Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo Cuadra

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Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra

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sonría para la posteridad

      Cursaba la carrera de Teoría General de la Música en la Universidad de Chile. Como tantos amigos y compañeros de estudio, me afanaba buscando horizontes en los que enrielar mis inquietudes musicales; ese panorama no excluía la creación musical. Por fascinación fisiológica, al momento de componer elegía siempre la voz más otros instrumentos, y me entusiasmaba en ello, en verdad. Fue durante una de esas clases que el maestro Juan Amenábar me dijo “Tú vas a ser el compositor de ópera de Chile”, y su sonrisa socarrona tenía un no sé qué que confesaba cierta valoración de un género para el que don Juan nunca había compuesto, ni compondría, pero no por falta de aprecio: “Hay que hallar un buen argumento —prosiguió— y yo ya lo he encontrado” “¡Cuál, maestro, cuál!”, le urgí, “Noooo, que eso no se dice, no ve que alguien se me puede adelantar”. Luego de reírnos, volvimos a la audición de mis incipientes obras vocales; se fijaba en el estilo, los textos y alababa la ironía y humor que veía en esas piezas, finalmente sentenciando: “El humor no es frecuente en los compositores chilenos”. Y quizá tenía razón. Cuando me atreví a presentarlas en los encuentros de jóvenes compositores de la Universidad de Chile, eran las únicas que, tal como era previsto, provocaban risa en el público, incluso en las caras de algunos célebres gurúes de la composición que habían seguido el restante festival contemporáneo con la convicción de una profunda filosofía.

      Que esta anécdota sirva. Hay un elemento en común en la creación operística nacional, y es la seriedad y tragedia de sus argumentos. Pensemos, por ejemplo, en las dos versiones de la Florista de Lugano: para la segunda Ortiz de Zárate elimina elementos alivianadores de la trama (como el personaje de Chinchilla), la ennegrece, la acerca al Gran Guiñol, la “moderniza”, la hace unívocamente trágica. Si el fin del siglo XVIII y comienzos del XIX había sido la época de esplendor de la ópera buffa italiana, heredera de la Commedia dell’Arte, el avance del siglo XIX, romántico e individualista, vio con reticencia la felicidad y la risa, circunscribiéndola a espectáculos populares en teatros específicos (opéra comique, operetas, zarzuelas); mientras, el repertorio operístico buffo fue paulatinamente secándose, quedando viejas glorias, como Il Barbiere di Siviglia de Rossini, L’elisir d’amore y Don Pasquale de Donizetti o Las Bodas de Fígaro de Mozart (esta en verdad no muy frecuente y entre otras muy pocas) para mantener la ironía y la sonrisa en los teatros de ópera; Die Meistersingern Von Nürnberg, a mediados, y Falstaff cerrando el siglo XIX, fueron dos joyas de diáfana rareza que incluso desconcertaron a sus admiradores; también algunos intentos italianos de comienzos de siglo XX fueron severamente castigados (pensemos en Le Maschere de Mascagni64). El lenguaje musical de una Giovane Scuola o el fin de siglo alemán buscaban una renovación básicamente centrada en el drama mientras que los procedimientos de una ópera buffa se habían quedado detenidos en el tiempo y en la sospechosa llegada masiva. Pareciere que el siglo XX académico solo consentirá la vuelta del humor una vez que deje de pretender el aprecio popular o aquella risa masiva y se tiña de sarcasmo, desasosiego, ironía y crítica frontal a la sociedad que la presencia, muchas veces revisitando la Commedia dell’Arte y los recursos musicales del siglo XVIII. Chile, en su corriente operática y en su corriente instrumental, no está ajeno a todo esto.

      En el ámbito nacional, Érase un Rey de Casanova Vicuña es una ópera paródica y cuenta con el humor (si bien algo melancólico y estrambótico) como espina dorsal de su trama, pero nunca se oyó en Chile. Desconocemos la Comedia italiana de Jorge Urrutia Blondel, ópera perdida basada en un texto de Benavente. Sayeda es algo más liviana en su carácter de divertimento sonoro, pero no busca en modo alguno la risa. De manera citable y comprobable, la primera ópera chilena en la vena del buen humor, tal como si hubiera habitado el siglo XVIII, será la tópica comedia de enredos Ardid de Amor de Roberto Puelma, compuesta en 1951 a partir de un libretto de Lautaro García que bien hubiera podido seducir a Cimarosa o Haydn. Ardid de Amor fue galardonada con el premio “Juan Peyser” en 1956, pero estrenada en el Teatro Municipal de Santiago recién en 1972. Puelma, no ha de extrañarnos, es de los casos más representativos de igual dedicación y oficio tanto en la creación docta y como popular65.

