esperaba tener que dar la vida precisamente en ese instante? No lo sabremos, porque no vio a su asesino o quizá percibió solo confusamente la presencia amenazante a su espalda. En los últimos años —siendo ya párroco en Brancaccio y director espiritual del seminario— no había querido abandonar un encargo al que tenía mucho afecto, el de capellán de una casa refugio para madres solteras. Precisamente a ellas les había dado una prédica el día anterior sobre la pasión de Jesús. Había dicho:
—Cuando tenemos miedo o experimentamos una sensación intensa de calor, se producen contracciones bajo la piel. Ahí hay unas bolsitas de las que brota el sudor. Pero cuando la contracción es más fuerte, porque el miedo llega a ser angustia, tensión insoportable, se rompen los capilares. Por eso se dice que Cristo sudó sangre… Sudó sangre por el miedo humano ante el dolor. Y ante la cruz imploró al Padre evitarle el amargo cáliz antes de unirse a Su voluntad. Todo esto nos hace sentir a Cristo más cercano aún a nosotros, como un hermano. En esto hemos conocido el amor de Dios. Él ha dado la vida por nosotros y nosotros debemos dar la vida por los hermanos.
Ahora sabemos lo que esperaba el padre Pino Puglisi: esperaba el momento en que Cristo crucificado lo abrazaría y lo llevaría con él.
Y TANTOS OTROS MÁRTIRES COTIDIANOS
Este último martirio que hemos contado puede definirse como «un martirio pobre» (también semejante a la Eucaristía, que es pan humildemente partido, que se deja consumir cada día), preparado y saboreado lentamente, como lo saboreó Jesús