Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo Cuadra
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Agradecimientos |
Este libro se nutre principalmente de dos fuentes, y es gracias a la gentileza y entusiasmo de esos caudales vigorosos que este tema de la ópera nacional pudo ser más que las habituales páginas que la han tratado hasta hoy. Me refiero principalmente al Archivo de Música de la Biblioteca Nacional, representado hoy en la entusiasta persona de Cecilia Astudillo. Seguidamente, a la documentación preservada en el Teatro Municipal. Por favor no confundir con el teatro mismo —tumba de tanta ópera nacional— sino a aquella maravilla florecida a partir del olvido, el Centro de Documentación de Artes Escénicas (DAE) que le está asociado. Gracias, gracias, gracias.
A Juan Pablo González, quien supo casi antes que nadie de este proyecto, y creyó en él, comunicándolo a la Universidad Alberto Hurtado. A José Manuel Izquierdo, reivindicador del pasado, por su mucha gentileza, muchos conocimientos y compartida conversación, todo mezclado en porcentajes diversos. A Daniela Maltraín y especialmente Gabriel Rammsy, quienes me orientaron y ayudaron con aspectos formales de investigación y citación. A Víctor Rondón, que cobijó y dirigió académicamente mi proyecto de magíster en musicología sobre este tema.
Si bien la escritura de este libro fue un trabajo egoístamente solitario, durante esos años hubo gente invaluable socorriéndome en aspectos imposibles para mí: por ejemplo, las traducciones que aparecen en el libro son mías, sin embargo Raoul Hügel y sus óperas tienen un pie en Alemania, y el alemán es un idioma que ya no se me dio en esta vida, así que encendiéndome la luz castellana en su diario están Judith Blank y Paola Durán; el maestro y barítono Gonzalo Simonetti aportó la trama de Ghismonda; Elke Zeiner y el recordado y prematuramente ausente maestro pianista Mario Lobos me ayudaron en la claridad de los libretos. Silvia Colitti, del Instituto Italiano Chileno de Cultura, sobrevoló mis traducciones y pertinencias italianas. Los programas computacionales de escritura musical, tan necesarios para la transcripción de la antología, fueron manejados principalmente por mi hermano y músico Nicolás Cuadra y también por mi alumno y cantante Igor Hernández. El tenor y amigo Sebastián Ferrada —Lautaro en nuestro concierto de óperas chilenas realizado en 2015— hizo que su residencia en Milán aportara la alegría de corroborar los datos de estudiante en Italia de Ortiz de Zárate y la tristeza de darnos cuenta de que hasta el momento no existe ninguno sobre la estadía de don Remijio. Finalmente, la gentileza y diligencia del maestro argentino Lucio Bruno Videla me hizo posible hallar y recibir la ópera de Casanova Vicuña.
Son pocas personas en Chile que creen en la ópera chilena histórica; yo sí, y debo esta credulidad a todo lo compartido con el maestro Miguel Patrón Marchand, quien apoyó siempre al cantante y la creación local ya fuere en Chile o en su Uruguay natal. Si estuviera aún con nosotros hubiera apoyado y dirigido encantado alguno de estos títulos con su experiencia y convicción.
Escribir durante tantos años conlleva soluciones cotidianas y aportes domésticos imprescindibles, como los de la señora Lucía Muñoz guiando mi casa, o mi compañero Pablo, testigo del proceso de escritura e insistiendo todos estos años en que debía cesar de nadar en la interminable información y concluir de una vez el libro. Finalmente a mi alumno y amigo, el tenor Rony Ancavil, cuyo entusiasmo y talento, su asistencia en la investigación de citas y su constante compañía canora en charlas y conciertos sobre el tema de la ópera nacional me hicieron sentir menos loco.
A todo y todos ellos, gracias.
Prólogo personal en ocho puntos |
1.
