Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo Cuadra

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Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra

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eco del fenómeno social más que como un desarrollo del saber” […] “se mueven motivados por un enorme impulso creador, alimentado, sin duda, por la presión musical social”55. Es sintomático y oficial el hecho que los siguientes compositores que saldrán de Chile en busca de perfeccionamiento o conocimiento de nuevos métodos pedagógicos no tengan a Milán en su bitácora: Pedro Humberto Allende viaja a París (1910, 1922, 1932), Carlos Lavín a España (1934 a 1942), Bisquertt a Francia (1929) al igual de Jorge Urrutia tanto a Francia como Alemania (1929 a 1931).

      Volviendo a Domingo Santa Cruz, en 1939, como editor de la “Revista de Arte” de la Facultad de Bellas Artes, aprovechará una crítica al Mauricio para retomar el tema, describiendo al Teatro Municipal, su temporada lírica y sus asistentes como “ese islote fuera del tiempo y ese público del Limbo […] en cuyo campo cerrado pueden ocurrir cosas inconcebibles en otro lugar”. Que en ese escrito diga que los buenos compositores nacionales “no han abordado el teatro lírico porque no los atrae como no atrae en general a los músicos de habla castellana y luego porque el Teatro Municipal, con su extranjerismo tradicional, su desorganización artística y el nulo apoyo que presta a la música es terreno vedado para cualquier artista que se respete” es atendible solo en su segundo estamento, ya que el ambiente estaba lo suficientemente cargado desde hacía décadas como para creer en la libertad para decidir componer una ópera, conseguir el Municipal y pretender, luego de ello, seguir habitando el “barrio docto”, como más adelante explicaré56.

      Al pasar de los años, el pensamiento de Santa Cruz no variará sustancialmente, aunque adquirirá otros matices algo más conciliadores, diciendo que el defecto de nuestro público y, consecuentemente de nuestros compositores líricos de cambio de siglo, fue que en la ópera se dejaron seducir por la forma y no por el fondo, por los intérpretes por sobre la obra misma57. Como complemento, la connotada Revista Musical Chilena, dirigida por Domingo Santa Cruz, será desde sus inicios (1946) el principal medio de información y difusión de las vanguardias musicales nacionales. Con una asiduidad mensual que con el pasar de los años se fue espaciando, sus secciones críticas calificaban la actividad musical nacional; sin embargo desde aquel inicio se mostrará no solo reacia a comentar la Temporada Lírica del Municipal, —vista más afín a páginas sociales que a una revista musical— sino que desde la trinchera de la página editorial misma calificará a la ópera en Chile como conservadora y anticuada, trillada, con un costo monetario excesivo para el país, con nulo aporte educativo, una mera pasarela de lucimiento político y social58. Esta postura se mantendrá por mucho tiempo.

      Así, el género lírico a manos de creadores nacionales sufrirá una doble observación, una doble vigilancia en nuestro país:

      Desde sus primeros ejemplos hasta 1930 es un centro de cultura musical nacional, por lo que el juicio caerá sobre la factibilidad de que un chileno pueda componer o tener el conocimiento y apropiarse de este género complejo, culto, eminentemente europeo. Sin duda que el estrepitoso fracaso del Lautaro a nivel de la intelectualidad local, con la magna e intensa batalla de escritos y crítica que tiñó la casi totalidad de las publicaciones periódicas de 1902 en una situación sin parangón ni antes ni después en el medio musical nacional, sirvió de antídoto y veredicto frente al nacimiento de una incipiente lirica chilena (Florista, Velleda, Caupolicán, Lautaro, todas en el lapso de siete años), opinión que no hacía más que reforzar una postura previa. E insisto, el juicio levantado sobre Lautaro tendrá los visos de un homicidio ritual, que libera tensiones de la comunidad y cimenta un pensamiento, aquí aunados la opinión de las clases altas y (como veremos en el próximo párrafo) la de la institucionalidad musical de vanguardias, por lo que al momento de enfrentarnos a la crítica de la segunda versión de la Florista de Lugano podríamos hablar ya de un homicidio ritual en serie. Así entenderemos y tendremos provisiones para los veintisiete años que seguirán sin una nueva ópera chilena estrenada, así complementaremos las críticas y opiniones durante el estreno de Sayeda, centradas en admirar la técnica y las bellezas armónicas y orquestales de Bisquertt, así como su modernidad, por sobre su efectiva adecuación al género lírico.

