Sobre el combate. Dave Grossman
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2. La cruda realidad del combate: lo que no oyes en las reuniones de veteranos
A pesar de los años de reflexión y los océanos de tinta que han sido dedicados a esclarecer la guerra, sus secretos permanecen cubiertos por un velo de misterio.
General George Patton
Pérdida del control del vientre y de la vejiga
Nunca he visto tal cantidad y profundidad de fango, cuya humedad provenía tan solo de la sangre y la orina aterrorizada de los hombres que luchaban ahí.
Steven Pressfield
The Gates of Fire
Un guerrero tiene que dominar el terreno del combate, pero para ello necesita entender su realidad. La mayor parte de lo que crees que sabes del combate es un montón de estupideces acumuladas las unas sobre las otras. Para ilustrar la verdadera magnitud de nuestra ignorancia sobre el combate, deja que te cuente una historia verídica sobre un ratoncillo en una clase de guardería. No te encariñes con el ratón porque pronto irá a encontrar su ineluctable destino.
Estaba en un estado del sur dando una presentación a educadores escolares sobre la explosión de violencia que ocurre en nuestra sociedad y sobre lo que podían hacer para combatirla. También les indiqué las acciones que deberían emprender en el caso, Dios no lo quiera, de que la violencia llegara a la vida de sus niños en el colegio. Una de las numerosas cosas de las que les hablé fue de la importancia de los debriefings de incidentes críticos. Cuando terminé, el director de un colegio de primaria se puso en pie y contó una historia sobre una profesora de guardería que resultó que estaba entre el público y le había dado permiso para que la contara:
«Estaba supervisando su clase», dijo el director, «mientras ella estaba de pie enseñando a sus niños. De pronto, apareció un ratón que corría por el suelo, tropezó con el interior de uno de sus zapatos y se metió dentro de sus pantalones. Cuando llegó a arriba de los muslos, consiguió agarrarlo con la mano apretando el pantalón y empezó a rodar por el suelo mientras gritaba pidiendo ayuda».
Entonces el director preguntó: «¿Qué podía hacer? ¿Se suponía que debía haberle bajado los pantalones delante de los chiquillos para atrapar al ratón? Todo lo que sabía era que teníamos uno de esos “incidentes críticos” de los que el coronel Grossman ha estado hablando. Así que reuní a todos los chiquillos y salimos corriendo. Luego envié a unas profesoras para que la ayudaran, y luego esa misma tarde tuvimos uno de esos debriefings de incidentes críticos».
«Tienes que hacerlo», prosiguió el director. «No fue nada elaborado. Trajimos al orientador, hicimos que todos los mocosos se sentaran y les dijimos: “Todos estáis bien y aquí está la profesora, que también está bien”. Y sentados como estábamos hablamos de lo que había pasado. Todo iba bien hasta que un mocosillo se puso en pie y dijo con los ojos abiertos que da la inocencia de la guardería: “¡Lo más increíble fue la cantidad de agua que salió del ratoncito cuando la profesora lo espachurró!”».
La moraleja de la historia es que mojarse los pantalones en una situación como esta resulta una respuesta humana perfectamente natural. La investigación muestra que si tienes los intestinos «cargados» durante una situación de supervivencia altamente estresante, habrá que soltar lastre. Tu cuerpo dice: «¿Control de la vejiga? Me parece que no. ¿Control del esfínter? Como que va a ser que no...». ¿Y qué haces si esto ocurre? Pues seguir luchando.
Si has tratado con personas heridas como médico, agente de policía o bombero, sabes que un número elevado se habrán orinado o defecado encima. Les pasa incluso a los criminales. Loren Christensen cuenta que una vez ayudó a los federales a forzar la entrada en una nave industrial en la que un poderoso traficante de drogas almacenaba el alijo además de objetos provenientes de un sinfín de robos. El traficante era un tipo enorme y escandaloso con un historial de violencia contra la policía y sus propios camaradas. Era muy probable que los recibiera a tiro limpio.