La memoria es aquello que permitimos ser. Tenía alrededor de trece años y una familia mitad italiana, mitad chilena, mitad libanesa (sí, tres amplias mitades para hacer un entero, no lo sabría explicar de otra manera) en la que todos, cual más cual menos, cantaban. Las reuniones en casa de una de mis hermanas incluían una mesa con suficiente comida, un piano vertical, una guitarra y muchas partituras editadas en Chile con canciones que alguna vez estuvieron de moda en el siglo XX. Y más valía dejar guardados el pudor o la vergüenza, incluso el veredicto acerca de la propia laringe si es que se deseaba compartir y, luego o entre medio, tomar onces o cenar. El cantar no era un recital en que se imitaba en privado la dualidad solista-público, ni el lucimiento de alguien más talentoso; era una prolongación lógica de un habla cotidiana llena de inflexiones, era comunicarse, era afecto, preparar una broma, pedir disculpas, recordar a los ausentes, integrar a los presentes, habitar la casa y, más de una vez, darse a conocer al vecindario. Quizá por ello es que, cuando el siguiente paso lógico en esta edificación de mi marco teórico personal incluyó a la ópera, nunca tuve que cuestionarme sobre la verosimilitud, ni justificar sus polémicas de ¿cómo creer que la gente dialoga cantando? ¿Acaso es correcto vocinglear pensamientos que debieran habitar en el ámbito privado y aún así creer que nadie los oye? ¿No es la ópera una exageración en sí, una amplificación de quienes no conocen la sutileza? ¿No es más que un pasatiempo de gente ansiosa de validación cultural y ganas de visibilidad social? ¿Vale la pena gastar tiempo en este género que es, simultáneamente, más y menos que música? ¿No es más provechoso, y elevado, dejarse llevar por el repertorio sinfónico o camerístico, reservorios de vera y proba sabiduría? ¿Creeremos que es emoción sincera la que se ve y oye a través de las pasiones ficticias de un personaje que, por lo demás, son mediatizadas por un artificio, como es el canto docto? ¿Alguien ve esto como una práctica digna de enjuiciarse bajo preceptos estéticos y técnicos? ¿En qué sección del diario usted la pondría, en Cultura o en Vida Social? ¿En verdad me dice usted que es un distintivo social? Pero si es algo absolutamente común, de sobremesa. ¿Quién pasa todos los fines de semana cantando en familia boleros, tangos, pasodobles, foxtrots y el segundo acto de Tosca, un dúo de Les enfants et les sortilèges o el final de Salomé? Familia. No un país ni una ciudad, sino la familia como patria sonora: un concertado de Donizetti o Bizet tan propio y espontáneo, como ajeno, transculturizado y colonizador podía parecerme componer un cuarteto de cuerdas o la aplicación del serialismo. No es menor, puesto que estas últimas reflexiones —homogeneizando la identidad de lo que debe sentirse y ser valioso para la nación— será una de las críticas más importantes sobre la idea de compositores chilenos escribiendo una ópera.
Desde este punto, desde este marco teórico empírico abro la puerta a la investigación, así como desde el marco teórico personal de don Domingo Santa Cruz se entenderá su opinión sobre la ópera y sus posteriores reformas.
2.
Como si a un médico le preguntaran si el haber escudriñado y aprendido sobre el cuerpo le restaba emoción al enamorarse o al olfatear y saborear una fruta a punto, así el aprender música y posteriormente dedicarme profesionalmente a cantar, e incluso a la puesta en escena de algunos títulos, no hizo sino aumentar mi disfrute, y también mi curiosidad. Se llenaban facetas y se completaban. De la invaluable mano del maestro Miguel Patrón Marchand y de nuestros muchos años compartidos tuve el privilegio de conocer el género lírico como un artesanado cotidiano, sublime y práctico, adictivo y tranquilizante, gratificante e ingrato. No hubiera podido escribir este libro si no hubiera no poco de él aquí.
3.
Fue por entonces cuando llegó a mis manos el libro La ópera en Chile de Cánepa Guzmán, publicado en 1976 y durante décadas el único libro escrito en nuestro país sobre el tema. El autor, proveniente del mundo de la literatura y dramaturgia, recorría con detalle el fenómeno