Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo Cuadra

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra страница 10

Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra

Скачать книгу

barbarie se tratara.

      Ópera versus arte, oligarquía versus profesión

      ¡Lo que es el criterio de esta nueva aristocracia! —decía Olga defendiendo a Arué—. Cuando el Señor Peralta compra una partida de trigo o cebada, lo primero que hace, indudablemente, es probar la calidad, rechazando la oferta si no resulta buena. Esto es evidente. ¿Por qué no acepta entonces la crítica en un ramo de alto lujo y selección como es la música? Si el Sr. Peralta no fuese ducho en cereales llamaría á un perito. ¿Por qué no procede tan cuerdamente tratándose de un artículo que es ajeno en absoluto á sus faenas diarias…?44.

      El costo monetario que significa el montaje de una ópera de características tradicionales (lejos de las experimentaciones camerísticas) y la falta de una variada oferta de escenarios idóneos y cuerpos estables especializados (es decir, la falta de industria lírica), es una de las razones que primero se piensa ante la reticencia de componer óperas por parte de los músicos doctos chilenos. En este escrito hemos agregado también la dificultad de proponer un título fuera de la rutina de las compañías líricas que visitaban o se armaban en nuestro país. Sin embargo, un poderoso argumento se viene gestando ya desde fines del siglo XIX en Europa y ha arribado a Chile con singular fuerza y desenlace. Dice que la ópera tradicional de corte italiano ha sido un verdadero lastre, un alimento demasiado azucarado y bajo en nutrientes, un pasatiempo adormecedor, sin alternativa, obligado, que ha mal acostumbrado el paladar auditivo de nuestro público y que con su omnipresencia en el teatro, en la enseñanza y el salón ha frenado el progreso musical y ha asfixiado otras manifestaciones y alternativas musicales; por lo tanto no debiera ser del aprecio de un músico “serio”45.

      Esta discusión ya venía presentándose hacía décadas en Europa. Mencionaré a España, que la protagonizaba desde mediados del siglo XIX, y para ello cito un colorido texto de Peña y Goñi: “España no ha sido capaz de sacudirse el yugo de la música italiana. El arte italiano la asaltó, fue creciendo y rodeándola como una inmensa serpiente, y hoy yace todavía bajo la presión fatal del monstruo, aplastada, jadeante, víctima de la asfixia”46. También es muy ilustrativo el leer las memorias musicales de José Borrell Vidal que retratan y analizan el paso musical español del siglo XIX al XX en términos similares47. Mencionaré a la misma Italia, cuyo musicólogo Fausto Torrefranca enarbolaba la vuelta al protagonismo instrumental que había tenido la Italia del siglo XVIII y de paso escribía el influyente libro “Giacomo Puccini e l’opera internazionale” (Torino, Ed. Fratelli Bocca, 1912) altamente crítico de los nuevos compositores italianos operísticos y sus directrices estéticas; lo mismo “Giacomo Puccini” del compositor Ildebrando Pizzetti (Ed. La voce, 1910). Juan Carlos Paz, a mediados de siglo XX, hace una tesis acusatoria a Latinoamérica entera: “Con su música solitaria e individualista […] sin una tradición musical culta y con una escasa o nula educación musical en los grandes centros urbanos, cundió y arraigó lo que era más accesible en su simplicidad melódico en su efectismo exótico: en el siglo XIX la ópera italiana romántica o verista; en el siglo XX el impresionismo francés y resabios de música indocriolla sobre la base de las producciones de Verdi, Puccini o Mascagni, colaborando de esa manera en la congelación del más curioso pastiche que pueda concebirse. Semejante mezcolanza, bárbara y arbitraria, ha sido y continúa siendo nefasta, ya que encarna el triunfo del más estéril y anacrónico sentimentalismo”48.

      Así expuesto, poco a poco el juicio del público frente a una ópera nacional (recordemos el cordial y a veces entusiasta recibimiento de la Fioraia en sus dos versiones, de Velleda, Lautaro, Caupolicán o Mauricio, por ejemplo) va a ser desestimado y se le adjudicará un mero valor anecdótico, sin incidir en el veredicto crítico ni la posteridad de los escritos.

