Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo Cuadra

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Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra

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tal como ocurre con algunos salones en las casas aristócratas, orgullo de modales civiles y educados, aquellos que se abrían y lucían solo para fiestas y visitas, así como estos no son habitados por gente cualquiera, así ocurre en este teatro nuestro, que pareciera tolerar nacionales pero en grupos anónimos (orquesta, coro, público en galerías superiores). Lo visible: las compañías, los solistas, los directores, el repertorio, todos serán extranjeros; nos comunicarán y reflejarán directamente con Europa. ¿Acaso un cantante nacional, si lo hubiese, hubiera podido viajar y contar en Italia o Francia cómo es nuestro teatro (léase nación) y cómo no teme a comparaciones con teatros europeos? Como se va intuyendo, que un chileno componga una ópera no sólo concierne a lo musical. Pero, así como hay una familia que no permite que un niño se crea con atribuciones de adulto y entre a la sala de visitas, también hay otra que piensa que sería bueno, bajo muchas condiciones, que de a poco se vaya acostumbrando a las normas adultas y logre habitarlo.

      El asunto de los asistentes es un punto a tratar. El Teatro Municipal de Santiago tenía un público habitual, cautivo, debido al sistema de remate y compra de asientos y palcos por toda la temporada, conocido como remate “de llaves”, por citar a aquellas de la cerradura del palco. Era un público proveniente de los sectores más acomodados o influyentes de la sociedad nacional al punto de ostentar localidades en el Teatro como una muestra de nivel y termómetro de sus inversiones y finanzas39. Mención aparte constituían las representaciones líricas destinadas a coincidir con la fecha patria del 18 de septiembre: si la relación de las cúpulas nacionales con el Teatro Municipal y la ópera eran un celoso noviazgo, aquella de gran gala con la presencia del presidente de la república, autoridades diversas nacionales e internacionales, era la mismísima fiesta de matrimonio, con renovación de votos año a año. Esta práctica se mantuvo inquestionable hasta 2013.

      La Temporada (en rigor, un par de meses de presentaciones casi diarias a partir de agosto) se sustentaba económicamente por un subsidio municipal estatal, además de la venta antes mencionada de asientos importantes y 46 palcos (los 30 restantes se los reservaba la Municipalidad), además de la recaudación de venta de las entradas que quedaban disponibles para algunas funciones en particular; un sistema que se mantuvo casi sin variaciones hasta 1927. Es por esto que los asistentes abonados fijos, debido a la inversión monetaria (percibida como doblemente responsable, en el caso de algunos que tenían relación directa con el Estado), sentían que eran ellos quienes financiaban toda la temporada y, consecuentemente, podían comportarse como exigentes patrones-consumidores, solicitando el cambio o la repetición de un título, opinando sobre el desempeño de los solistas y evaluando la gestión de los empresarios.

      Como ejemplo cito una noticia aparecida en El Mercurio:

      “TEATRO MUNICIPAL. La mayoría de los abonados desean que la Empresa del Municipal, en vez de poner en escena Don Carlos, una de las óperas menos bellas de Verdi, se cantara Gioconda, que hace tres años no se da en dicho teatro.

      En la compañía actual hay elementos artísticos muy buenos para cantar una Gioconda.

      La Empresa haría bien en acceder a lo que desean las personas de buen gusto, y la Ilustre Municipalidad no será seguramente un obstáculo para ello”40.

      En este caso los abonados tienen criterio, poder y juicio por sobre la temporada, títulos y cantantes; su veredicto y proceder era una manera de ejercer oligarquía, como plantea Miguel Farías41. Dentro de una sociedad pequeña y vigilante, suspicaz con lo que le pareciera fuera de norma, había nacido este público, donde el ver y verse incluía estrictas normas de vestimenta y protocolos a seguir, por lo mismo reacio a innovar con su pecunia, reticente a las creaciones nacionales, aunque luego les prodigara cálidos aplausos42.

