Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo Cuadra

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Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra

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con el fin de hacer comprensible los detalles del argumento.

      El 14 de octubre, en el Nº 30 de la misma revista (que ahora se llama “Instantáneas de Luz y Sombra”) una reseña firmada por Augusto G. Thomson sobre la actividad teatral de Santiago hace la crítica del esperado estreno de La Salinara. Allí dice:

      El primer acto pasa y en buena hora, pesado y algo fúnebre, no obstante celebrarse una boda […] el acto último, por fin, deja en el ánimo del público el convencimiento que la obra no es mala, aunque puede considerarse justicieramente buena. Una ópera escrita en nuestro tristísimo ambiente artístico; tiene bellezas, genialidades, rarezas de mérito ó de defectos que en una primera audición no puede estimarse. Pero en verdad su libreto es desgraciadamente pobrísimo, su argumento ingrato y hasta antipático, deficiencias que gravitan sobre el mérito mismo de la música4.

      Ilusiones ópticas: el comentario crítico es nuevamente acompañado de aquella caricatura de Brescia que, ante el talante del texto, parece algo más ridícula, si antes extravagante, ahora definitivamente estrambótica.

      Para terminar, en la edición Nº 31 de “Instantáneas de Luz y Sombra” hay una página con seis caricaturas acerca de las óperas que se presentaron en la presente temporada. En cada una está dibujado el mismo espectador y su reacción frente a cada título: Se asombra con la aparición de Mefistófeles en Fausto, aguza el oído para disfrutar de una melodía de Fedora, se refocila con las piernas de las bailarinas en Gioconda, se aterroriza con el asesinato de Desdémona en Otello y, finalmente, se queda dormido con La Salinara sobre la siguiente frase: “Dicen que es sublime”5.

      ¿Dónde habrán quedado los convencidos augurios de “éxito colosal”, aquel argumento poético “lleno de sentimiento y ternura”? ¿Cómo es que ese entusiasta recibimiento del público se metamorfoseó en un cariz de subestimación y burla? La respuesta se puede intentar a la luz de otros ejemplos que dentro de poco le seguirán: el italiano Domenico Brescia, de una manera más rápida que un trámite burocrático en el registro civil, sin notificaciones gubernamentales, se había transformado en el lapso de cinco meses en un compositor chileno intentando su primera ópera. Luego de unos pocos años Domingo Brescia presentará la renuncia a sus cargos nacionales, y en 1904 se radicará en Ecuador, continuando con su labor docente6.

      América para los americanos

      El ejemplo del Brasil con las óperas de Carlos Gomes era demasiado cercano: una nación americana podía tener no solo un operista de exportación a la mismísima Europa, sino que aquellos títulos tenían vida en las principales temporadas teatrales, incluso fuera del ámbito de influencias del Brasil. La emoción recaía especialmente en un título, Il Guarany (1870), que a una década de su estreno ya había sido representada en diez países7, probando ser un éxito incluso en nuestro escenario del Teatro Municipal de Santiago en 1881 en donde, a gritos de “¡Viva Brasil, viva Chile!”8, supo hacer nacer un fervor americanista y nacionalista que fue fundamental para detonar la idea de que si existía un compositor de ópera brasileño bien podía haber uno chileno. Sumado a esto, aunque siempre en italiano, Il Guarany traía la novedad de la temática indigenista planteada con un protagonista héroe-tenor simbolizando aspectos positivos, y que permitía el antagonismo colonos-colonizados con una inclinación en la balanza (al menos en lo emotivo) hacia los segundos. Carlos Gomes, además, era el primer compositor de nuestro continente que lograba hacer propia una temática americana, paisaje que no era en absoluto nuevo para los operistas europeos desde hacía más de cien años y plantarla con éxito en el mismísimo Milán. Pero Il Guarany de Gomes era una punta de iceberg ilusoria; detrás de ella existía un apoyo intencionado, amplio e imperial del Brasil, único incluso en su país y la lírica de las naciones americanas pronto se darían cuenta de su desalentadora diferencia.