La redada era una gran operación en la que participaban docenas de agentes que llevaban uniformes de combate, auriculares y armas sofisticadas, y empezó con una entrada explosiva de forma sincronizada desde todos los flancos del edificio. ¿Y cómo reaccionó el traficante grande y malo cuando los agentes derribaron la puerta gritando y apuntando sus armas? Se quedó congelado, con las manos en los lados de la cara, mientras chillaba como una niña pequeña y una mancha húmeda se iba agrandando en la delantera de sus pantalones. Esta es una respuesta normal al estrés; es lo que podríamos llamar «desviar los recursos».
Lo mismo le ocurre a la gente durante el combate pero, mientras una profesora puede admitirlo libremente e incluso tomárselo a broma (como en la historia del ratón), la mayoría de los guerreros no puede. Son demasiado machos y creen que algo así no les puede ocurrir a ellos. Y cuando ocurre, se avergüenzan y piensan que tienen un problema; pero se equivocan. The American Soldier, el estudio oficial sobre el rendimiento de las tropas estadounidenses durante la segunda guerra mundial, menciona una encuesta según la cual una cuarta parte de los soldados estadounidenses durante la segunda guerra mundial habían perdido el control de sus vejigas y una octava parte admitía haberse defecado encima. Si nos centramos en los individuos en la «punta de la lanza» y no tenemos en cuenta aquellos que no experimentaron el combate intenso, podemos estimar que aproximadamente el 50 por ciento de aquellos que estuvieron en combate intenso admitieron que habían mojado los pantalones y casi el 25 por ciento se ensuciaron los calzones.
Estos son los que lo admitieron, así que probablemente el número real es mayor, aunque no podemos saber cuánto. Un veterano me dijo: «¡Coronel! ¡Eso lo único que prueba es que tres de cada cuatro eran unos malditos mentirosos!». Eso probablemente no es justo ni exacto, pero lo cierto es que la humillación y el estigma social que conlleva «cagarse en los pantalones» probablemente resulta en que muchos no estén dispuestos a admitir la verdad.
«Iré a ver una película de guerra», me dijo un veterano de Vietnam, «cuando el protagonista se cague en los pantalones en la escena de una batalla». ¿Has visto alguna vez una película en la que se muestre a un soldado defecando en sus calzones durante un combate? ¿Has escuchado alguna vez algo real en todas las batallas que se cuentan en una reunión de veteranos de guerra? ¿Te puedes imaginar a un viejo veterano diciendo: «¡Recontra! ¡Aún recuerdo la noche que manché los calzones!». O, treinta años después, cuando tienes a tu nieto saltando en las piernas y el niño te echa una mirada adorable y pregunta: «Abuelo, ¿qué hiciste en la guerra?». Lo último que dirías es: «Bueno, el abuelo se cagó en los pantalones...». La razón por la que no oirías eso en una reunión de veteranos, y la razón por la que no le contestarías de esa manera a tu nieto, se debe a un viejo axioma: en el amor y la guerra todo vale. Lo que significa que hay dos cosas sobre las que los hombres siempre mentirán. También significa que todo lo que crees que sabes sobre la guerra se basa en cinco mil años de mentiras.
No, nunca le hablarás a tu nieto sobre las cosas degradantes, envilecedoras y humillantes que te ocurrieron en combate; le hablarás, por el contrario, de cosas maravillosas. El problema es que, veinte años más tarde, cuando esté en combate y ensucie sus pantalones, se preguntará: «¿Cuál es mi problema? Esto no le ocurrió al abuelo ni tampoco a John Wayne. Algo está muy mal dentro de mí».
Mi coautor escribió un artículo para una importante revista de policía sobre los efectos del estrés en los policías que se ven obligados a defenderse en un tiroteo mortal. Al editor le encantó el artículo pero suprimió la sección que trataba sobre la posibilidad de que los agentes se ensuciaran encima. El mito se perpetúa de generación en generación. Hay que recordar que los datos indican que a la mayoría de los veteranos de combates intensos, esto no les ocurre; pero para la gran minoría que experimenta esta respuesta, puede constituir su oscuro secreto, y saber que puede ocurrir