      Después de 1930, cuando el trabajo de compositor se ha profesionalizado al alero de una institución “modernizada” y, por sobre el antiguo melómano aristócrata, se ha coronado al músico profesional como único jurado válido en la apreciación del arte musical, la objeción cultural se reposiciona: recaerá, más que sobre el compositor (del que ahora no se duda su oficio), sí sobre el género lírico mismo, la ópera, y su supuesto aporte a la vida musical docta que se espera para nuestro país. La ópera en Chile, a lo largo de casi cien años, se habría portado como un género sin puntos positivos, estéril, que asfixiaba cualquier otro intento musical, o que si lo dejaba vivir era teñido de sus influencias; aquello bastaba, como cuando se recuerda a un dictador, para evitar nombrarlo o que se nos asocie en su compañía59. Abundarán, debido a esta suerte y panorama, las óperas que nunca se estrenarán y las óperas inconclusas, especialmente dentro de los compositores ligados a la institucionalidad (Leng, Letelier, Cotapos, aunque en el caso de este último las razones para no completar sus óperas sea más compleja). No obstante —y he aquí un punto muy interesante— también existirá la suficiente cantidad de óperas estrenadas o reestrenadas que permitan mantener una demoledora opinión subestimadora tanto del género en su validez cultural como también sobre la capacidad de los compositores al intentarla. Un principio casi biológico de variedad ecosistémica, pero con especies abiertamente dominantes.

      La seducción de la musa ligera

      Es muy pertinente, en este juego de aprecios y validaciones, el notar que un porcentaje importante de compositores nacionales de ópera que aquí se citan también tuvieron una suerte de militancia surtida entre lo docto y la música popular, ya fuere como intérpretes o compositores, visitando géneros, ritmos o bailes de moda que les fueron contemporáneos, logrando la edición de muchas de sus partituras “ligeras” incluso antes que su producción docta. Esta dualidad aparece ya en los primeros intentos de una ópera nacional: si consideramos a Manuel Antonio Orrego, sus polkas, marchas, valses y zamacuecas sonaban paralelas a su deseo de componer una ópera; como quien dice, “Mi negrita” o “El voto libre” salían de la misma pluma que su Belisario. Los casos más importantes son los de Melo Cruz y (con posterioridad al período estudiado aquí) Roberto Puelma, con un catálogo paralelo de igual dedicación. Ortiz de Zárate, Hügel y Javier Rengifo, como cualquier compositor con alguna raíz decimonónica, no evitaron ni tuvieron pudor alguno con el repertorio ligero de salón. Este último, del que no se conservan sus óperas, tuvo la dirección de la “Orquesta de cámara del Club de la Unión de Santiago” que justamente alternaba piezas de arte y también de moda60. Por su parte, Acevedo Gajardo supo repartir sus actividades entre el órgano sacro y la dirección musical de zarzuelas.

      El aprecio musical de cambio de siglo, hasta entrado el XX, no miraba con ojos demasiado críticos esta postura plural; de hecho, en recuentos realizados en la prensa sobre los compositores chilenos más destacados, a manera tanto informativa como reivindicativa, se solía citar entre los Acevedo, Soro, Pedro Humberto Allende o Leng al “cancionista” Osmán Pérez Freire (el compositor chileno más internacionalmente conocido antes de la llegada de Violeta Parra) simplemente aclarando que su objetivo era distinto y que se había centrado en el repertorio de canción y baile popular61. Sin embargo las aguas de lo docto y lo popular, o mejor dicho entre lo docto y la música de esparcimiento, se van separando, por lo que para mediados de siglo no será un campo de prestigio o de consideración para la academia. Esto agrava más la opinión que el entorno docto tendrá sobre los catálogos de aquellos compositores y sobre su desempeño cuando abarcan lo puramente docto62. En 1936 se crea la Asociación Nacional de Compositores, entidad que existe hasta hoy, y que agrupaba a los creadores ligados a la institucionalidad académica del Conservatorio reformado, ahora unido a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile (Santa Cruz, Isamitt, P. H. Allende, Alfonso Letelier, entre otros). En la “Revista de Arte”, nacida desde esa institución, se puede leer la noticia de su creación y también una advertencia: “La nueva sociedad desea absolutamente contar en su seno a compositores que tengan en verdad el rango y la actividad de tales […]

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