      Pero en resumen, toda esta novedad era posible y poco a poco se fue demostrando, si consideramos las fechas de la primeras óperas y las temáticas nacionalistas abordadas, siempre en idioma italiano, que tuvieron estreno en nuestro continente de repúblicas: Argentina con La Gatta Bianca (1877) de Francisco Hargreaves y Pampa (1895) de Arturo Berutti como la primera de temática nacionalista; Perú inmediatamente basándose en la temática nacional con Atahualpa (1877) del italiano Carlos Enrique Pasta (o Pesta) y Ollanta (1900), primera ópera de un compositor nacional, José María Valle Riestra; Venezuela en estilo europeo con su primera ópera Virginia (1873) de José Ángel Montero; México con la figura basal de Melesio Morales (Romeo (1863), Ildegonda (1866)) y su primera ópera de temática nacionalista Guatemotzin (1871) de Aniceto Ortega de Vilar; Uruguay con la europeizante Parisina (1878) de Tomás Giribaldi y una primera de temática nacionalista en Liropeya (compuesta en 1881 y estrenada en 1912) de León Ribeiro. Caso especial el del compositor Pablo Claudio, de República Dominicana, quien luego de tomar contacto con Gomes en Brasil comenzó la composición de María del Cuellar, la primera ópera en ese país, además de temática americana, pero que nunca terminó9. Caso especial es un pionero José María Ponce de León en Colombia, que en 1874 estrena su ópera bíblica Ester, con libretto tanto en italiano como en castellano (como será posteriormente nuestro Caupolicán). Ecuador también es un caso especial pero por su exigua producción: Cumandá de Sixto María Durán será la primera ópera compuesta recién en 1916; tendrá temática indígena y nunca se estrenará. No será sino hasta 2006 que Ecuador oirá una ópera completa propia: Manuela y Bolívar de Diego Luzuriaga.

      La creación de obras líricas en nuestro país, comparando las fechas anteriormente citadas de países americanos, tuvo un inicio más temprano y radical debido a la presencia del músico, poeta y doctor Aquinas Ried, alemán avecindado en Chile. En 1847 había completado y buscaba estrenar su ópera La Telesfora, cuya música y texto eran de su autoría10. Esta “ópera heroica en tres actos”, es fascinante en su concepción misma pues no solo versaba sobre una temática chilena, incluso con personajes protagónicos de etnia mapuche, sino que estaba escrita (y Ried así la pensaba estrenar) en castellano, sin traducción al italiano, lo que era —a luces del panorama hispano en general— una idea revolucionaria. El proyecto, luego de meses de esperanzas y frustraciones, no logró concretarse11. De una siguiente ópera, Diana (1868), también fueron infructuosas las gestiones para su estreno; y así quedaron dormidas varias otras partituras del autor, hoy perdidas. Consideremos que aún no existía en Chile un contingente de cantantes líricos locales con los que se hubiera podido afrontar una ópera completa12; además, de manera abrumadoramente mayoritaria, eran las compañías italianas las responsables de los títulos líricos e indefectiblemente ofrecían el repertorio (italiano, francés o alemán) en aquel propio idioma, por lo que es de imaginar lo difícil que debe haber sido convencer a un elenco de afrontar el trabajo extra que significaba no solo un título nuevo, sino que en un idioma ajeno13. De hecho, nuestra primera ópera en castellano, Caupolicán, fue estrenada en 1902 por cantantes nacionales o hispano parlantes, recurriendo al ámbito de las relaciones musicales de amistad y cercano al favor personal, fuera de una compañía y temporada oficial. Al pasar de los años la situación no cambiaría sutancialmente: revisando la “Reseña histórica 1849-1911” del Conservatorio Nacional, podremos darnos cuenta que en la descripción año a año de la carrera de cantante no habrá ningún ramo de expresión actoral o corporal, mas sí se hará hincapié en el estudio del italiano, el trabajo coral y en el aprendizaje de vocalizos y métodos de enseñanza por sobre un repertorio solístico; con esto se deja entrever el futuro laboral de los egresados: profesoras y coreutas de teatro en las damas (y un porcentaje muy amplio de egresadas que no ejercerán nunca el canto), profesores, coreutas y cantantes de iglesia los varones. Excepciones notables e internacionales serán los solistas Pedro Navia, Sofía del Campo y Manuel (Emmanuel) Núñez.

      Edith Warton describe en su novela “La edad de la inocencia” una función del Fausto de Gounod a comienzos de la década de 1870 en la Academy of Music de Nueva York cantada en italiano por la soprano Christine Nilsson como una norma social esperada; y anota con cierta ironía pero no menos convicción que “una inalterable e incuestionable ley del mundo musical exige que el texto alemán de las óperas francesas cantadas por artistas

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