      Un definitivo punto de ventaja en esta visión ocurrirá en 1927. En reacción a esta rutina lírica sin riesgo del Teatro Municipal y su menú italiano, cual manifiesto de corrientes culturales radicales, un joven compositor de nombre Domingo Santa Cruz se suma a estas reflexiones y publica un enérgico artículo en la revista cultural Marsyas49. Entre otras frases, se explaya diciendo que “para toda persona medianamente culta, la ópera constituye hoy día un espectáculo falso, anacrónico y de mal gusto, que no resiste una crítica ilustrada y veraz”; la ópera era una “fatalidad ineludible” y Santa Cruz estaba seguro de que “el mundo entero, cuando haya rechazado para siempre este género como una cosa absurda, se irán a desenterrar de algún museo histórico los Mefistófeles, Duques de Mantua, Lucia y demás títeres indispensables para que no se suprima la consuetudinaria temporada lírica en el Municipal”. Este artículo no hubiera sido tan trascendente si Domingo Santa Cruz no se erigiera unos años más tarde en una de las personalidades más influyentes en cuanto a las reformas musicales e institucionales de nuestro país, una actividad iniciada en 1917 con la creación de la Sociedad Bach y que en su asamblea general de 1924 estableciera con mayor claridad sus objetivos, centrándolos en la enseñanza, la difusión y la creación de publicaciones periódicas, entidades corales, sinfónicas y camerísticas, dejando claramente fuera las manifestaciones escénicas. Luego, en 1928, un año después de aquel artículo, Santa Cruz será la principal figura en la reformación del Conservatorio Nacional de Música, aquel creado en 1850 y que fuera descrito como una antesala a la ópera y a las temporadas del Teatro Municipal. Será director de este principal centro de formación musical docta de Chile desde 1932 hasta 1953. Su figura, su pensamiento y su ideario, que veía el futuro musical chileno docto en el campo sinfónico y camerístico antes que teatral, dejó fuertemente marcada una impronta en las futuras generaciones de compositores50. En palabras del mismo Santa Cruz: “El centro de gravedad de nuestra vida musical está en el concierto antes que en el teatro […] Este es el rumbo que nos había de salvar, y en esa dirección hemos caminado todos desde hace treinta años”51.

      En nuestro país la escisión que se estaba produciendo entre gusto popular y validación de una obra, estaba desarrollándose paralelamente al cambio de centro gravitacional de quienes sentían que con justicia debían detentar y dictaminar el arte y su planificación. Si el público de las clases altas era el principal asistente a las temporadas del Teatro Municipal y, por lo tanto, eran los principales consumidores de ópera, su melomanía de connoisseur debía tener ahora atribuciones limitadas. La música debía ser materia de músicos profesionales, la mayor parte originarios de clases medias y trabajadoras. El siglo XX ya no se comprendía y apreciaba por la cuna sino por la instrucción, la aprobación de un Santa Cruz tenía más peso que la crítica de una señora de apellidos ligados a las clases dirigentes (aunque ambos pudieran estar de acuerdo en reprobar una ópera compuesta por un connacional).

      Hoy en día llama la atención, si bien no la obstinación del juicio de Santa Cruz (que se entiende a la luz de movimientos culturales y reformistas que, sobre el problema de la ópera y la “nueva música, se gestaban y debatían incluso Italia hacía varios años52), sí que esta obstinación no tuviera los matices que otros comentaristas, con más mesura, ya proponían: no un juicio al género en sí sino a lo monopólicamente mal representado que estaba en Chile53. Para ellos (como imagino que para aquel Santa Cruz admirador de Wagner) la ópera, como género, aunque se sabía que era parte activa y reiterada de las avanzadas musicales europeas54, en su distribución en Chile estaba seleccionada por razones de popularidad y comercio. Y si esta era la única ópera que teníamos a disposición y consumíamos en Chile, así se opinó la parte por el todo. Se establecía, obligadamente, una característica nacional única en la recepción estética ligada a creación musical: las búsquedas musicales europeas eran sinónimo de modernidad, las inquietudes musicales de los compositores podían ser genuinamente anticonformistas, antisentimentales y alejadas del inmediato comercio musical, pero además esto debía pasar por un tamiz obligatorio, idiosincrático chileno y ahora reconocible: no incluía ópera. Si bien podamos deducir que Domingo Santa Cruz se refería a aquella de estilo italiano (y quizá francés) de comienzos de siglo XIX y comienzos del XX, especialmente las nuevas corrientes realistas y más viscerales, el uso de generalizaciones no hace sino hablar de un artículo escrito emocionalmente más que informadamente, una determinación que opera más como una reacción-respuesta que como una reflexión académica inicial. Roberto Escobar

Скачать книгу