      Finalmente quedaban las restantes localidades, menos visibles y generales, que se podían comprar para la ocasión y que contaban con un público menos “aristócrata” y, por lo mismo, más efusivo. Esto clarifica las descripciones que los comentaristas harán sobre asistentes a los estrenos: podemos deducir, por ello, que Velleda, al tener un estreno en Valparaíso en un teatro de espectáculos populares, contó con un público de gente extrovertida, inmediata, habitué de presentaciones de diversión, y de hecho hubo burlas y manifestaciones propias de ello para un solista de bajo rendimiento; que Caupolicán, aunque fue estrenada fuera de la Temporada, sí consiguió el escenario principal del Teatro Municipal y la presencia del presidente Riesco, lo que geográficamente permitía el acceso de las familias pudientes, las que con su “asisto o no asisto” demostraban apoyo o rechazo a la iniciativa de una creación nacional. De hecho, cuando se comenta que la concurrencia a Caupolicán fue regular en platea y escasa en palcos, pero que hubo entusiastas aplausos, se está haciendo un comentario social amén de recepción musical; Lautaro, por otra parte, fue obra de temporada oficial y puesta al juicio de los “dueños” de sus localidades. El revuelo crítico-literario que circunscribió su estreno cobró tal intensidad en sus opiniones que solo se logra comprender teniendo claro esto: que público, críticos y comentaristas sentían como facultad propia no solo el emitir un veredicto musical, sino el derecho a hablar del mal uso de los dineros estatales y privados, incluso del Teatro mismo. A la “aristocracia” criolla de entonces la ópera como fenómeno le es propia, así como sus bienes, por lo que opiniones vertidas en diarios más conservadores y ligados a ellos, como El Mercurio se podrían tomar (parafraseando y variando la célebre frase) como “la voz de los con voz”. La aparición del factor económico hará de la ópera un “producto” y propiciará cambios en su recepción, en el apropio, en el consumo y, trascendente en nuestro estudio, su destrucción. Bástenos ver la recepción de óperas como Velleda o Caupolicán (producciones autogestionadas) y compararlas con aquella destructiva de Lautaro (financiada), por hablar de tres obras contemporáneas.

      Bajo este clima, una reiterada acusación que deberán recibir los primeros operistas nacionales es la del plagio, como tendremos ocasión de ver más adelante en los respectivos capítulos: números completos, un acompañamiento, el diseño melódico, un detalle de instrumentación, los números coreográficos. Y si la copia puede ser tomada como un paso importente en la etapa formativa para la adquisición de técnicas y estéticas, esta es confesa, circunscrita a tal función y no propone sino que recibe. El plagio es premeditado en su engaño y va en contra del genio, que no solo nos maravilla porque es creador, sino porque debido a ello es propositivo. Wagner es ejemplarizador de esto. Y si por ello el plagiador no sirve de sendero al progreso, el que lo denuncia sí y al mismo tiempo se engrandece, puesto que simultáneamente advierte, desenmascara y limpia, demuestra su formación, su probidad, su nutrida biblioteca, su acceso a las fuentes. Como público o crítico denunciamos el plagio porque no es el producto original por el cual pagamos y del cual íbamos a tener el privilegio del protagonismo en la historia, o quizá para sí tenerlo de un modo u otro. El plagio, en este mundo de patrones y Estados financiantes, será visto como una apropiación deshonesta de la riqueza y de aquello que la genera, muestra malas costumbres, flojera, ignorancia y el no haber podido apropiarse de la técnica o del estilo (el “saber cómo”) sino solo de los resultados, como un mero consumidor. Ortiz de Zárate, Acevedo Gajardo y Melo Cruz serán acusados de plagio, mientras que de Hügel y de Bisquertt se dirá que manejan el estilo (o que están atentos a positivas “influencias”), aún cuando en lo referente a Hügel la realidad de la presente investigación se torne compleja y dolorosa, como veremos en su capítulo.

      Paralelamente a las gestiones de estreno, la idea ha suscitado el interés de la prensa: expectativas, algunos artículos; finalmente lo coronan críticas enfrentadas en bandos diversos, a veces argumentando con bastante cordura que un compositor de ópera, por más talentoso que sea, necesita del ensayo-error para forjar su oficio y que, lamentablemente, es un riesgo que un empresario o un teatro está poco dispuesto a correr, a veces castigando el presente fallo con una condena perpetua43. En algunos casos se suceden cartas de descargo por parte de los compositores, iniciando guerrilla literario-operística. Es interesante evidenciar que en esta balanza de opiniones a favor o en contra —debido a la permanencia de la información citable— el entusiasmo del público en aquellos estrenos es un dato perecible, una opinión

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