      Aún hasta el día de hoy, sacando promedios, el humor no solo es poco frecuente en la creación operística nacional, sino en la docta en general.

      La ópera en la historiografía sobre la música en Chile

      En 1976 se editará el libro La ópera en Chile, del dramaturgo y escritor Mario Cánepa Guzmán. Hasta la fecha, y haciendo un barrido general por el siglo XX y lo que va del XXI, seguirá siendo el más exhaustivo recuento periodístico y anecdótico de la ópera y su fenómeno musical y social en nuestro país. En sus páginas podremos hallar un compendio más o menos detallado de la vida y óperas de Ortiz de Zárate, Acevedo Gajardo, Bisquertt, Melo Cruz, y de aquellas posteriores a 1951 como las de Puelma y Garrido, con una progresiva tendencia al comentario enumerativo por sobre el crítico, específicamente a partir de la década del 30. La ópera en Chile será un trabajo de meritorio corte periodístico, narrado desde la orilla de la literatura, que en sus opiniones musicales recurre al juicio de críticos de época y que, específicamente al tratar las composiciones nacionales, se comporta como un aficionado informado más que como un músico. Por otra parte ¿acaso la musicología y musicografía nacional, a través de sus libros fundacionales, había operado con mayor detalle? 66.

      En 1952 se publica La creación musical en Chile 1900-1951 de Vicente Salas Viu. En sus dos partes generales se explora el trabajo de los compositores e instituciones musicales nacionales, se los encausa en corrientes, contextualiza y, finalmente, se les dedica apartados críticos más o menos extensos a cada uno. Es un libro erudito, escrito desde la orilla musical, que se hace cargo de la postura de que la música docta, sistemática, profunda, de carácter artístico nace en Chile —al menos de manera más generalizada— a partir de la década de 1920. Por ello, figuras como las de Ortiz de Zárate o Acevedo Gajardo y la ópera chilena hasta comienzos de siglo XX son tratadas de manera rápida, en las páginas 24 y 25. Raoul Hügel, por otra parte, no aparece y, avanzando en el siglo, la figura de Melo Cruz no es analizada.

      Samuel Claro y Jorge Urrutia Blondel publican en 1973 una Historia de la Música en Chile. Tampoco habrá un análisis más profundo, aunque la figura de Ortiz de Zárate viene aquí más ilustrada en comparación con Salas Viu (pp. 88, 89, 119 a 121), ubicándolo dentro de la actividad musical del siglo XIX y de los precursores. Acevedo Gajardo es mencionado en un par de líneas (pp. 92 y 119), y Hügel ni siquiera es citado en su labor como entusiasta difusor de la música de cámara al cambio de siglo. Melo Cruz tiene una breve biografía (159).

      Roberto Escobar, en su libro de sugestivo e ideológicamente claro título Músicos sin pasado-Composición y compositores en Chile (1971) aborda aspectos sociológicos, estéticos, filosóficos y prácticos del quehacer composicional. Al hacer un recuento biográfico, breve, de los compositores chilenos de ópera al albor de 1900 (Acevedo, Ortiz y Hügel) cae en diversos errores de datación e inexactitudes que reflejan su pensamiento sobre las capacidades musicales de los compositores chilenos antes de la Primera Guerra67. Es un libro, por tanto, escrito desde las consecuencias de un Domingo Santa Cruz y la consiguiente invisibilización de algunos compositores, géneros y usos de la música.

      Por razones prácticas, sociales y también musicales, la inmensa mayoría de las óperas compuestas en Chile buscaron el Teatro Municipal para su estreno. Revisando la bibliografía nacida desde o centrada en el teatro mismo se repetirá la escasez anterior, lo que en una publicación destinada a revisar la actividad de nuestra principal sala hace más evidente y sintomática la omisión: Pequeña biografía de un gran teatro. El Teatro Municipal ayer y hoy de Alfonso Cahan Brenner (1952; segunda edición, variada, de 1967) destina cuatro párrafos a las óperas chilenas, y siempre de manera informativa, sin opinión ni juicio; en Centenario del Teatro Municipal 1857-1957 (1957), un librillo de Eugenio Pereira Salas, solo uno; en Teatro Municipal de Santiago 150 años (2007) [ver nota 34] tendremos un capítulo de ocho párrafos dentro de sus 407 páginas totales, aunque esta vez sí contienen análisis y opiniones. Revisar

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